Un libro de poemas es sólo una leve confirmación acerca de la vida. Es también una invitación a estar vivos, una alegría, una casa donde soñamos, un espacio donde habitamos. Nadie puede estar afuera sin que la palabra nos albergue, nos sostenga. Un libro siempre es un acierto, y un modo de estar en el mundo. La palabra que nos da aliento y nos permite establecer un fraternal diálogo con los otros y con nosotros mismos. Un afuera que llenamos de nuestras voces, de nuestros gestos, algunos pasos en la oscuridad; en ciertos momentos amándolos y casi siempre agrediéndolos. Un libro es una suerte de geografía alterna que solemos llenar de denuncias, de altercados, algunos desafueros y hasta desamores, es un inventario de afectos, una descripción plausible de experiencias; una gran conversación del hombre con el mundo. Es también una corporeidad de sentidos que roza levemente los resquicios del cuerpo y lo abraza con la circunstancia de la cual nos habla Lydda Franco Farías.
La poesía en Hablos de lluvia, de Daniela Lozada Portillo, es una suerte ciertamente de desocultamiento de ese gran misterio que es la palabra.
El lenguaje poético tal como lo señala Rojas Guardia es por naturaleza paradójico, se mueve en los bordes, roza el misterio. Dice lo indecible. Es una de las maneras que tiene el misterio de manifestarse. Acude siempre desde el gran hallazgo que promete la palabra creadora. La poesía tal como lo habría manifestado María Zambrano, quien primeramente se enfrentaría, antes que a la religión, al mundo oculto y sombrío de lo sagrado. Así el poema, así la lluvia. En el libro que de alguna u otra manera nos convoca, el canto hacia ese gran acontecimiento es una constante y un milagro que se convierte a ratos en un sentir colectivo. Es, como diría José Barroeta, la gran memoria. Allí entra como en una suerte de juego el trabajo de los sentidos hacia un territorio que es el sentir mismo por la palabra. Dos horizontes y dos imaginarios que se abrazan en esa instantaneidad furtiva: “sólo tocar: su cuerpo / hallar: sus extremidades / hablar: de amor / despertar: con él. / se ahogó en la orilla (p. 16).
La poesía, que es lenguaje primigenio, aporta lo esencial en la configuración de los sentidos. De allí que es necesario crear desde lo divino una poética que nos permita encontrarnos desde esa posibilidad que es la condición sagrada: “duermo en otra piel, / el amor se muda de lugar, / no hay espacio habitable / entre él y yo” (p. 23).
Ese afuera indómito que socava insistentemente la humedad etérea y traslúcida del tiempo nos habita en una soledad infinita descrita como abismo hondo que rompe con la persistencia del tiempo donde cuerpo y lluvia se hacen piel en las enredaderas sombrías de la nada donde “el amor como estrategia se encarna hondo en la memoria de la piel”.
La lluvia como dadora de sortilegios será la excusa para decir que es también poesía más allá de los artilugios que se abalanzan en contra del imaginario. ¿Será que sólo a la lluvia le duele tanto el mundo que siempre lo limpia? Una condición que siempre acaba por interrogar, puesto que la poesía queda atenta sin despedirse siquiera, cerrándose en esa inmensa e inaprensible llama que no cesa de girar en torno a la vida. De allí que la poesía en Hablos de lluvia, de Daniela Lozada Portillo, es una suerte ciertamente de desocultamiento de ese gran misterio que es la palabra: representación de lo que somos en esencia, también juego ante los avatares del mundo. Es la capacidad del asombro que se sabe perdida. Es la palabra que no se ha extraviado del todo.
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