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Barro del paraíso o “palabras para el diario fulgor” de Alfredo Pérez Alencart

viernes 6 de diciembre de 2019
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“Barro del paraíso”, de Alfredo Pérez Alencart
Barro del paraíso, de Alfredo Pérez Alencart (Ars Poética, 2019). Disponible en Amazon

Barro del paraíso
Alfredo Pérez Alencart
Ilustraciones de Miguel Elías
Poesía
Ars Poética
Colección Carpe Diem
Asturias (España), 2019
ISBN: 978-84-17691-33-2
97 páginas

Soy pobre y sé que dura es la noche del hombre…
Alfredo Pérez Alencart

La poesía de temática cristiana o religiosa parece tener hoy día pocos seguidores. Los poetas que se inspiran en temas bíblicos, y se exigen a sí mismos una búsqueda más fructífera de los bienes espirituales, parecen ser poco atractivos a los lectores. Y aunque muchos intenten olvidar lo espiritual, saben que en el fondo la poesía misma está impregnada de lo elemental del mundo y de la espiritualidad inherente en cada ser humano. Sin embargo, tornamos la mirada hacia caminos de fáciles recompensas para el alma. Se contempla el sendero estrecho, pero se escoge el camino que abunda en pasajeras recompensas. El penoso esfuerzo de vivir la vida que se nos permite vivir se desgasta en placeres más remunerados para exaltar en la poesía el fugaz brillo de la fama. La obsesión por lo que de todas formas habremos de perder se convierte en la búsqueda de méritos que conllevan la mayor parte de las veces a un desgaste espiritual que venimos a comprender muy tarde, al borde de la muerte. Por eso, se yuxtaponen en el camino de la poesía distintas fórmulas de conocimientos, motivos y mensajes que a la larga nos acercan o nos alejan de ese cielo más alto y luminoso que suele revelarnos Alfredo Pérez Alencart en la sustancia de su obra poética, y en los temas de este nuevo libro, Barro del paraíso.

El título de este libro evoca una realidad trascendental: aquella primera imagen que hallamos en el Génesis y la historia del Huerto del Edén. La imagen de Adán y Eva hechos del barro de la tierra, barro de la creación de aquella primera imagen sacada de la mente de Dios. Carne moldeada del polvo de la tierra a la que inevitablemente tendremos que volver, pero no en la forma de barro degradado, sino en la luz que impulsa el espíritu como bien intuía Bécquer en el tono doliente de aquella rima LXXIII impregnada de los misterios de la Creación Divina: “¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo?”. Ese cuestionamiento recoge el vuelo intuitivo del cuerpo moldeado por las manos de Dios, referencia de la vida misma y del alma transformada ya por las misteriosas claridades que atañen al espíritu. Y es que, en el fondo, Barro del paraíso va dirigido a lo esencial de la vida y del amor que trasciende todo tipo de ataduras. Por eso, al adentrarnos en estos poemas descubriremos que la voluntad que los aviva responde a la búsqueda de un camino que ilumine nuestra relación con Dios.

Los 33 poemas hacen una referencia directa a la vida de Jesús, aunque cada uno de estos textos exprese diferentes disposiciones del espíritu en esa evocadora línea del tiempo.

Los dos epígrafes que el poeta ha colocado al comienzo: “Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis” (Evangelio según San Juan, capítulo 16, versículo 16), y el segundo, de este autor, “Barro del Paraíso con espíritu del Gólgota soy, / y perdono lo que me hacen y perdono / lo que me harán”, revelan el rumbo de los paisajes interiores que habremos de caminar. Abordan la intención que regirá estos poemas que el poeta ha llamado treintaitrés frutos para asociarlos a la edad y misión de Jesús sobre la tierra: “Tenía unos treinta años”, nos dice san Lucas (capítulo 3:23), cuando comenzó su ministerio. Así los 33 poemas hacen una referencia directa a la vida de Jesús, aunque cada uno de estos textos exprese diferentes disposiciones del espíritu en esa evocadora línea del tiempo. En todo caso, esta evocación es un modo de recordarnos que la vida espiritual es un camino de constante depuración y esfuerzo. Un camino que conlleva una exploración interior del yo frente a quienes nos rodean, y de una realidad que cada día implica una nueva forma de ahondar en lo eterno. Por eso el primer poema del libro, “Proclama del heraldo” nos llevará hasta el centro de aquella voz que en las diversas perspectivas de la vida el poeta siente como suya y proclama ya la idea de “…pertenecer / arreando al rebaño perdido por campos de lápidas…” (17). Aquí la concreta realidad de esa Voz (con mayúscula, como aparece en el poema) va adelantando la búsqueda reconciliadora con “aquel rebaño perdido”, para que una misma voluntad triunfe sobre la angustia de la muerte. Una voz fundida también en las acuarelas del pintor Miguel Elías, en ilustraciones que recrean el plano central de los poemas fundiéndolos con naturalidad a la visión poética. Ilustraciones que fluyen brindándonos otro punto de apoyo para que la fe sea más edificante. Fe que aspira a una mayor presencia del amado, y de aquella sangre que vertió sobre el madero para sacarnos de las tinieblas a la luz. Así lo expresa el poeta impelido por la imperiosa solidaridad: “Donde fluye Tu sangre empieza la humanidad / del barro sediento del hombre…” (19). Frente a estos sentimientos se proyectará la evocación de esos seres de miradas sombrías, siervos caídos, que no oyeron “llegar al mendigo de sandalias polvorientas. / Así durante largo tiempo golpearán la puerta / que ellos mismos cerraron” (21). Es decir, los que desecharon el amor divino olvidaron el sentido sagrado de la vida por los muchos afanes del mundo, y descuidando lo eterno cerraron su corazón a la luz. Esto es lo que nos quiere decir el poeta. No se trata de sugerir o poner al lector frente a una visión hermética de la vida o de circunstanciales intuiciones poéticas. Se trata de exponer una realidad que concierne al espíritu. Por eso, esta poesía no exalta las conquistas del mundo, busca más bien la autenticidad de lo que permanece; esa riqueza espiritual que promete una perfecta esperanza: “Oh, Ángel que has marcado mi puerta, ¡anúdame / a tu cáñamo, llévame más allá de las tormentas / y pon a hervir la zarza que sanará mis heridas!” (“Ángel de sobrevivencia”, 23). En esta poesía el Amado Galileo convida a la intimidad del espíritu en amoroso recogimiento. Veámoslo en la evocación de estos versos:

(…)
He aquí un hombre clavado en la frontera del cielo.
He aquí un hombre que no habita en panteón alguno.
He aquí un hombre que no provoca estampidas
ni entumece la lengua desvergonzada de los ingratos
que invaden su camino portando becerros de oro.
¿Acaso no conocen el abecedario de la resurrección?

(“Clavos que el cuerpo no perdió”, 25)

El poeta Pérez Alencart, con palabras tan válidas para todas las épocas, pone en perspectiva las condiciones de un vivir fuera del objetivo divino.

Estos versos nos conmueven porque nos acercan a lo que fingimos ignorar, esa voz interior que nos recuerda el caos espiritual de la vida moderna. El poema da testimonio aquí de la agonía de Jesús entregando su cuerpo en la cruz, reclamando para la humanidad las riquezas del espíritu; reconciliando en su amor eterno a los que corren en oscura desbandada hacia la muerte. Esto lo siente el hablante y se duele al reconocer que aún no está totalmente liberado de la carne, y se estremece por lo que cada día absorbe su mirada, por las asechanzas que su corazón tiene que combatir mientras camina temporeramente sobre la tierra: “Estoy clamando a Dios como un Job que roza la blasfemia…”, dice el poema “En el lugar de los hechos” (29). Se trata pues de afincar los valores espirituales para buscar la intimidad perdida, la fe que trace el camino hacia el rostro de Jesús. El estilo de vida cotidiana y la crisis de valores, la insatisfacción y búsqueda del bienestar personal a cualquier precio, han socavado incluso aquellas normas de conducta que contenían para el poeta un sentido más humano de la vida. Le duele no poder transformar la desoladora carga de la vida moderna en una poesía que apuesta por la autenticidad de la vida a través de la palabra redentora: “El paraíso tomará sosegada posición en vosotros / si saben cómo esquivar al talón que enseña la muerte”, subraya el final del poema “Testamento tercero”, 31). No es fácil, como propone el hablante poético, “esquivar al talón que enseña la muerte”. Es decir, romper el marco que contagia la vida con los afanes del mundo, romper con las fuerzas que atan al corazón a las ambiciones de un futuro ilusorio, sin advertir que todo pasa y se desvanece como tan sabiamente nos advirtió don Jorge Manrique en la serena reflexión: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir…” de sus famosas Coplas. Por eso siempre la pregunta estará ahí presente ante nuestros ojos. La pregunta que marca la huella de nuestra individualidad humana, nuestra relación con Dios y con el prójimo, nuestro concepto de la vida, nuestra trágica indiferencia, nuestro pobre vínculo con lo sagrado, o lo que nos aferra o separa del mundo. El poeta Pérez Alencart, con palabras tan válidas para todas las épocas, pone en perspectiva las condiciones de un vivir fuera del objetivo divino. Para algunos fructífero, pero en el fondo lleno de amarguras. Por ello nombrará desde su común experiencia aquella realidad que une a quienes vuelven el rostro hacia la verdadera luz que vivifica el espíritu borrando todo desaliento: “El cuerpo vive a diario, pues memorable es su muerte / y toda piedra de entrada acoge su sobra latente; / y todo corazón tiene noticia de la herida del hombre / que, de nuevo, aparece ungido con aromáticos aceites” (39). Ese reaparecer del hombre ungido que nombra el poema vendrá dotado de un nuevo espíritu para hacer del amor la luz que ilumine la mente y los corazones. Estos son los motivos que en reiterada secuencia definen los temas de esta poesía y los valores espirituales que desafían el materialismo de las culturas modernas:

Cual pájaro apresado

¡Apresado estás, impedido de nuevas visitaciones
hacia otros vergeles de gestantes encantamientos!
¡Te someten, pero no pierdes tus primarios reflejos
y vuelas en los sueños al mantener vivos los deseos
que la necesidad impulsa con verosímil solicitud!
¿Qué canto o instantáneo gorjeo rige en el recinto
oscuro donde siguen pidiéndote requerida viveza?
¿Qué latir, qué respirar, qué suave alegato recibes
mientras escancias las temperaturas de tu presidio?
En medio de tu pecho una flor va ensanchándose
como una promesa del campo repleta de amapolas,
encendiendo la atmósfera de tibiezas y caprichos,
de vigilias continuas para vislumbrar lo que devora.
¿El porvenir te ha vendado la cabeza o ha utilizado
contra ti su infatigable ventosa? ¿Acaso ha sabido
resucitarte como a Lázaro, a la luz de relámpagos?
Porque deslumbrantes son tus giros y resistencias,
aumenta la sensación de sostenidos despojamientos
en pos del aroma de los campos recién labrados,
del rumoroso amanecer en la intemperie más fértil.
¿Cómo romperás el aro que impide abrir la puerta? (41)

Se reacciona, en el poema, ante una realidad que quiere retener el alma como la imagen de un pájaro apresado, y se hace referencia a ese cántico invisible que resiste el desdén del mundo. Por eso la actitud del hablante estará traspasada por un sentimiento de solidaridad humana y del amor que contagia el espíritu. La palabra será una forma de reconciliar la vida con lo eterno, una vía de fe y de esperanza: “Señor, cada palabra tuya es una alianza / con la humildad que extingue la hambruna del alma / y hace germinar semillas que quedaron secas” (“Larga vida a los profetas”, 43). Se evoca a los profetas en la figura de Amós, el humilde pastor de la ciudad de Técoa cuyo mensaje poderoso condenaba las injusticias y el marcado ritualismo de su época. Situaciones de un pasado bíblico que nos recuerda que sería oportuno ver hoy a alguien como Amós predicando en las plazas y mercados modernos. En el fondo, estos textos reflejan la evocación de esos instantes en que el hablante poético se siente dominado por ansias de justicia espiritual, y de un lenguaje que busca acercarnos no sólo a la experiencia mística del hablante, sino también a la luz que resplandece el alma. No son poemas para exaltar lo que perece, ni para garantizar el prestigio que la vanidad hace relucir reclamando el éxito pasajero. Todo eso importa poco, porque la poesía se abre pasos por caminos más luminosos. Ya desde el primer poema, “Proclama del heraldo”, lo advertíamos: “Vívase memorando el Amor que envuelve al cielo…”. En otras palabras, vivir por el amor que ilumina el espíritu en la revelación misma de la gracia. Sólo así podremos distinguir las tinieblas de la luz. Pero habrá que insistir en que esta revelación se dará a través de la palabra divina para que podamos enriquecernos espiritualmente. Y para que podamos entonces espiritualmente abrir el corazón a lo que dice el poeta: “Serán palabras para el diario fulgor, como anclas / fundidas con sangre de vida” (47). Habrá que entregarse a la voluntad espiritual que rectifica en la palabra la única señal posible para alcanzar la gracia divina. Y la voz que nos recuerda otra vez la apremiante realidad: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas…” (Juan 8:12). Y esta es la intención humana que domina la escritura de Pérez Alencart, una escritura en continua correspondencia con lo sagrado. Una manera subjetiva, un reflejo de lo que siente el alma adelantando el paisaje espiritual en el que se mueve la existencia del poeta. Esta necesidad poética, esta visión espiritual es la que ofrece a los lectores y las lectoras de esta poesía la confianza en una mayor riqueza, y horizontes de un mayor esplendor espiritual. Esta pasión es la que sostiene el eje central y la consoladora verdad que alienta Barro del paraíso.

Se viaja en el espíritu que va depositando el justo signo de la esperanza eterna para que lo esencial de la vida vaya tomando forma.

Se nombra siempre desde una concepción espiritual de las Escrituras. Poseído del júbilo y la claridad espiritual de la palabra que supone una búsqueda mayor de las verdades del alma, Pérez Alencart ha seguido ahondando en el tema del amor, la espiritualidad y la solidaridad humana a través de la fe que adorna la vida vivida en comunión con el Creador. Esta ha sido la actitud vigilante del poeta, su modo de mirar el horizonte que otorga una mayor recompensa a quienes no han perdido la esperanza: plenitud de lo luminoso y del secreto vuelo que penetra el corazón transportándolo a regiones nunca vistas ni soñadas. Se viaja en el espíritu que va depositando el justo signo de la esperanza eterna para que lo esencial de la vida vaya tomando forma, y así dejar atrás al viejo hombre y poder avizorar la plenitud divina. Así lo expresará en el siguiente poema:

Búsqueda del lugar

Búscale vuelo a tu vida, aléjala de los buitres del entierro
y ponla a despertar como si volviera a comenzar el mundo
con ese trote vitalicio que ronda por la fuente legendaria
como abriéndole compuertas a tu corazón.
Y que Dios cuide del tropiezo tus propios movimientos,
dándote pulso de claridad junto al amor reconocible,
tinaja al rojo vivo ganando la partida a la molienda
final de los que van a la deriva.
Búscale el revés a la voracidad que empreña los días actuales,
negocio inútil de dientes fríos viajando hacia la tormenta,
caldera sin ninguna migaja o precio del rescate o promesa
que despliegue sus telones.
Y que Dios se deslice por las nervaduras de tu escalofrío
para que no haya deserción ni inútiles batallas sin señal
o reverbero de la topografía del alma, soplo que sostiene
el mandamiento de la sobrevivencia.
Búscale tierra prometida a tus pies indefensos atravesando
el laberinto de los símbolos indescifrables, absueltos ya
de la mordedura del verdugo envuelto en abalorios
que ahora zozobra en torno tuyo.
Y que Dios avive las lámparas para que admires el fruto
sin que se caiga de las manos y siga girando
adentro del silencio, dorado y azul cuando fue sembrado
llenando la copa de tu existencia.
Búscale un hilo de sol a tu vida, recoge el mellizo flamear
de la luz del arca y ya no te cubrirás con banderas negras
sobre el suelo de la ciudad donde naciste de nuevo.
(53)

Aquí estamos ya en la búsqueda de aquellas sabias fórmulas que convidaban al nuevo nacimiento, no de la carne sino del espíritu. Ese espíritu que hallamos ahora en actitud vigilante para comprender que “cada cual debe despojarse de disfraces y atavíos”, como dispone el verso del poema “El defensor” (57). Y para que la inquietud interior en relación con el Amado muestre el camino de aquella primera visión conocida en la niñez: “Desde el comienzo tuve certeza de quien lavaba mis pies / en una vasija llena de lágrimas, ecos y visiones, / guardián sin relevo de la magna revelación…” (57). Otra vez, la revelación se aferrará a la gracia que identifica al Amado Galileo (como lo ha llamado el poeta en muchas ocasiones) para quienes buscan la esencia divina. O el misterio que dejará ya de serlo una vez el espíritu adquiera el conocimiento de la palabra que penetra la vida, la que se vive en amor y absoluta entrega, la que se vive dispuesta y motivada por la gracia y el servicio del espíritu. Esto lo abordará el poeta exponiendo el materialismo que socava el conocimiento de la fe: “He puesto a secar lagrimeadas leyes desacostumbradas al éxodo de hoy. / He limpiado la grasa de palabras que ya no expresaban sentimientos (…). He leído a fondo el Mensaje, mientras otros pasaban página (…). He vuelto a orar con gran temperatura, hasta traer a Dios a mi regazo” (65). Y lo dirá el poeta otra vez desde el centro mismo de la palabra que acusa el deterioro espiritual de los que corren tras vanos intereses:

La vida está llena de traiciones
y el cuerpo se quema bajo el carbón azul del raciocinio.
Pero ¿dónde se cobija la vida y dónde los huesos calcinados?
La única brújula es el Amor enhebrado
al misterio de la amistad, a la comunión del sentimiento,
a las despiertas pupilas de un linaje que nos consagra
a buscar certezas en la inolvidable cruz del calvario.
(…)

(“Salmo del bienaventurado”, 67)

El alma del poeta ha aprendido a rechazar la lógica del mundo moderno expresando su fe no como dubitativa esperanza sino como firme convicción del espíritu.

El poema “Barro del paraíso” (71), que nombra también el conjunto de estos textos, nos sumerge en experiencias místicas y sentimientos que enfatizan la relación íntima y profunda del hablante con Dios. Se trata de la reflexión del yo frente a la percepción del paisaje espiritual que revela las tensiones del alma en ansias de lo eterno que las apariencias del mundo querrán destituir con razones extrañas. Sin embargo, el alma del poeta ha aprendido a rechazar la lógica del mundo moderno expresando su fe no como dubitativa esperanza sino como firme convicción del espíritu. En el fondo, esta es la idea apremiante que domina al poeta para crear una poesía que encuentra en los Evangelios la riqueza más deseada:

Barro del Paraíso

La sangre no arrepentida busca feudos ajenos,
faros para desertar del cordón umbilical, pira de huesos
quemándose más allá del muro que quedará sellado
con un torrente de lacre la amarilla madrugada
de las invocaciones y glaciales despedidas.
¿Quieres saber de mi desnudez con sabor a entrega?
Tiembla por aquí la suprema fuerza de los ruegos.
Retumba a lo lejos la metamorfosis de una tempestad
que desbautiza
para que la espalda cargue sacos con tierra de castigo
o siglos de piedra y lenguajes laberínticos de Babel.
Reúno el barro de mi nacimiento para no enloquecer
ni aderezar el jardín con sortilegios cuya combustión
me destete bajo la atenta pupila de esta hora de justicia.
Fuera de los milagros uno siempre está a oscuras,
ocultando inmundas llagas, chocando con árboles
desgajados, gritando al tramposo espejo de los sueños.
Yo no juego a perder el camino cual hijo pródigo,
pero el soplo del deseo es huracán adherido al barro
que me tocó del paraíso, resucitando tras cada muerte
de mi carne sobre carne compañera, abrogando tiempos,
disponiendo que el sentir no se aparte del asombro.
¿Quién soy con esta sangre caliente que puede vencerme?
¿Quién me habla dentro de las durísimas leyes?
¿Quién será mi sombra si hay otra hirviente travesía?
¿Quién ganará la partida cuando el sol esté al revés?
Sigo con preguntas antiguas para este hoy menos vacío,
absuelto de tantos exilios por el Dios que me es bastante.
Pero ya no he vuelto a probar frutos que amargarían mi boca,
abriendo nuevo calvario en el pecho del Maestro
que conmigo va dondequiera que voy.
(71)

Hemos observado que ese particular modo de sentir la palabra divina fija en el corazón la luz no perecedera. Un camino que todavía nos permite avanzar hacia la misericordia para que la invisibilidad de lo que creíamos ilusorio resplandezca por la gracia de aquel que vive sin mancha de pecado. Este es el máximo deseo que permite al poeta reiterar una y otra vez la palabra de misericordia frente al futuro esperanzador de la redención del hombre y la mujer. Esta pasión produce la afanosa búsqueda del misterio que se hace realidad en aquella voz del calvario llamando aún a las puertas como nos recuerdan los versos fervorosos de Lope: “¡Cuántas veces el ángel me decía: / ‘Alma, asómate agora a la ventana, / verás con cuánto amor llamar porfía’!”. Y ahora, con similar sentimiento leemos en Barro del paraíso: “Nada más deseo / que la íntima llamarada flameando dentro de mí / junto al cuerpo que sangra por todos” (87). Esta es la razón que cifra el cántico fervoroso, el susurro del alma que ha superado sus dolores vencida ya la obstinada angustia de la carne. Y, desengañada de los requerimientos del mundo, nos permite reiterar aquí con similar hondura las palabras del poeta: “…Somos carne frágil en un abismo ciego / donde los evangelios ofrecen luz y esperanza” (67).

Barro del paraíso configura un pensamiento cristiano que pone en perspectiva no sólo la realidad circunstancial del diario vivir, sino una de tono más profundo, una que conviene tener en cuenta para que podamos transformar la mente y el espíritu. Por eso, no debemos demorarnos en lo que nos conviene, lo que no podemos ignorar, lo que toca hondo la existencia como aquellos versos del inmortal Manrique, versos ahora tan cercanos al corazón: “Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar”.

David Cortés Cabán
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