
Escribir sobre la poesía de Alberto Hernández es una tarea honrosa y satisfactoria porque lo leemos con frecuencia y lo admiramos sin ninguna vacilación. Pero es muy difícil escribir de un poeta cuya lectura basta y sobra, porque el lector lo que desea es pasar de una vez a las páginas donde las palabras escogidas lo esperan.
El asunto es el siguiente: la poesía de Alberto, como toda poesía, desata una acción que involucra la inmediata participación del corazón, de los sentimientos y del mecanismo existencial. Y si sucede todo eso con sólo abrir el libro y leer los poemas, ¿para qué hacerle una presentación? Respondo ahora mismo: para involucrarse en la belleza y en el espíritu de un poeta, para representar a los lectores y decirle que aquí estamos leyendo lo que su espíritu afina.
Nunca es inútil constatar la vitalidad y pertinencia de unos poemas que al ser de Alberto Hernández tienen un ritmo y un tono que sus lectores ya conocemos y siempre buscamos con cariño de familia. Esta vez, los poemas vienen marcados por un tema de inspiración completamente ligado al libro, a las bibliotecas, a la poesía y a la grandeza: la ceguera. La ceguera y el libro marchan juntos desde que Homero tuvo la gentileza de existir y esa suerte prosiguió al formarse por un aluvión poético y misterioso el fenómeno llamado Jorge Luis Borges.
Miguel Otero Silva me encargó en una ocasión que llamara a Jorge Luis Borges y lo saludara de su parte. Me recomendaba leerle algo de Caracas si Borges se interesaba en algún tema. Lo llamé una tarde y tuve poca suerte. Perdí el tiempo preguntando la misma tontería que cualquiera le preguntaba: ¿es usted completamente ciego? Y él respondió igual que siempre: “Sólo veo el amarillo”.
Después leí que su ceguera era más honrosa y significativa:
El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor. Sé que fueron valientes.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia Brockhaus. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro.
Alberto Hernández ha escrito poco a poco, en el centro mismo de una soledad, estos poemas que son como un homenaje a Borges y a todos esos grandes ciegos que nos han abierto los ojos del espíritu.
Este poemario de Alberto tiene la belleza y el valor suficientes para estar ahí, en el inagotable tesoro que han dejado los ciegos inmortales.
En este libro, Los poemas ciegos: borgeanas, Alberto Hernández rinde a Borges el homenaje que todos los días repetimos y desarrollamos in mente y que muchas veces conversamos, pero no materializamos. Porque Jorge Luis Borges es como un Virgilio que nos guía siempre, no sólo con su sabiduría y su erudición, sino muy enfáticamente con su modo de mirar la vida, de otorgarle valores sólidos a lo invisible, a lo intangible, a la imaginación.
Decir ceguera es llamar a Borges, es invocar al libro y anunciar la poesía. También es agradecer la existencia de un poeta nuestro: Alberto Hernández.
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