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Patáforas que nos piensan
Algunas líneas contingentes sobre Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste, de Miguel Antonio Guevara

viernes 6 de noviembre de 2020
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“Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste”, de Miguel Antonio Guevara
Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste, de Miguel Antonio Guevara (LP5 Editora, 2020). Disponible en Amazon

Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste
Miguel Antonio Guevara
Novela
LP5 Editora
Fox Island, Washington (Estados Unidos), 2020
281 páginas

Pondré alpiste en las ventanas
y aguardaré el pico duro de tu boca
tu mirada de pájaro.
Temblando.
Gioconda Belli
País de la ausencia
extraño país.
Gabriela Mistral

I. Esto no es un cubo de Rubik
Amago y tiro la piedra, muestro las manos

Si Borges hubiese escrito una novela, una al menos, creo que sería parecida a Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste. No tanto por la naturaleza de las historias que en ella se ramifican, que dicho de una vez son los grandes temas del desvelo occidental, sino por las formas que adopta Miguel Antonio Guevara para presentarnos su estilo narrativo: fragmentario (siempre); circular y cíclico (a ratos); laberíntico (a discreción). Pues, la poética con la que el narrador venezolano se adentra en los dominios de la prosa se sabe, a un mismo tiempo, invento y herencia de una copiosa tradición ficcional latinoamericana.

Siendo todavía más arbitrario diré, en lo particular, que Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste se entronca desde lo temático o atmósfera argumental, es decir, desde la intencionalidad de pensarnos como país, abreva —decía— quizá de las vertientes surcadas por Miguel Otero Silva en Casas muertas, Adriano González León en País portátil y Manuel Díaz Rodríguez en Ídolos rotos, o definitivamente con mayor justeza: su genealogía alberga aquel principio de incertidumbre de un José Ignacio Cabrujas en el País del disimulo; y en lo general, además de Borges y sus totémicas ficciones, también aquí están el juego y el ritmo de Cortázar, el de Rayuela y “El perseguidor”, o un Onetti que fuma y escribe, que fuma dije y escribe como entrecortándose porque tiene que ahumar sus branquias, e incluso, hallo aquí: la energía cinética de un Roberto Bolaño con sus Detectives Salvajes, yéndose, siempre yéndose…

Ahora bien, de la alevosía y temeridad de mis aseveraciones es lo que —aguas abajo— pretendo desocultar. No sé si podré abrirles la jaula a los pájaros. Yo tampoco nunca armé un cubo de Rubik. En cambio, sí que me he visto formando parte de postales de algunos apocalipsis, y de esto pero hasta el cuello —les digo. Y he remontado, como estos personajes construidos por la cantera de piedra caliza de Miguel Antonio Guevara, de todas las maneras posibles: las atrocidades y pequeñas victorias de un tiempo en disolución, indigente.

Leí Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste con gratitud y desvelo. Me resultó inevitable desalarme de mí mismo frente al vocerío que se columpia de ese poderoso árbol, donde Borges es el tronco; de las ramas, floraciones y frutos colgantes intentaré —en adelante­— señalar bifurcaciones y continuidades, sístoles y diástoles de una misma pulsión narrativa, es decir, las marcas, indicios, rastros y pesquisas colegidas entre la anotación ficcional de Miguel Antonio Guevara, que es una monstruosa anatomía intervenida por el sueño y la embriaguez del habla.

 

II. La parte transparente:
el tono, la imagen y el bestiario de voces

¿Qué predios narrativos quedan si se conviene que la épica ha muerto? La respuesta está tácita, pero contundentemente dada en la ficción que circula a partir de la segunda mitad del siglo 20. Perdón por lo arbitrario del recorte temporal, y sin embargo, válido para acreditar que lo que resta, muertas las grandes epopeyas, es: la historia de los estilos o, a lo sumo, la historia menor, orillera, siempre itinerante de los derrotados, rufianes, marginales; dicho de otro modo, la historia mágica y terrible de muchísimas generaciones de los apartados en el tercer mundo. De estas dos ubres mama la ficción moderna. Aparece, no obstante, en sus condiciones de producción, circulación y recepción, una inusitada tensión entre ambos restos: por un lado, lo que Juan José Saer llamó “la nostalgia de una historia que fuera formas puras” (estilo); y por otro, la historia de las periferias que es la ausencia, degradación o indigencia de la épica, o cierta manera de entender la épica, que muere con El Quijote, según ha apuntado el novelista argentino aludido.

Miguel Antonio Guevara se hace del quiebre existencial de Crisanto Mederos, el protagonista de una historia envasada dentro de otra.

Hija predilecta y bastarda de esa puja digo, entonces, que es la novela Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste, de Miguel Antonio Guevara (bajo el sello de LP5 Editora, 2020), pues es el suyo un dispositivo narratológico, experimental y lúdico que consigue emplazar ante los lectores un organismo biotextual donde se cuenta la historia de Crisanto Mederos, que es a su vez: una descarnada reflexión que busca arquear aún más los dinteles del estilo moderno de contar historias, arquearlos hasta partir dichas estructuras, astillarlas, y observar ahí, en el haz de esas leñas, el todo por los fragmentos, el vitral por la refracción de su luz, el tiempo suspendido en cada grano que —en el reloj de arena— sin gloria cae.

Para ello, Miguel Antonio Guevara se hace del quiebre existencial de Crisanto Mederos, el protagonista de una historia envasada dentro de otra: el eterno retorno a las coyunturas de un país. Un migrante de clase media venezolano que huye a “El otro lado”, para trabajar, ahorrar dinero y ensayar después el gran brinco hacia Malta, una inescuchada ciudad europea, donde —mal presume Crisanto— lo espera Valeria (su novia). Pero nada de esto sucede. Aquí no hay épica; es C. Mederos uno entre los centenares de generaciones aplastadas por la bota que responde al norte global. Lo que sí hay es una entusiasta y esclarecida arqueología del estilo al tiempo de narrar, es decir, es esta una novela hecha de “formas puras”, con la que J. J. Saer dejaría de sentir nostalgia.

Primero, entonces, es preciso mensurar la dimensión de esta historia que es, densamente contada, el pastizal arrasado de Latinoamérica. Crisanto Mederos bien puede ser uno de aquellos jóvenes olvidados a los que aludiera Bolaño en su Discurso de Caracas, y cuyos huesos están sembrados por todo este continente. Y es que “El otro lado”, un no-lugar, el primer escalón de la rayuela dibujada por Crisanto, es síntoma de ese País del disimulo que tan necesariamente nos enrostrara el maestro Cabrujas, un país portátil, uno donde hace rato todos sus ídolos están postrados y rotos: petróleo, misses, rentismo, economía portuaria, centro y periferia, el: está barato deme dos…

Siendo así, resulta inevitable no disputarle territorio a Crisanto Mederos, a ese que migra por razones de amor, pero que va moviéndose como un juez aturdido que decide un conflicto humano, cayéndole a palo a todo el mundo, pero sobre todo a esa mitad del mundo que históricamente está apaleada, empalada. Porque convengamos que las migraciones no siempre son equiparables: depende de contextos sociológicos y geopolíticos muy específicos como para caer en el despropósito de revictimizar a las masas en movimiento.

Pregunten si tengo patria. Tal pareciera ser la constante que signa el revoloteo de Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste. Esa pajarera se piensa a sí misma en la jaula-testa de Crisanto Mederos, se piensa, hasta el hartazgo se escudriña, rumia como una vaca amarrada al tronco que la verá morir. Es el joven Mederos una mezcla de infrarrealista rabioso ya no únicamente con la angustia existencial de un Horacio Oliveira, sino también con la sabiduría conquistada de Morelli, que en la novela resulta inevitable no conectar esa tutela cognitiva-experiencial en la construcción que realiza Miguel Antonio Guevara, de Saturia Méndez; suerte también de Cesárea Tinajero, injertada aquí bajo las solapas del escindimiento, la contradicción y el salvataje de los vastos temas humanos.

La respuesta a aquella pregunta por la patria, si se tiene o no, en Crisanto, en el Crisanto que migra a “El otro lado”, se me ocurre esta, diría ese Crisanto: la verdad, eso de la patria no es más que un invento jodidamente burgués; los únicos que en definitiva sí lograron hacer una revolución. Porque el proletariado todavía no. No ha podido ni podrá mientras siga levantando los estandartes que no le pertenecen, entre ellos la noción de patria. Eso nos tiene jodidos, muchachos, prendidos en fuego, pero jodidos. A ese concepto de patria ha de transcenderle uno más embardunado de sudores, enfermedades y ausencias de un mismo y múltiple continente o polo espoliado: el sur global que también existe.

Esa sería su respuesta. Se observa, de este modo, que Crisanto Mederos, en su huida fatal, habla no en términos de verdad, sino de convicciones. Y esto es así porque el tono que consigue inscribir M. A. Guevara, es decir, sus registros por boca del protagonista, es una voz hecha trizas, reventada a pedazos por la duda, la angustia, la inestabilidad del adentro muy adentro, donde sólo puede haber, según Derrida: silencio y/o paradoja.

El origen y la travesía de esta historia, esto es: la cara del cubo de Rubik que es transparente, tiene como narración un irse, correrse de lugar hacia un no-lugar. Se va de lo concreto a un algo abstracto que termina revelándosele a Crisanto como artificio, máscara, un hilo ensangrentado que incinera la misma Ariadna para evitar el advenimiento del “héroe”. De allí la imposibilidad de Crisanto de salirse del laberinto, puesto que tal dispositivo es jaula, pájaros y alpiste que carga consigo por más que huya, empujando la piedrita sobre la rayuela que borró quién sabe qué aguacero y que insiste brincar de memoria.

Es la de Crisanto, quizá, una historia de lo políticamente incorrecto, mas relatada bajo formas, proposiciones y razonamientos políticamente correctos; de tal ambivalencia nace el poder de la imagen, en tanto tensión. De tal suerte que Crisanto es un poeta, uno que no está en el canon ni quiere estarlo, porque bien conoce las miserias que tumorizan a la literatura, cuando se asume como el peor de los oficios. Un tipo valiente y hermoso, lector voraz, sujeto y objeto de inacabables litigios, alguien que no se traiciona, pero que a cada paso deja de reconocerse a sí mismo. Crisanto Mederos sabe que su final está escrito en esas dos palabras que alevosamente lo nombran.

Miguel Antonio Guevara hace que el lector de su novela asista, entre líneas y por gracia y sacrificio de Crisanto Mederos, a la anulación del yo, afirmándolo.

Así construido, el protagonista de Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste es un bestiario de voces. En él todas las aguas se arremolinan, los vientos de las cuatro esquinas del universo crujen, cielo y nubes acunan el color insoportable de la candela. Un ingente vocerío hasta su garganta migra y él, Crisanto, al llegar la noche, lo desanuda. Entonces, todo es ficción. A lo sumo, lo real es una categoría altamente arbitraria y bastante falseable. Una gruesa falacia que, contada de tal o cual forma, resulta subrepticiamente en un tratado continental de la justificación del yo y de su correlato colectivo. Hay un imaginario colectivo en el yo: uno que avanza demoliendo la parte por el todo. De lo concreto a lo abstracto es el trayecto de su errancia. He aquí, echado sobre los hombros del joven Mederos, la conciencia dislocada, desencajada, abdicada del ser posmoderno.

La batalla del porvenir y definitiva es contra el YO, que es siempre OTRO, muchedumbre hacia dentro, aunque tantos lo ignoren. Es así como Miguel Antonio Guevara hace que el lector de su novela asista, entre líneas y por gracia y sacrificio de Crisanto Mederos, a la anulación del yo, afirmándolo. Este es el lugar de su enunciación; la voz, el tono. Un ritmo discursivo que conquista todos los divertimentos hasta hacerse imagen poética: luminosamente esculpida en el trasunto de una migración.

 

III. La parte opaca:
el dispositivo y su montaje biotextual

¿Cómo está contada esta historia? De forma fragmentaria, no lineal. Ahora bien, dicho así, resulta una obviedad asomada desde las primeras páginas. Pero, ¿es posible entonces tasajear su anatomía textual y examinar las vísceras del relato más allá de lo contado? He aquí que se destornillan sus posibles andamios… En primer orden, apunto que la voz que simula dominar la narración aparece en tercera persona, pero es tal registro como una mamushka que tras cada línea se desmonta a sí misma y hace emerger otros registros inesperados como posibles; y por otra banda, es una enciclopédica manera de reflexionar en torno a la libertad, el origen ficcional y funcional de la patria, el destino, la absurdidad de la existencia como emplazamiento último del ser. Un relato sobre metabiografía literaria que recuerda los horizontes mirados y perseguidos por Macedonio Fernández, Bolaño o Vila Matas, por ejemplo, y mucho antes por Unamuno.

Insisto: Miguel Antonio Guevara toma como excusa un hecho coyuntural de nuestra contemporaneidad para hablar de categorías mucho más profundas que ese circunstancial, e introduce entonces discursos que orbitan los dominios filosóficos, metafísicos, existencialistas… En sus páginas, bien se trate de sueños o “lo real”, la ficción que se construye contiene a un ser que yace roto; despedazado, vuelto añicos por una maquinaria experimental de formatos de narrar, cuyas articulaciones producen un sonido, tempo, swing, ritmo o tono, que estoy seguro maravillaría —se me ocurre— a los futuristas italianos. Se advierte en Crisanto Mederos eso que Olga de Sá llamó “cuestionamiento ontológico”, refiriéndose al estilo de narrar de la laberíntica y oceánica Clarice Lispector.

Hay sin duda un sólido dominio de las voces narrativas. Es Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste un libro obsesivamente muy bien armado, a veces patético, despiadado, y siempre rebosado de mordacidad, pues no se le concede respiro al lector. Un humor fatalista exudan las reflexiones de Crisanto Mederos, quien habla siendo uno y múltiple, porque cuando las voces cambian de registro, a pesar de ello, no se deja de tener la sensación de que es la voz de Mederos la que todo lo envuelve, nombra y crea las zonas de sentido. Todos los personajes son él, Crisanto. Es su condición esquizoide la que lo revienta, y entonces hay que recomenzar, girar de nuevo la manija, juntar por colores la dispersión del cubo de Rubik que somos.

Hermosos diálogos los de Saturia-Crisanto. Llenos de poesía, elucubraciones y más poesía. Por ejemplo: no narra, reflexiona. Configura así un estilo —dice Mederos. De suerte que en esta segunda parte de la novela, denominada “Postales del apocalipsis”, que es según entiendo el corazón de la cebolla narratológica, o esa cara del cubo de Rubik en la que el narrador reflexiona bajo el aura de la patafísica, convirtiendo al protagonista en objeto de estudio literario. Surge de este modo eso que la crítica especializada llama metaliteratura, pero desocultando en cada introspección qué es eso que rodea lo que está más allá de los entes.

Inmensamente lúdico, Miguel Antonio Guevara, por boca de Crisanto Mederos, consigue interpelar nuestras máscaras. Son Los pájaros… la patáfora inesperada y terrible que se dispone para flagelar la piel y las carnes del falso imago. Y es que, sin miedo a mostrar sus andamios, vigas y travesaños, incluso sus adoquines y zócalos, este libro es un hueso del alma que se pone en la boca del lector para roer y roer y roer.

Ella es, Saturia, el ente narrativo mágico, y más que mágico, espiritual. La que da orden al bullicio de los pájaros.

Diré más y, con deliberada arbitrariedad, diré que esta novela, que la historia que cuenta esta novela, si se le sustrajera la totémica introspección que despliega de principio a fin, sería entonces la nada o casi la nada. Un coyuntural banquete para el olvido. Pero, por sabia fortuna, Miguel Antonio Guevara nos ofrece muchísimo más que un circunstancial doméstico de cosas y pone definitivos acentos en dominios de la literatura y sus dobles: lo biotextual.

En otras palabras, este dispositivo —que es Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste— alcanza un montaje de tal envergadura experiencial y experimental, que la noción categórica de biotextualidad implica que la unicidad de sentido posee vida en sí misma, el texto se sostiene más allá de la historia que narra, precisamente es el suyo un tejido de formas puras que narra su hechura. He aquí, entonces, la solución imaginaria a todas las problemáticas existenciales: el tiempo, la muerte, el amor, la disciplina como vástago del poder… Una apelación directa a esa ciencia que regula el campo de las excepciones, en la que Saturia Méndez, se me antoja así, funciona como el gran catalizador a la manera de Morelli, Melquíades o Cesárea Tinajero. Ella es, Saturia, el ente narrativo mágico, y más que mágico, espiritual. La que da orden al bullicio de los pájaros, la que ahí donde hay agitación de alas, da calma y levita, la que astilla los barrotes de la jaula, astillándose ella a su vez en mil palabras.

 

IV. La parte que es un pliegue en el cubo de Rubik:
el estilo como maquinaria para deshuesar angustias

Más narración. Más introspección. Esta es la parte donde el cuerpo del libro: es un baúl lleno de gentes. Un bestiario de los sueños. Muchos son los pájaros que revolotean alrededor de esa jaula que es la cabeza de Crisanto Mederos, y cuando algún rara avis se detiene sobre uno de sus hombros, el canto que dicta es cábala, paradoja o libromancia; nunca silencio. Entonces, lo que resulta es el apunte despiadado, el diarismo como aldaba última de un umbral en un territorio donde ha muerto la épica y sólo resta: cierto goteo de relatos que reivindican su lugar de periferia. En esta lógica también queda, según el avance que Crisanto M. despliega hacia el lector, el hallazgo de una victoria que por menor no es inválida; el desocultamiento de sus matices. Porque, qué es este protagonista si no un ser que se sabe estallando en mil pedazos a cada paso que da, pues no es la suya una vida monolítica, entronizada de certidumbres o la limpidez de un patio. Al contrario, hay mucho para desyerbar, y es que su mínima pero honesta victoria consiste en enrostrarnos el eterno contradictorio que somos los seres humanos, encajetados en un tiempo límite, de fracturas y pasajes.

Así, el estilo que esculpe Miguel Antonio Guevara es una máquina que deshuesa angustias. Colige una canción del rock argentino: “Cortar hasta el hueso…”, para informarnos que necesario es ir a fondo. Sacarnos el húmero y chuparle el tuétano a la existencia, ya sin asidero posible. Por eso, la puesta en marcha de un dispositivo textual, cuyo relato se levanta por medio de formas que nos hablan de su des/centralidad, opera aquí como un todo arbitrario, esto es, un índice que constela lo que en su origen yace per se hecho añicos: acaso la existencia misma, la de Mederos; la de una humanidad occidental puesta en una crisis definitiva, mas no declarada, o al menos, no dicha del todo.

Bisagra que traspone al lector de un lado y del otro, es esta parte de la novela, o un pliegue en el cubo de Rubik, a pesar de que se confiese nunca haber armado uno de estos endemoniados cubos. Pero lo que cuenta no es tanto su armado como ese terco movimiento que insiste y evidencia en cada maniobra el pliegue: que es transparencia (narración) y opacidad (introspección) del lenguaje. Mixtura que párrafo tras párrafo da cuenta de un estilo no conforme con ciertas anatomías ya conquistadas, sino que reclama experimentación, atrevimientos y mucho espantarse las moscas del plato escritural: son ejercicios narrativos, ha dicho el autor en alguna entrevista, apelando al concepto asumido y propuesto por el maestro José Balza.

Insisto: Nunca armé un cubo de Rubik es el pliegue narratológico que muestra sus engranajes como vientre eviscerado a manos de un cuchillero estratégico y, por consiguiente, harto temible. Pues confía en que el montaje dispuesto sea esa forma pura, o casi libre de trayecto unidireccional, que se sostiene más por el juego de sus estructuras que por la mera estampilla de lo contado. Ejemplo: es tal la hiperconcentración de voces, que esa retorcida galería busca adrede el extravío del lector. Territorio selvático es el estilo emplazado por Guevara, en el cual las líneas inauguran caminos que se yuxtaponen entre la húmeda vegetación que son sus imágenes. La única marca, entonces, para el rastrillaje posible: es confiar en el decurso que cae y se bifurca, que se contrae o centrifuga y más se bifurca, que se refracta y expande y sus bifurcaciones no parecieran tener fin. Y es que la voz que narra en tercera persona siempre es la que persiste aún cuando pareciera ceder el registro a otras voces. Es, si se quiere, una muy imperceptible voz ventrílocua.

 

La existencia de nuestro protagonista, sin dudas, comporta la experiencia vital de un flâneur que logra, en cada paso, sacar a la luz acontecimientos regulados por vía de las excepciones.

V. La parte Split:
el no-lugar que bordea lo infraleve

Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste amalgama cuatro capítulos, siendo cada uno desmontable y habilitando —tal vez al lector— a desplazar sus lecturas factibles. De manera que es una novela que acepta ser desembrada para asumir indeterminadas, nuevas y potenciales formas. Ornitorrinco de papel, rompecabezas de bordes ajustables por el avaro azar, trayecto impredecible de la gota sobre el cristal. Eso es la ligazón de palabras conseguida por Miguel Antonio Guevara, quien, dueño de una afinada preceptiva, deposita en Crisanto Mederos la virtud de comunicar desde otra maquinaria de imágenes en potencia: la patafísica.

(In)surgen así ciertas categorías que abren aguas respecto a la razón lógica, puesto que para asimilar los diversos registros narrativos, sobre todo la voz introspectiva, reflexiva hasta el hartazgo y muy efervescente de Crisanto Mederos, es preciso entonces echar mano de conceptos como el no-lugar, lo infraleve y el absurdo cotidiano. Porque la existencia de nuestro protagonista, sin dudas, comporta la experiencia vital de un flâneur que logra, en cada paso, sacar a la luz acontecimientos regulados por vía de las excepciones. Él, Crisanto, advierte lo que está volátilmente alrededor de las cosas, pero inscribe con sus palabras otro cierto orden de posibilidades. Nada ante sus ojos resulta natural ni real. El sentido siempre se está construyendo desde la arbitrariedad que implica todo lenguaje, en tanto dispositivo previo a la realidad. Crisanto lo sabe, y por eso: juega a desordenarlo todo. Morirá en su lid.

El no-lugar es, pues, ese estadio de abstracción casi absoluto al cual apela Crisanto. Los espacios concretos que el orden social impone le sientan como mínimo incómodos, no son para él. Náuseas incurables le acarrean las oficinas del burócrata, los despachos de profesiones liberales, el claustro de las academias, las sacristías, y así, todos aquellos territorios que naturalizan las relaciones de poder. Crisanto, de este modo, busca otras latitudes imaginables. Es su existencia una que abstraída presiente la eventualidad de los fenómenos que están ahí, arrojados, eyectados. Pero ocultos permanecen para las grandes masas que, veloces y tapiadas de ocupaciones, lo infraleve, de esta manera, les es vedado.

Hay en Crisanto una reivindicación del ocio, de la nocturnidad y de la pugna entre el sueño (siempre anotado) y sus correlatos de insomnio, vigilia o desvelo. A lo infraleve únicamente se accede corriéndose de lugar, absteniéndose de engranar en la violenta maquinaria del orden social, yéndose… Permitirse sólo estar en los predios no inventariados todavía por “la realidad”. Tirar los dados esperando siempre no abolir el azar, sino entronizarlo. En fin, hacerse de una sólida ética patafísica que permita tumbar los linderos de la razón. Es lo que Crisanto Mederos ensaya. Y cada lector se sentirá sin complacencia convocado a inaugurar otras visiones, otros olores, otros sonidos, otros sabores y palpaciones.

La cotidianeidad, el detalle de lo puesto ahí, como cosa natural, pero alevosamente siendo laborioso artificio, ello así funciona como disparador de lo infraleve (más en el sentido cortazariano que en el notificado por Marcel Duchamp) y de la ficción especulativa borgeana; incluso, de esas atmósferas del tercer mundo que tan bien supuran las páginas del realismo visceral. En suma, es este un libro para poseer como el más tormentoso de los fetiches. Es un banquete del lenguaje que nos desborda en sus enunciaciones. La poesía, por ejemplo, que atomiza esta escritura, línea tras línea, es agua de las tinajas, cuando es mediodía y cada boca envuelve un rescoldo ante tanto temblor.

El mundo de Crisanto Mederos ya es Tlön. Un mundo inestable donde los verosímiles construidos en la ficción modelan la realidad. El absurdo parece ser la única instancia segura: espejo anochecido donde meter la cabeza y vernos o no vernos. Este dilema es el origen de todo. Por eso, C. M. camina por ahí aturdido de saberse uno cuyas fronteras cartesianas yacen hace rato disueltas. Sólo queda el olvido o el silencio o la paradoja, y nuestro joven protagonista elige esta última instancia: el absurdo como modo cotidiano de no reventar y seguir aguantando la herida fundamental como si nada, como si los pájaros prisioneros eligieran seguir comiendo alpiste.

 

* * *

 

Nunca se debe dejar de jugar: el juego duro de la existencia, que es absurdo y belleza, silencio y paradoja, cuadrilátero o jaula.

VI. Perdón, esto sí es un cubo de Rubik
“Cero contra pulcero” o la dificultad de lo lúdico

Cuando vivimos la infancia: todo es juego, aún aquello que se nos impone con disciplina. 1: la edad de bruno. Y es que cada quien fue alquimista de tales transmutaciones lúdicas. 2: pataclos. Luego abandonamos ese estado de gracia y olvidamos —lo dijo Cortázar— cómo llegar al cielo. 3: al revés. En mi caso recuerdo haber jugado el fusilado, la taima, el escondite, por la víbora de la mar, el muñeco (rayuela), y claro, el más difícil de todos: cero contra pulcero, al punto que más de una vez me fui a dormir con algún triunfante raspón. 4: te salto de un salto. Lo cierto es que la cuestión lúdica, sea cual sea, comporta siempre la dificultad como elemento sine qua non. 5: de ti me afinco. Pero tal dificultad halla en la palabra su correlato de ensalme, cesantía, neutralidad, conjura o, al menos: de combate. 6: mi primer planchazo. Cada juego entraña una cierta tectónica de dificultad que sólo es viable graduarla en el canto, el fraseo o el estribillo de palabras. 7: con todo y machete. En este sentido, creo que con la literatura pasa lo mismo: su juego consiste en extraerle a la lengua su inusitada condición de extranjería, hacerla un rara avis que eclosione entre y a pesar de la misma manada. 8: el culo te lo remocho. Dicho de otro modo: es señorear pues en torno a un estilo. 9: nadie se mueve. De esa alquimia deviene la dificultad que es romper con los formatos que la tradición instala, estabiliza y lega. 10: la vieja Inés. Huir de ahí es buscar constante y osadamente otras estructuras admisibles. 11: coronita de bronce. Cavar hondo y demoler para volver a fundar basamentos sobre lo ya dicho. 12: la vieja cose con su carrete Nº 12. No obstante ello, si se pretende sobrevivir a la repetición temática de lo antes dicho, hay entonces que convocar una narratología que se apoye en andamios experimentales, que abiertamente se erija en los vértices inestables de la contemporaneidad, que apueste a articular un sistema sígnico asomado a tal punto en lo oscuro, que sus informes sean ante todo un juego luminoso. 13: la vieja crece. Miguel Antonio Guevara lo consigue con su novela Los pájaros prisioneros sólo comen alpiste, y un par de personajes que son —insisto— un gentío apiñándose entre el cuerpo: Crisanto y Saturia, múltiplos de toda una generación de jóvenes cuyas existencias en las periferias de la periferia, esto es: en los márgenes invisibilizados del tercer mundo latinoamericano, son vidas que tienen el vuelo rasante del ala frágil y valiente alrededor de tantos barrotes y su candela. Pero a los que hay que, decididamente, remontar de todas las maneras posibles. 14: la lluvia cae. Después de todo, pido perdón: porque esto, lo aquí escrito, sí es también un cubo de Rubik; ¿armado?, no… nunca he armado uno de estos artefactos lúdicos. Tan sólo he visto sus pliegues en cada giro, en cada cuadrito de color, en la manija que da acceso a otro orden (im)posible: el del apocalipsis y sus postales de ardentía, humo, mucho humo y escándalo. 15: con qué quieres que el diablo te trinche. Creo haber sido siempre —ahora lo sé bien— uno de esos pájaros que prisioneros sólo comen alpiste. Y sueño con fugaz, casitas alunizadas o lejanos universos, donde reinan el canto y la embriaguez. 16: todos a correr. Al igual que Crisanto, mañana confío al otro lado cruzar. 17: te corto con mi machete. Atravesar —dijera Bolaño— enfermedades y ausencias, puestos fronterizos. 18: caigo morocho. Volver a la infancia, y jugar. Nunca se debe dejar de jugar: el juego duro de la existencia, que es absurdo y belleza, silencio y paradoja, cuadrilátero o jaula, pico cuarteado y alpiste, un eterno correrse hacia el no-lugar, abrirse a lo infraleve, “cortar hasta el hueso”, demolerse e iniciar cualquier viaje, mas siempre procurando no retornar ileso… 19: el salto de supermán. Esto y más, pues el inventario puede hacerse monstruoso, es lo que al lector presenta Miguel Antonio Guevara con sus “pájaros”. 20: saludo al presidente. Una summa de patáforas que nos piensan, frente a las cuales yo doy las gracias, cerrando sus páginas y sintiéndome acompañado en la fractura expuesta que trae consigo cada día.

¡Remontemos con el juego, el salto y el canto!
He aquí, la poesía nos brinda todas las maneras posibles
1: la edad de bruno
2.
[…]

 

Postdata

Ya escucho aquellas risas, la pirueta: y todo, la infancia incluso, vuelve a mí.

Raday Ojeda

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