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Patria

lunes 28 de mayo de 2018
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Patria, por María Elena Morán

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Y los caminos de ida en caminos de regreso
se transforman, porque eso, una puerta giratoria,
no más que eso, es la historia.
“Bolivia”, Jorge Drexler.

Mientras la fila de chilenos llegando a Santiago zigzagueaba en varios pliegues, la de extranjeros se resumía a dos mormones color rosado camarón, una mujer que buscaba algo en su cartera desesperadamente y su niña-copia-somnolienta que no pasaba de los cinco años.

Apenas Nina puso el ojo en ellas, supo que sus pasaportes eran de latitudes tropicales. No sabía decir bien por qué, esta vez no eran los rasgos evidentes que, aunque le dolía, tenía que reconocer, como la voluptuosidad, el embutimiento en el vestuario ni el maquillaje en aquel límite delicado entre la perfección y el abuso. La mujer y su pequeña hija tenían algo así como la impronta, para otros imperceptible, del mucho merengue bailado, del barrio desordenado al que nunca llegará la clasificación de la basura, del afecto que se desparrama en gritos y carcajadas y besos y chistes en las aceras, palcos irrefutables de la historia mínima caribeña.

La viajante le pasó a Nina los pasaportes, junto con el formulario de migración: Venezuela, de nuevo.

—¿Próximo? —pidió Nina, desde atrás del vidrio de su taquilla, aumentando la ansiedad de la mujer, que se acercó con pasos tambaleantes, repartiendo la atención entre seguir revolviendo dentro de la cartera y no perder de vista a su nena.

—Buenas noches. Pasaporte, por favor.

—Buenas noches —musitó la mujer de sonrisa avergonzada.

La viajante le pasó a Nina los pasaportes, junto con el formulario de migración: Venezuela, de nuevo.

—Necesito el permiso de viaje de la niña.

—Yo sé que está por aquí, ya se lo paso —dijo la mujer, con la voz ya mojada de llanto.

—¿Primera vez en Chile?

—Sí.

—¿Viene por turismo?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo va a durar su visita?

—Mami, apura, tengo sueño… apúrate —insistió la nena, restregando la cara contra la cadera de su madre.

—Un mes solamente —respondió con una voz que comenzó a sonar mendicante. Era tan evidente la artimaña y tan prostituida en los últimos meses que Nina ya no sentía la conmiseración de otros tiempos—. ¡Ah, mire, aquí está el bendito papel!

Aliviada, la mujer le pasó el documento a Nina, que ya preparaba la siguiente exigencia.

—Pero usted no tiene el pasaje de regreso.

—¿Ah?

—Usted sólo tiene el pasaje de venida, no compró el de retorno.

—Ah, sí, sí. Tengo la reserva aquí, pero es que quien lo va a pagar es mi amigo… aquí.

Nina la miró desconfiada. Siempre que salían con la vieja historia de la reserva, ella aprovechaba la bella oportunidad de disfrutar de la parcela de poder que su carrera le ofrecía.

—En el check-in deberían haberle exigido el boleto de regreso.

—Es que mi amigo va a pagarlo en estos días…

—Yo no puedo darle entrada sin el pasaje de regreso.

Desde su efímera cúpula, Nina vio quebrarse a la mujer, que se encurvó sobre la taquilla como si de repente el pánico le hubiera roto las vértebras.

—¿Mami, por qué estás llorando? —dijo la niña imitando instintivamente el llanto de la madre.

—Señora, por favor…

La fila de chilenos miraba atentamente el episodio; de sólo dar una miradita rápida, quedaba claro que la mujer contaba con una hinchada importante entre los colegas pasajeros del vuelo.

—Usted no sabe todo lo que yo he pasado, usted no se imagina…

Mientras mujer e hija lloraban amarga y sonoramente, Nina demoró examinando una y otra vez los documentos, estudió informaciones innecesarias en la pantalla del computador, fue a hablar con otros funcionarios y azuzó el terror psicológico al señalar desde lejos a la mujer.

—Por favor, por lo que usted más quiera, déjenos entrar.

Y entonces se completaron los cinco eternos minutos que Nina consideraba necesarios para que el susto tuviera su efecto y la historia de la llegada de esa mujer a su futura nueva patria tuviera la gracia del suspenso. Nina estaba convencida de que, sin la mítica de la aventura, los extranjeros podían sufrir del síndrome de la fuga fácil, que los atormenta durante años, haciéndolos sentir poco meritorios del estatus de refugiados. Así había sido con sus padres chilenos cuando llegaron a Venezuela en el 73, después del golpe, y así había sido con ella misma cuando volvió a Chile después del Caracazo. La facilidad de la historia de ellos era una vergüenza en la comunidad mundial de exiliados.

—Bienvenidas.

Sólo varios minutos después del sello mojar las páginas del pasaporte, la mujer logró sonreír. Y entonces Nina sintió que su trabajo estaba hecho.

Mi patria era mi madre y se me murió. Ahora mi patria es mi hija y ella está conmigo.

Cuando terminó su turno, vio que la mujer y la niña, dormida vuelta un bojotico en la hilera de sillas duras, esperaban para ser atendidas en la Oficina de Extranjería, aquel cubículo con luz fría y la bandera de Chile, donde uno va a pedir refugio y a sentirse mal sólo de mirar aquel pedazo de tela nacional que no es el mismo que uno dibujó en la escuela y sobre el que no sabe qué más sentir.

Poco le importaba a Nina que la huida de sus padres y la suya propia fueran en el sentido contrario al de la brújula política de esa mujer. Poco le importaba porque ella sabía que había que estar muy desesperado para aventurarse a llegar sola a un país que nunca se ha pisado, sin pasaje de regreso y con un hijo a cuestas.

Confiada de no haber hecho más que su obligación moral con una compañera migrante que comenzaba su jornada de exilio, se sentó a su lado e intentó ser acogedora.

—Difícil dejar la patria, ¿no?

La mujer miró a Nina y Nina quiso ver en ella el desamparo, la incertidumbre, el pedido de socorro ajeno, pero lo que encontró fue el suyo propio.

—Mi patria era mi madre y se me murió. Ahora mi patria es mi hija y ella está conmigo.

Nina, que no tenía ya padres y que ya no planeaba tener hijos, que no tenía perro y había botado al marido, de repente se vio desamparada de una forma irreparablemente nueva. Súbita huérfana de aquel deseo de volver a Venezuela que, treinta años después, aún alimentaba. Huérfana de aquella su patria, porque su patria era en verdad el sueño de su patria y había llegado la hora de aceptar que ese sueño estaba agonizando.

María Elena Morán
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