“El muchacho lo respeta a usté y ya yo vi que usté lo quiere, y como yo no tengo más aguante pa quedarme en este pueblo, y el muchacho lo quiere a usté y usté igual ya le dio trabajo y dos de las tres papas, nomás va a tener que dale cama, porque con dos papas ya está bueno. Matilde”. Con esa carta que no se podía llamar carta porque no pasaba de un recado, mi mamá me regaló al señor Firmo. Una cosa de esas era para ser dicha de frente, y ni siquiera dicha sino pedida o suplicada, pero como ella siempre fue más cobarde que puta, entonces la dejó escrita. Que el señor Firmo y yo nos llevábamos bien era una cosa, pero de ahí a que nos quisiéramos y nos respetáramos, eso ya era paja. El viejo era tacaño como él solo y más solo que Adán el día de las madres. Tanto, que el único empleado con que se la llevaba bien era yo, y cómo no, si yo era un pobre carajito de ocho años que a cualquier cosa decía que sí, señor, ya voy, señor, listo, señor.
Firmo estaba acostumbrado a hablarme como si me regalara las cosas, como si yo no me las hubiera ganado. Y yo que no recibía ni medio porque no fue que me dio cama y comida como se dice. Él me dejaba dormir y comer allí como pago por mi trabajo. Medio esclavo era, eso sí, la señora Irma siempre lo dijo. Y él sabía, pero yo igual le tenía algo de cariño porque, tacaño y todo, la comida siempre era buena. Me empezó a llamar Moisés. Por el de la biblia, con la cestica, porque y que eso fue lo único que le faltó a mi ex madre. Yo me llamaba Vicente y Vicente era nombre de hombre, ya Moisés no se sabe. Yo pensaba que iban a querer decirme Monchito o alguna mariquera de esas, menos mal que no se les ocurrió. Lástima que tampoco se les ocurrió volverme a llamar Vicente.
—¡Moisés, dele el vuelto al del camión de los frescos! —me gritó un día el viejo Firmo desde el depósito. Revisé la máquina registradora y vi que no había sencillo—. Entonces póngalo usté que yo se lo repongo más tarde.
Yo no tenía cómo negarme, él sabía que yo tenía cobres porque él mismito me había cachado contando los diez bolos que había logrado reunir y que iba a usar para comprar los materiales para hacer mi carrito de rolineras. Si ganaba la carrera con mi carrito, me llevaba el premio de cien bolos. Si me llevaba el premio, iba a poder ir pa la Sierra porque el pasaje costaba 85. Si iba pa la Sierra iba a encontrar a mi padre, que decía mi ex madre que él ni se acordaba de que yo existía porque pa qué, si era hijo de ella y debía haber salido tan echao a perder como ella. Si yo encontraba a mi padre, ay si lo encontraba… Ella decía que él era dueño de un abasto tres veces más grande que el del viejo Firmo. Si yo lo encontraba, le iba a demostrar que yo no era un echao a perder y que yo también le tenía el hambre a mi ex madre, que podíamos trabajar juntos y podía ganarme su confianza y podíamos ser padre e hijo en vez de dueño y esclavo como con el viejo Firmo, pero es que yo tampoco podía pedirle al viejo Firmo que me tratara como su hijo.
Lo que sí podía pedirle era que me pagara mis diez bolos a tiempo. La primera vez que le cobré se hizo el que no escuchó. La segunda, dijo que el lunes. El lunes se fue tempranito y no volvió hasta la noche. El martes me dijo que pa qué quería yo diez bolos si ahí tenía madera de los guacales y que esa madera servía pa hacer carritos de rolineras y que buscara en el depósito que seguro encontraba con qué hacer, que lo que tenía era que meterle cabeza. Después me salió con que igual en qué momento iba a yo a hacer ese tarugo si en la mañana iba a la escuela, en la tarde tenía que trabajar y en la noche no podía hacer ruido. Eso era verdad, pero yo podía irme a la plaza y trabajar de noche sin fastidiar a nadie. La respuesta fue que no me los iba a pagar porque la verdad era que yo le debía más que eso y me debería dar vergüenza siquiera pedírselos.
Me tocó ver la carrera desde el balcón del abasto. Ganó el guajolote de Ender y a Ender yo le ganaba fácil siempre. En manos de él, el premio era tan insignificante que el muy boborote gastó todos los cobres en fuegos artificiales para explotar ese fin de año, que sería el primer fin de año que yo hubiera pasado con mi padre, si no hubiera sido por los diez bolos que el viejo Firmo me robó. En vez de eso, yo estaba ahí, vendiendo panes de jamón huido y pabilo y bijao a los hallaqueros de última hora. Cohetes, varillas, fosforitos, tumbarranchos, tronadores, matasuegras, todos reventaron esa noche y las siguientes diez noches de fin de año, durante las que vi el cielo venir cerquita, lleno de figuras y colores, y volver a vaciarse, volver a ser negro y lejano, lejano. Y yo viendo al Firmo tambaleándose entre ser el viejo Firmo, el señor Firmo y casi tío Firmo, mientras nos comíamos las hallacas que la señora Irma seguía regalándonos cada año y que cada vez eran más harina y menos guiso porque era pobre, la pobre, pero insistía porque siempre estuvo partida por su Firmo que ni una miraíta coqueta le lanzaba.
Con la enfermedad del viejo, yo acabé haciéndome cargo del abasto y de todo el lleva y trae de los proveedores, y él se limitaba a cuidar de las finanzas. Nunca salí del cuartucho ni gané más de dos comidas diarias, ni volví a ser Vicente ni recibí los diez bolos. Pura odiosidad de él, capaz y sabía que yo me iba a pirar de ahí y no quería perder al esclavo. Pero lo que él no sabía era que yo seguía siendo Vicente y deuda era deuda. Firmo podía ser casi tío Firmo y casi tío Firmo enfermo, pero Firmo me debía diez bolos y diez años de padre. Y a mí, me llamaran Vicente o Moisés, el que me la debía, me la pagaba.
El colchón del cuartucho estaba cada vez más cómodo a fuerza de guardar el salario que yo decidí que merecía y que con todo cuidado juntaba, unos centavitos de aquí y otros de allá, hasta completar dos bolos cada día durante los últimos tres mil seiscientos cinco días. Y ahora había llegado la hora de no volver a poner un pie en el cochino abasto que empezaba a heder a muerto, al fin hora de echarle en cara que había estado siendo justiciado sistemáticamente porque así lo merecía. Pero ocurrió entonces que el casi tío Firmo volvió a ser de golpe el hijueputa viejo Firmo.
—¿Y usté cree que yo soy tan guevón como pa no haberme dado de cuenta? Yo que le estaba regalando, fíjese que hasta los interiores que le están sosteniendo los cojones se los compré yo.
Claro que la falta de madre y de padre y el exceso de abasto y el maldito nombre de Moisés me habían pesado demasiado como para salir ileso de mi marramucia.
—Déjese de mariqueras, Moisés, que ya debe estar llegando el camión de los frescos.
Y yo, que con mis miles embolsillaos podía haberle hecho una sortija y salir de ahí, no pude. Arrugué. Volví a ser el carajito que, cartica en mano, era dejado en la puerta del abasto Don Firmo, como un saco de papas o una gavera de cerveza. Un carajito bobo que sentía una vergüenza horrorosa, pero que se la aguantaba sin pedir permisos ni perdones.
—Y revisa cuántas cajas de malta sobraron.
Obedecí. Camino a la cava, lo escuché confesar bajito el cariño que de frente nunca me diría:
—Chachito pendejo, ¿usté no ve que este abasto ya es suyo?
Y entonces entendí que el viejo Firmo, a veces casi tío Firmo, era en realidad papá Firmo, el que me crió a juro, a mí, que era el único, auténtico y comprobado hijueputa.
—Sí, señor. Allá voy.
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