—¡Rodolfo!, ¿por qué te fuiste? —preguntó Evelyn, una llamativa mujer de francos y radiantes ojos pardos, que sostenía, coqueta, una copa de vino blanco.
—¿Conmigo? —respondió el hombre que se hallaba parado justo frente a la puerta que daba a la salida del lujoso penthouse del señor Scott, anfitrión de la velada.
—¡Sí!, contigo, mijito… ¿Acaso ves algún otro Rodolfo por acá?
—Disculpe, señorita, creo que está equivocada.
—¿Equivocada?, ¿equivocada yo? Equivocado estás tú si piensas que esta vez te vas a ir sin darme una explicación —dijo Evelyn en tono apacible y frío, con una sonrisa tan seductora como amenazante.
—Disculpe, pero la verdad no sé de qué me habla…
—Rodolfo, habrán pasado años, pero no me vengas con el cuento de que no sabes quién soy. ¡Por favor! ¿No me vas a decir nada? ¡Ah! Ya sé, ¿fue que te agarró el alemán?
—¿Perdón?… ¿De qué alemán me habla?
—¡Del Alzheimer, chico! —precisó con cara de aburrida—. ¿Es que no te sabes el chiste? —bebió vino sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Disculpe. La verdad, desconozco el chiste.
—Chico, pero si tú no eras así. Si eras tú quien te sabías todos los chistes, quien bromeaba con todo el mundo.
—Por eso le digo que está equivocada, desconozco sus chistes.
—Bueno… se trata de una viejita que… —de pronto reaccionó sacudiendo la cabeza— ¡¿Qué carrizos hago yo contándote un chiste?! Si lo que debería es armarte un zaperoco. O no —se interrumpió—, un zaperoco no. Pero por lo menos, aunque hayan pasado tantos años, pedirte una explicación —repuso Evelyn, viendo a los lados para verificar si alguien los observaba. Acercó su cara a la del hombre y con un aire sensual pero retador, le soltó:— ¿Tú crees que soy imbécil? ¿Que no te reconocí de inmediato? Habrán transcurrido veintipico de años desde la última vez que te vi, pero de que te reconocí, te reconocí —dijo con firmeza—. Tienes rato tratando de esconderte de mí. ¡De casualidad y no te metiste debajo de una las mesas!
—Señorita…
—¡Señorita nada! —le replicó—. ¡Nadie mejor que tú sabe que no soy ninguna señorita! Además —agregó—, ¿señorita a los cuarenta? Eso sería casi una maldición.
Ella dejó escapar una divertida y sexy carcajada. Él también sonrió.
—Vaya, hasta que sueltas una sonrisa… —le dijo Evelyn mirándole a la cara—. En serio, Rodolfo, dime, ¿por qué te fuiste? —preguntó en un tono dulce, sosegado—. No es que me haya estado muriendo… Bueno, al principio sí. Luego todo pasó, pero siempre me abrazó la duda, no supe nunca qué fue lo que ocurrió.
—Señora —dijo, para evitar ser corregido de nuevo—, insisto en que está en un error.
—¡Rodolfo Bustamante! —escucharon a sus espaldas y se voltearon a mirar.
Se trataba del mismísimo señor Scott.
—Ya veo que conociste a Evelyn. ¿Cómo la están pasando?
—Bien, muy bien —contestaron casi al mismo tiempo con sonrisa de utilería.
—Chico, termina de convencer a Evelyn para que se venga conmigo —dijo el viejo Scott a Rodolfo y, dirigiéndose a Evelyn, le sentenció —: ya caerás, más temprano que tarde, caerás, my dear.
Rodolfo y Evelyn mantenían sus sonrisas de actor en casting que le dedicaban a Scott.
—Bueno, sigan disfrutando —dijo el señor Scott a la vez que le daba dos palmetazos en el hombro a Rodolfo y se dirigía a otro grupo de personas, campaneando su whisky.
Evelyn miró a Rodolfo con irritación.
Rodolfo era uno de los abogados de confianza del señor Scott, un importante empresario de la construcción, el amo y señor de los centros comerciales Scott Center, que ya no sólo estaban en las principales ciudades del país sino también en Aruba, Panamá y ahora en Madrid. A Scott le gustaba tener entre sus filas a los profesionales más destacados en sus áreas, y Evelyn, en ese sentido, era una laureada publicista que ya había hecho unos cuantos trabajos exitosos para él mediante su agencia de publicidad. No era pues de extrañar que Scott quisiera contratarla con carácter de exclusividad, que estuviese empeñado en que fuese su empleada, pero Evelyn era una mujer de espíritu libre y la fama que poseía Scott de estricto esclavizador a cuenta de grandes sueldos no la terminaba de convencer.
—¿Entonces?, ¿sigo equivocada? —emplazó con ojos de gata.
—Evelyn, por favor…
—Sí, Evelyn. Evelyn, tu todo, tu Maga, como la de aquella novela de Cortázar, la única que quizá habrás leído en tu vida… Un año, Rodolfo, un año estuvimos de novios, un año estuviste pidiéndomela hasta que te la di. ¡Y ese mismo mes te fuiste para el coño! —farfulló y miró a los lados corroborando que nadie los estuviera mirando.
—Yo… eh… —balbuceó Rodolfo.
—Lo peor es que no entiendo el porqué. La estábamos pasando de un bien. Fue gracias a esos días que me di cuenta de todo lo que me había perdido, de todo lo que me estaba perdiendo por andar con esos tabúes estúpidos de la virginidad —y derramó una vibrante carcajada desde su pose de diva—. De verdad no entiendo, porque aquella última noche, la última vez que estuvimos juntos, ¿te acuerdas?, esa fue la mejor. No entiendo a qué le tuviste miedo. Es cierto que entre el arrojo y la pasión te arranqué un mechón de pelo, pero tampoco fue para tanto, ¿o sí? —sonrió como en una obra de teatro.
Luego se acercó. Juntó su cara aun más a la de Rodolfo y se le quedó viendo con detenimiento al cabello.
—Por cierto, chico —dijo Evelyn con ademanes curiosos—, ¿tú como que..? ¿Tú como que cargas una pelu..?
—¡Coño, sí! ¡Sí, chica! Sí, sí te recuerdo —gritó Rodolfo trepidando, con rostro ruin y apretado—. Y he querido enterrarte para siempre. Por tu culpa, hasta he tenido que ir a terapia.
—¿Por mi culpa? ¿Y qué demonios fue lo que yo te hice? El que huyó despavorido fuiste tú —acotó perpleja.
—Ese día se me empezó a caer el pelo.
—¿¡Qué!? —dijo Evelyn mientras oprimía los labios para reprimir la risa.
—¡Sí! Eso… comencé a perder el cabello a partir de ese día, de ese fatídico día.
—Pero, Rodolfo… tu genética no es mi culpa —replicó Evelyn con una sonrisa absurda y sarcástica.
—¿Cuál genética? En mi familia no hay calvos, en mi familia todos tienen pelo…
Hubo un silencio huraño entre los dos, que Evelyn con sensualidad y saña rompió:
—¿Por eso comenzaste a alejarte? Recuerdo que te acompañé a la barbería para que te emparejaran el corte y también recuerdo tu cara cuando el barbero dijo que lo mejor era pasarte la máquina…
Rodolfo se acercó a ella con el dedo índice levantado y espetó con ojos de dragón:
—Mira, por tu culpa he tenido años de tratamiento con psiquiatras para tratar de aceptar la alopecia que resultó tan grave que ni un maldito injerto capilar me he podido hacer. Lo intenté todo. Compré cuanto linimento me ofrecieron. Gasté una fortuna en Ervamatín, que resultó ser una gran estafa.
—Rodolfo, ¿fue por eso que tu humor desapareció? ¿Por eso un día dejaste de llamarme, de devolverme las llamadas, de buscarme? ¡¿Porque te quedaste calvo?! —escrutó incrédula, respirando hondo para no reír.
— ¡Sí! Porque tú desencadenaste todo esto! —su cara se iba volviendo cada vez más roja—. Tú y tu lujurioso descontrol… Claro, ¿cómo vas a tener idea de lo que sufrí? ¡Mírate! Si incluso estás más bella que antes —Evelyn sonrió voluptuosa—. En cambio yo… yo fui objeto de agravios, de improperios: “Cocoliso”, “Mum bolita”, “Calvin Klein”; esos fueron los sobrenombres que debí soportar… ¿Sabes a cuántas mujeres les gustan los hombres calvos? —Evelyn negó con los ojos gigantescos—. ¡A muy pocas! Fui rechazado por un montón de mujeres… fue demasiado… cuando vi lo de los injertos creí que sería una solución, pero el poco pelo que me quedaba estaba tan débil que ya ni para eso daba… Y todos, todos se burlaban de mí. Hasta la enfermera de la clínica capilar: “Ay, señor, esas pelusitas no le van a servir”. Después de eso fue que opté por las pelucas.
—Ya va, ya va —decía Evelyn, tratando de contener la risa—. ¿Tú me dejaste por que se te cayó el pelo?… No lo puedo creer…
—No te burles —gruñó Rodolfo—. No te burles que a ti no te lo voy a aceptar. ¡Tú me arrancaste el pelo! Ese mechón que me arrancaste no me volvió a crecer y desde ese día fui perdiendo cabello hasta quedar… ¡totalmente calvo!
Evelyn ya no se pudo contener, y cual volcán en erupción, soltó una enorme risotada. Reía tanto que no podía escuchar más a Rodolfo. Se doblaba de la risa, el rímel se le corría, el vino se le derramó de la copa.
—¡No, no, basta..! Me duele el estómago. Basta, de verdad no puedo más —exclamaba Evelyn mientras su maquillaje se deshacía con lágrimas—. Por eso… Por eso… ¡usas peluca!… —sin parar de reír—. ¿Por eso te fuiste? Y yo que estuve años rebanándome el cerebro tratando de explicármelo… Rodolfo, no te vayas… ¡Rodolfo, si no te ves mal, chico!… ¡Si casi no se te nota!… ¡Cónchale, Rodolfo!