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La locura de un hombre cuerdo

sábado 17 de octubre de 2015
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Cuando uno oye de repente que llueve con fuerza piensa automáticamente en lo a gusto que se está en casa o donde quiera que se halle en ese momento, siempre que conserve la cabeza y los pies secos. Salir indemne del súbito ataque de la lluvia es de las sorpresas mejores que existen y así nos lo hace sentir el sistema de recompensa del cerebro. Mientras las gotas volanderas se estrellan contra todo lo que encuentran a su paso resbalando por las superficies lisas y llenando baches o desniveles para acabar formando charcos que en la calle harán luego las delicias de los niños, desde su guarida seca uno no piensa en lo peor que puede estar ocurriendo fuera, que entre las miles de cosas que nos suceden al mismo tiempo a las personas que habitamos el planeta una de ellas podría ser, por poner un ejemplo ligado al elemento, que alguien se esté ahogando en el mar o en un río o en un lago o en un embalse o un pantano… o en una piscina o una bañera lo bastante grande y profunda para que ocurra involuntariamente. Es ley de vida, habrá de decirse inmediatamente al pasársele por la cabeza. Conste que también puede pensar que alguien está respirando su primera bocanada y teniendo el primer llanto al tiempo que el moribundo, no pudiendo tragar más agua, exhala su último estertor antes de perderse en el camino de luz hacia el cielo —paralelismo éste que por extremo da como cosa pensarlo. Sin embargo y contrariamente a la inercia natural que nos arrastra a vivir la vida, aquellos que no le encuentran ya placer alguno ni sentido ni motivos de peso para seguir bregando con ella por más tiempo cortan por lo sano —y cabe decir que para el caso que nos ocupa no es relevante el terrible modo en que lo hacen, no vamos a entrar en tragedias—, y desde luego ejercen su pleno derecho por negro que suene, porque es su derecho más legítimo. Lo que no ocurre nunca, dicho esto, es que alguien feliz, lozano y campante y con la vida resuelta —y con una cabeza insurrecta— decida extinguirse, que no matarse, un día concreto, el que él mismo escoja, y que sea incomprensiblemente por un reto, por un desatino, un súbito dislate, por la cabezonería más absurda, sin otra explicación bastante más aclaratoria que pueda despejar las preguntas que un proceder así suscita.

Para que su cerebro haya dejado de emitir imágenes le ha costado dios y ayuda, un desgaste que ha absorbido parte de la energía que tenía en reserva y que pensaba usar para contingencias difíciles.

Cuando Jacobo tomó esta decisión acababa de cumplir los treinta. No es ni mucho menos una edad adecuada para pensar en morirse —aquí estará el mundo entero de acuerdo—, efeméride ésta que además enfrenta dos hechos en sí irrefutables: por un lado el instinto de supervivencia que tiene todo ser vivo incluido el humano —aunque por el tema que estamos tratando pudiera dar la impresión de que la muerte es un anhelo— y por el otro la infinitud del pensamiento, que siendo tan libre de pensar por su cuenta llega a confines ilógicos y osados muy habitualmente. Por eso no se lo dijo a nadie, porque lo habrían tomado por loco. Porque quedar con alguien de confianza —de mucha confianza— y hablarle del día en que quieres morirte y de cómo ocurrirá no es un tema de conversación que vaya a arrancar comentarios espontáneos de apoyo, eso seguro, o al menos fue lo que pensó Jacobo cuando se imaginó en una situación semejante. De primeras consideró más prudente callárselo de por vida —la vida que él ya había decidido que le quedaba— para que así nada ni nadie pudiese entorpecer un acontecimiento invariablemente inexorable, aunque es cierto que inducido.

Por entonces Jacobo ya no vivía solo. Había conocido a la mujer de su vida cinco años antes y se habían casado —porque ella había insistido mucho— hacía solo uno. Que hubiese llegado a tanto da a entender que la quería, si bien se ve que no lo bastante como para renunciar a retozar con otras. Su lista de amantes ocasionales era muy larga. Ya que había decidido morir joven quería disfrutar cuanto pudiese de los placeres más grandes que la vida te da, que sabemos que son muchos y variados y difícilmente sorteables por quien acumula menos fuerza de voluntad. Ni se molestaba en irse a otro sitio y tenía orgías en el mismísimo dormitorio conyugal. Como deferencia no se lo contaba a ella —puesto que nunca le propuso formar parte— pero de tan espabilada que salió ya empezó a sospechar pocos meses después de casados que le ocultaba cosas. Jacobo nunca lo negó. Le parecía de bien nacido decir siempre la verdad aunque al hacerlo hiriese. Y hería. No decía nada pero ella sentía ganas de matarlo cada vez que le volvía a hacer lo mismo, y si hubiese tenido más valor, menos amor por él y una pistola a mano le habría disparado sin que le temblase el pulso. Un asesinato rápido y limpio, usando un cojín para no hacer ruido, como había visto que se hace.

Vivían en un edificio de los que marcan época, de esos majestuosos a la vista que con varios siglos se mantienen en pie y conservan orgullosos fachada neoclásica, techos altos con estuco y maderas nobles en la coqueta y amplia entrada. A Jacobo le encantaba vivir en aquel edificio, en el último piso, en el ático. Muy grande, confortable, se podría decir que lujoso en algunos detalles y en pleno centro de la ciudad, lo que hacía que al mirar hacia arriba cualquiera quisiese dar años de su vida por vivir allí y soñara con pasar mucho tiempo sentado en la terraza que da al suroeste disfrutando del sol en las tardes de buen tiempo. Jacobo, por el contrario, a no ser de noche rehuía la terraza. No tomaba nunca el sol y evitaba que ni por azar un solo rayo le rozara la piel mientras andaba por casa. No. Su muerte tenía que ser ajena a cualquier factor externo que pudiese provocarle una enfermedad. Se trataba de morirse y de morirse completamente sano, así que tomar el sol, como muchas otras cosas, lo tendría terminantemente prohibido.

En tan distinguido y egregio inmueble indefectiblemente suele haber portero, y Damián, que así se llama el de éste, es el prototipo de hombre mayor, amable, discreto y viudo desde no se sabe cuántos años. Por norma vital hace bien su trabajo, no le gusta hablar mal de nadie —ni siquiera muchas veces hablar a secas, no se le puede tirar de la lengua—, y no suponiéndosele especialmente dotado para el arreglo estético, en Navidad deja con la boca abierta a todo el que pasa por delante al decorar el portal con un buen gusto que el barrio entero arde de envidia porque el suyo se parezca un poco a aquél. Confirmando no obstante la regla que rige a un buen portero de edificio, Damián prácticamente pasa desapercibido para los inquilinos, pero siempre ha procurado, y lo consigue de sobra, tratarlos con la reverencia que él cree que merecen por pagarle un sueldo digno. Hay alguien, empero, que desde hace mucho tiempo es especial para él, y ese alguien no es otro, se adivina, que Jacobo. Representa todo lo que él no ha podido ser en la vida. En primer lugar, un hombre alto. Damián no llega al metro sesenta y en su fuero interno ha sufrido mucho por ese complejo de bajito, hecho que se le hace todavía más vergonzante cuando tiene al lado a alguien de envergadura física y moral en un mismo cuerpo. La segunda cosa que admira, o mejor dicho, que envidia de Jacobo es su suerte. Jacobo es pintor, un artista de esos que sin dar pistas de su intención última parece que solo pintan garabatos sobre un lienzo enorme y que luego venden por cientos de miles de euros. Se dice que se los compran antes incluso de haberlos pintado. Damián ha llegado a pensar que en realidad son obra de un niño —¿cómo va a ser aquello el trabajo de un adulto que ha hecho la carrera de Bellas Artes? Pero al no haber niños en el ático ni en el resto del edificio ha tenido que hacerse a la idea de que el mundo del arte no es algo que esté al alcance de su modesta y caduca comprensión. Tema de gustos, será. O puede que los ojos de Jacobo vean el mundo desde una altura de miras muy alejada, por encima de la estratosfera, a años luz de la suya terrenal, que también podría ser. Bien por esto o bien por lo otro, al pintar solo garabatos es difícil admirarlo por su trabajo —o lo que hace por trabajo— pero como es tan considerado y atento con él, tan llano y conquistable, pródigo en afecciones y valedor de un encanto exacerbado que hace olvidar los excesos cometidos con las mujeres en el ámbito más íntimo, la cuenta de resultados para Damián es incondicionalmente favorable y el aprecio que le tiene, que no se queda solo en eso sino que ha llegado a ser profundo cariño, le ha hecho sustituir la admiración por un fanático amor paterno, aunque sea naturalmente postizo. Le gusta ensoñar que Jacobo es el hijo que nunca tuvo —pensamientos que se guarda para sí—, y si lo que exagera el amor de un padre es que su hijo tenga éxito en el trabajo, Jacobo lo tiene, y mucho, y también dinero, y para Damián eso es muchísimo más de lo poquísimo que él ha podido conseguir en la vida.

Por su parte, en el mundo paralelo que se ha ido creando desde que urdiera su mortal plan, Jacobo comprendió que no había sitio para nadie más. Nada es más íntimo que morirse y por eso pensó que para hacerlo cuando a uno le venga en gana es crucial que los demás —familiares, amigos, todo aquel que le rodea— se queden al margen para que no haya sospechas ni contratiempos de ningún tipo. Así cuando haya ocurrido creerán que lo que ha envuelto ese hecho ha sido casual, que ha sido una muerte totalmente involuntaria, que es el segundo objetivo de Jacobo después del primero que es, saltándose el orden oficial de las cosas, morirse con éxito. Lo absolutamente asombroso sería que alguien descubriera que lo hizo aposta, cosa muy improbable —a todas luces imposible— si tenemos en cuenta que no piensa usar nada para matarse. No lo hará porque entonces sería un suicidio y lo que quiere demostrar en primera instancia, demostrarse a sí mismo, es justamente que uno puede provocar su propia muerte solo con desearlo —y contar con una razón, por ininteligible que sea para el resto de la humanidad. Tal es su firme determinación que se ha parado a pensar si se habrá hecho antes, porque si ha sido así y tuvo éxito no sobrevivieron para contarlo; pero si fracasaron tampoco cree que se hayan aventurado a decirlo, o quizá sí —quién sabe cómo reacciona uno ante un malogro de este calibre— y por ahí adelante en algún psiquiátrico hay alguien injustamente tratado como un suicida.

Una gran ventaja en su intento por conseguirlo es que su profesión le permite encerrarse semanas enteras sin asomar un pie a la calle. A nadie alarma este comportamiento al ser el aislamiento una de las armas de las que echan mano los artistas —mayormente los que más se afanan en serlo— dando como argumento la prisa que les entra por atender a las musas o en ausencia de ellas para ver de convocarlas. Últimamente y con alevosía lo que Jacobo pretende con estos encierros —dado que tienen un por qué— es acostumbrar a los demás a no verlo. Desde el día de su cumpleaños, con el ático atestado de gente, cuando in voce les anunció a todos que se iba a aislar un tiempo sin ver ni siquiera a su mujer, pensó que aquello serviría para que pensaran que estaba pasando por una fase creativa intensísima y que necesitaba encerrarse en su estudio a pintar día y noche cual poseído. Es lo que indica la lógica, efectivamente. Tanto que nada más decirlo, a diferencia de cada uno de los invitados, que por consenso acogieron la noticia como una excentricidad más del anfitrión, la única persona que lo miró severamente fue ella, su mujer, si bien tampoco sospechó nada de la verdadera razón de aquello, lógicamente. Sabe que él es capaz de estar horas sin verla estando los dos en casa. El tamaño del piso permite que uno esté en un ala y el otro en su estudio de la cara norte sin que crucen palabra en todo el día. Tenerla a mano sin que invada su espacio, sin sentirla pegada al cogote como una lapa, para él es perfecto —como para la inmensa mayoría de los hombres. En cambio ella no piensa igual —como la inmensa mayoría de las mujeres— aunque no puede hacer otra cosa que aguantarse. Sabe que se ha casado con un excéntrico y para más inri artista, pero que la aparte de su lado delante de todo el mundo no puede evitar que le rompa los nervios.

Jacobo, decidido, no tardó ni un día en poner en marcha su plan. Esa noche le hizo el amor dos veces —como convenía— y luego, agotado, se durmió despreocupado tal como lo haría un bebé. Mas se ve que le prestó mucho el sueño porque al despertarse tras siete horas de plácido descanso empezó a hacer funcionar la compleja maquinaria que tiene alojada dentro de su cerebro aun así tamaño estándar.

Para empezar, nada más levantarse se metió en la ducha, y al bajar la vista y mirarse los pies —unos pies que estaban pisando la loza blanca y lisa sin que mediara bajo ellos protección alguna— cayó en la cuenta de que era muy urgente comprar la tarima de madera. Tenía que evitar romperse la crisma, o electrocutarse al afeitarse, o abriendo una lata, o hacerse una herida profunda en la mano por cortarse con un cuchillo jamonero… En definitiva, tenía que evitar todo aquello que supusiera un peligro flagrante por pequeño que pareciese. Era vital, en el sentido estricto de la palabra, seguir vivo y sano hasta el día de su muerte, todo lo sano que le fuera posible. No podía poner su vida torpemente en riesgo sufriendo un accidente doméstico, mortales en muchos casos, y para eso todas las precauciones, por exageradas que pudiesen parecer, eran más que necesarias. Decidió cambiar sus hábitos radicalmente e hizo esa misma mañana una lista de lo que por su bien podría y no podría hacer —no solamente por su bien físico sino también emocional, ya que éste soportará el peso específico de la operación hasta llevar el cuerpo a su destino. Así, en la columna de las cosas permitidas primero escribió acciones que a priori no entrañan ningún riesgo, como dormir ocho horas, leer ininterrumpidamente el tiempo que quiera o ver la tele. No obstante, al quedar circunscrita su corta vida a los metros cuadrados del ático —que no siendo pocos no dejan de ser un espacio acotado en las tres dimensiones—, en los siguientes minutos que estuvo pensando no se le ocurrió nada más, ni bueno ni malo, con lo que por razones de tiempo sin más dilación saltó a la columna de las cosas prohibidas. Pintar, por lo pronto, quedaba descartado. Muy hecho a ver su trabajo expuesto a la opinión de quien quiere llevarse la mayor tajada no tenía pensado dejar ningún cuadro a medias con el que su mujer fuese a regatear por tratarse de la obra póstuma de un artista cotizado. ¡De eso ni hablar! Su carrera había terminado y no le daría opción a nadie, tampoco a ella, de comerciar con su muerte. ¡Solo eso faltaba! Mientras anotaba luego el resto de cosas que no podría hacer, la lista iba siendo tan larga y tan restrictiva que por primera vez se paró a pensar en la cantidad de, llamémoslas faenas, percances, trajines, o por lo cerca que estamos a veces de cruzar al lado de la imprudencia, “diabluras” que uno realiza a lo largo del día en su propia casa que pueden desembocar en un final trágico, o que con suerte —a la que tentamos muy alegremente— nos hacen pasar solo un mal rato. Una simple caída daría al traste con su plan —o cuando menos le haría retrasarlo, y no quiere— igual que una gripe, una migraña de elefante, un colapso intestinal, atragantarse con un fruto seco o clavarse una espina de pescado. O sea, que Jacobo ya empezaba a darse cuenta de que además de tener que evitar las corrientes de aire había una evidencia, una solución libre de riesgos en lo que a la comida se refiere, y esa única opción-solución era, en términos absolutos, que solo podría engullir potitos.

Así las cosas, por lo que se refiere a esa parte del avituallamiento y en correspondencia a su sabido talante solícito se ha convertido en una costumbre que durante los encierros esporádicos el portero se ocupe de los pedidos que llegan del ático. Ha ocurrido muchas veces que Damián, tanto por prudencia como por educación, lo que hace es dejar los paquetes a un lado de la puerta cuando tras llamar dos o tres veces no obtiene respuesta. Le emboba que dentro nunca se oiga nada. Ni música, ni hablar por teléfono, ni la tele, ni una triste puerta que se golpee por la corriente de alguna ventana abierta. Tampoco hay gato que arañe la entrada ni perro que ladre para que lo saquen a mear a la calle. Es desde luego la vivienda más silenciosa de los ocho apartamentos que tiene el edificio.

Hoy mismo, a las nueve de la mañana, ha recibido una llamada. Con una educación exquisita Jacobo le pide que por favor suba a buscar una lista de cosas que quiere que le compre. Una vez más Jacobo le pide ayuda, y aunque tiene mucho trabajo y estrictamente no es labor de la portería y por tanto podría negarse —o cuanto menos dar largas hasta que el interesado desista—, no cabe en la cabeza de Damián perpetrar tal perjuicio ni a su querido Jacobo ni tan siquiera a cualquier otro inquilino a quien a buen seguro le profesa mil veces menos cantidad de afecto. Si hace falta se desdobla para salir a hacer recados. Y nada tiene que ver su recompensa en metálico, ya que Jacobo se pasa de espléndido con esas propinas. Damián las mete al bolsillo con mano humilde haciendo gestos de cabeza que desaprueban esa caridad, llegando a ser tan estupendas que con ellas se ha dado pequeños lujos como su colección de cien películas clásicas en versión extendida o el reloj suizo de tres esferas que suele ponerse los domingos, que es cuando va a misa. Aunque acaso su mayor recompensa es seguir siendo útil para alguien que con apenas treinta años cumplidos y el resto de la vida por delante ya tiene todo lo que quiere en la mano.

En la lista, para su sorpresa, hay cosas que no le parecen necesarias para una persona sana, y Jacobo, que él sepa, no está enfermo. Sí es verdad que ha notado algo raro hace menos de una hora, cuando la mujer de Jacobo ha bajado equipaje al portal, como ha hecho tantas otras veces por sus viajes de trabajo, pero esta vez han sido tres maletas grandes, muy pesadas, y se ha ido muy seria, casi llorando.

Sea lo que fuere que haya pasado, el pedido está hecho a la hora de comer. Damián ha ido primero a la farmacia del barrio y después ha estado un rato largo dando vueltas por unos grandes almacenes. De vuelta en el metro y repasando mentalmente lo que lleva en las bolsas, reo del cariño que siente no deja de preguntarse qué le estará ocurriendo a Jacobo, de lo que le da cuenta dentro una noble congoja que se le agarra al pecho al imaginar que tiene que ser algo grave.

Confirma definitivamente su sospecha nada más salir del ascensor. Está delante de la puerta del ático a punto de llamar al timbre cuando oye que dentro suena música, una melodía cadenciosa y patética muy parecida a la que se estila para ambientar los funerales. Es muy raro, sí, pero si Jacobo está enfermo su estado de ánimo tiene que estar por los suelos, y ante una situación así uno hace cosas muy dramáticas. Comprensiblemente por un momento Damián duda entre llamar o volver más tarde, si bien después de respirar hondo aprieta el botón provocando que por dos segundos el din-dong del timbre interrumpa la infame melodía macabra.

La puerta se abre enseguida.

Jacobo se apresura a cogerle las bolsas para ir a ponerlas sobre la mesa que hay en la entrada sin notar para nada la radiografía que el portero le hace de arriba abajo. Algo es evidente para Damián, no obstante, y es que Jacobo tiene mejor aspecto que nunca. Sonríe con franqueza, se le ve relajado y tiene intacto el buen humor de siempre, por lo que ahora que lo escruta le parece absurda la idea de que esté enfermo. Entonces, ¿para qué querrá una caja de pastillas de hierro contra la anemia, anticoagulantes para evitar trombos, un complejo vitamínico, potitos de bebé a mansalva y un tubo de crema de protección solar factor 50? Lo único que tiene sentido de todo lo que ha tenido que comprar es la tarima para la ducha, y se alegra de que por fin Jacobo se haya dado cuenta de que tenían que haberla comprado hace mucho tiempo teniendo en cuenta que la ducha del ático es XXL y resbalarse en ella supone romperse algo, si no matarse.

El tema de los resbalones queda por lo tanto zanjado, lo que no impide que Damián salga del ático más confuso que cuando entró. Nada en la actitud de Jacobo le da una pista de lo que le puede estar pasando, y no siendo por aquella música tétrica de antes la casa está como él la ha visto siempre, elegante, impoluta y en orden. Mientras baja en el ascensor va con la cabeza gacha, reconcentrado, mirando el dibujo del suelo —que no ve—, sintiéndose en el deber de desplegar sus alas protectoras sobre su hijo-no-hijo, sobre lo único que le queda en la vida —como quien dice. Pero si va a hacerlo ha de pensar cómo. En tales profundas quimeras llega a su destino y como un robot programado encaja la llave en la puerta de la portería, abre, entra, de forma mecánica se cambia los zapatos por las viejas zapatillas de casa y a continuación se mete en la cocina sin sentir una pizca de hambre.

 

A Jacobo por la tarde le da tiempo a ver dos películas, un concurso de preguntas y respuestas en el que se juegan un bote astronómico, y entre los millones de documentales que se hacen en el mundo podría parecer que por azar da con uno que habla de neurociencia y magia —como si estos programas fuera de lo más frecuente encontrarlos. De toda la información disponible en la televisión un día cualquiera el poder de la mente te lleva a ver aquello insólito que en ese momento tiene relación directa contigo. Precisamente cuando Jacobo está comenzando el proceso para alcanzar su objetivo, sus impulsos neuronales le dan la orden a su mano para que apriete el botón del mando hasta dar con una información muy a cuento. ¡Cielo santo, esta clase de casualidades llegan a dar miedo al tener la sensación de que el cerebro nos manipula vilmente! A cualquiera se lo daría. Tratándose de Jacobo, en cambio, en este caso eso es bueno porque es justo lo que él quiere, poder desviar su atención hacia otro lado —o mejor dicho, llevar su mente a negro como si fuese una tele— y que su gobernable cerebro humano manipule su cuerpo para que deje de funcionar por completo.

Lo tiene todo pensado. El “Día D” ha de templar muy bien los nervios —lo que para él es asequible ya que no es de las personas a las que les tiembla el pulso ni en los trances más comprometidos—, anular luego el instinto de supervivencia con el que nace todo ser vivo, como se ha dicho —que cuando se piensa en caliente no parece posible pero que fríamente está seguro de conseguir cuando llegue a alcanzar el nivel de desprecio por la vida imprescindible en la hazaña que le ocupa—, seguidamente dar la orden al cerebro para que se pare —específica y exacta para la que tiene que entrenarse, dándole también la contraorden correspondiente para revocar la primera y de este modo no morirse durante los ensayos— y en último lugar, y esta ya sería la parte fácil —o eso piensa él— esperar a que el corazón deje de latir. Si después de seguir al pie de la letra este elaborado proceso lo que consigue es quedarse únicamente en un estado catatónico, su experimento habrá sido un fracaso. Tiene que morir, que no puedan reanimarle, que certifiquen que no se puede hacer nada por él, que su cuerpo esté ya frío en el momento en que lo encuentren.

En tanto no se pone a ello o mientras realiza los exhaustivos, minuciosos y esmerados preparativos, aún le queda algún tiempo que gastar.

 

Ahora mismo se siente un poco cansado. En condiciones normales se habría pasado la tarde mezclando colores y pintando bocetos en uno de sus lienzos de dos metros por tres. Hoy ya no. Atrincherado en casa ha puesto el foco de atención en no hacer nada provechoso, aparentemente, con lo que se ha pasado horas acostado en el sofá estrictamente mano sobre mano dejando a su mente divagar por mares de imágenes que se suceden en hileras —como los negativos de las viejas fotos—, instantes que parecen sin relación entre ellos a no ser que son fruto de un ordenamiento aleatorio, que se podría ver como una contradicción sin serlo realmente. Con su disciplina mental férrea las ordena a modo de piezas de un puzle que hay que componer hasta formar un todo con sentido, el sentido que él le da a efectos prácticos, es decir, el de ser capaz de colocarlas y manipularlas a su antojo en la medida de lo posible, ya que es la primera vez que lo intenta y a tenor de sus planes no le corre tanta prisa —y sería mucho pedirse— conseguir un perfecto orden en su primer intento. De hecho las primeras y últimas filas le bailan un poco y alguna imagen se le escapa del encuadre por falta de visión de conjunto. Por el momento no se desespera. Tal es su empeño y el ejercicio supone un gasto neuronal tan grande que por un instante tiene la sensación de ir a desinflarse como un globo de helio, volando por el aire perdiendo ruidosamente todo el fuelle hasta quedar reducido a un pellejo arrugado tirado en el suelo. Es una sensación, solo eso, porque el ejercicio lo quiere llevar hasta las últimas consecuencias, consciente de que la pericia que ha de adquirir para doblegar su razón y culminar su disparatado fin tiene que estar avalada por una dosis muy alta de destreza mental que ya traiga de serie —que estima que atesora— y que desde ahora ha de ampliar, perfeccionar y magnificar con ejercicios como este. Sabe igualmente que el dominio de las emociones es un duro obstáculo por mucho que se crea capaz de llegar al control absoluto cuando se ponga a ello, y que tampoco podrá contar con ninguna ayuda adicional de la que echar mano para librarse de los demonios que le surjan y quedarse en calma consigo mismo. En este momento está pensando que si alguna vez hubiese practicado yoga le resultaría más accesible revolver en su mente y ponerla patas arriba. Sí, seguramente. Pero bueno…

Obrando en consecuencia con los preceptos que ha tenido que establecer —y porque a estas horas su barriga se está quejando— se dispone a comer algo. Saca de la nevera tres potitos, los tres distintos pero de un color sospechosamente parecido que los hace poco atractivos a la vista, y mirando las etiquetas aparta a un lado el que dice ser de frutas. Abre el de carne roja con espinacas y el de arroz con pescado azul y empieza a comérselos indistintamente y con tanta hambre que podría comerse otro, porque están bastante buenos para no ser comida sólida, pero acaso mejor no abusa. Desenrosca entonces el que queda sin abrir y le mete la cuchara hasta el fondo. El olor es delicioso, hasta un poco embriagador, como si al llenar el tarro —que aunque al fin y al cabo lo hace una máquina él ahora no está para pensar en operativas— hubiesen pensado que fuera a degustarlo un adulto que no puede comer otra cosa y que por eso va a entrar en trance tras el banquete, muy agradecido por una gloria tan digestiva. En fin, delirios del que tiene hambre. Cuando se lo termina —llegando a rebañar con el dedo donde queda un poquito y la cucharilla no acierta a arrastrarlo— deja el tarro en la encimera y se relame sin usar después servilleta, pasándose en su lugar el dorso de la mano por los labios. Acto seguido coge la caja de pastillas de hierro y se toma una con un sorbo de agua mientras descifra en la etiqueta la composición. Pone que es baja en sodio. Luego, sin saber muy bien qué hacer y echando una ojeada alrededor a ver lo que se topa, mira el pequeño reloj digital que tiene el horno y comprueba que aún es temprano, las nueve y cuarto.

Decide leer.

Estos últimos días apenas ha tenido tiempo y le apetece. Descubrir a un Posteguillo tan minucioso en detalles lo ha puesto en situación, llegando incluso a oír en su cabeza las estentóreas ovaciones del Anfiteatro Flavio al imaginarse entre cincuenta mil espectadores que jalean a los imponentes y temidos gladiadores que van saliendo semidesnudos, calzados solamente con sus protecciones (mirmilones, samnitas, murmillos, secutores; los primeros con espada, casco y escudo rectangular al estilo galo; los segundos con escudo, casco, pechera etrusca, guantelete en la mano derecha y protección en la pierna izquierda; a los murmillos se les distingue por la cresta con forma de pez; los secutores no tienen apenas movilidad al ir cubiertos casi por completo con una armadura muy pesada…) que salen a la arena para dar tajos descomunales que sesgan cabezas, brazos y piernas —o lo que cogen por delante— o para perder la vida en pocos minutos —si no mueren desangrados mientras siguen luchando—, dejándolo todo sembrado de pedazos cuyo olor a carne humana y a sangre abre el apetito de las bestias, más que nada leones y tigres enormes que rugen descomunalmente en los sótanos del anfiteatro donde el sanguinario y fétido bestiario —otra bestia energúmena de la más baja categoría— los mima y alimenta a base de esos cuerpos despedazados. A Jacobo esto lo ha enganchado. En medio de la barbarie —que le da vergüenza admitir que la goza— le fascina cómo el autor relata el ascenso de Trajano en el libro de mil páginas que tiene en la mesilla. Cómo un hombre que no ha nacido en Roma, ni siquiera en la Itálica sino en Hispania, pequeño trozo en comparación al vasto territorio conquistado por las vastas, aplastantes, imparables legiones que hacen retumbar casi toda Europa y parte del Oriente al paso de las decenas de miles de sus pies y a cuyo mando está el hombre que llega a ser dueño del mayor imperio que la historia haya conocido, a Jacobo le impresiona ir leyéndolo palabra a palabra, página a página, batalla encarnizada tras batalla ganada. Siempre le ha gustado saber de la vida de quienes apostaron, quizás no conscientemente, por ser pioneros en su tiempo, y tal vez se deba esto a un deseo de grandeza soterrado en su fachada vanidosa y de niño rico que él disimula bien por no haberlo sido. Lo que pasa es que a estos personajes que nacieron a destiempo el reconocimiento habría de llegarles tarde, a la mayoría ya de muertos tras no haberlos comprendido cuando les tocó vivir —no en el caso particular de Trajano, que batalló lo suyo hasta conseguirlo, a costa, eso sí, de mucho sufrimiento— lo que a la lectura la pringa aquí y allí con unas gotas de amargor cuando se pasa la vista por los renglones que lo dejan patente. En su caso, en el de Jacobo, y salvando las distancias de abismo que lo separan de ellos, lo que quiere hacer no es para demostrarle nada a nadie ajeno. Ha tenido tanta suerte en la vida que nunca se ha visto en esas. Su trabajo ha gustado a la gente adecuada, a la que mueve los hilos en el mundo del arte, y sin moverse al principio más de lo imprescindible siempre se lo han puesto en bandeja de plata —o directamente de oro. En contrapartida en ocasiones puntuales se le anubla el rostro, lo que le pasa cuando es consciente de que nadie, absolutamente nadie, sospecha lo que él piensa de verdad en lo bajo de su pensamiento más oscuro a donde accede cuando se trata de juzgarse sin velos, sin pretextos, sin evasivas de ninguna clase, y que si hiciera —de atreverse— un balance justo del trabajo realizado, de su admirada y valiosa obra artística, ahí, en lo más recóndito, donde sea que cualquiera esconde las vergüenzas de su vida que no quiere que los demás sepan, tendría que admitir que solo es un fraude y un engaño mayúsculo, que los ha estado engañando.

 

Durante más de dos horas lee con fruición. Cuando el pseudoempacho de lectura y el peso del volumen que tiene en las manos lo lleva a no sentir una de ellas se acuesta, y una vez acostado y queriendo empezar ya con los ensayos oficiales lo primero que ha de hacer es relajarse, y para eso antes se ha dado una larga ducha —colocó por la tarde la tarima de madera— y también se ha cepillado bien los dientes —con el cepillo manual, nunca le han gustado los eléctricos. En la cama suele ocupar el lado izquierdo por ser el que mejor le viene para echarle el brazo a su mujer y atraerla hacia él por razones copulativas, aunque al no estar ella se ha puesto en el medio y medio del desmesurado colchón. Con la cabeza al ras, sin almohada ni nada debajo, y las piernas abiertas y los brazos extendidos a modo del perfecto Hombre de Vitruvio, totalmente a sus anchas, todavía le sobra sitio por ambos lados —no va a tener hartura de cama. Se siente raro al no estar acostumbrado a dormir solo, tan raro como un gato adulto en celo, y echa de menos el cuerpo caliente y jugoso de una mujer —el de cualquiera de las que conoce, igual da; puesto a elegir no le hace ascos a ninguna.

Un par de horas después de haber cerrado los ojos su cerebro sigue todavía consciente y fisiológicamente despierto. Inmerso en la tarea de concentrarse al máximo de su inhumana capacidad —que esto está por ver—, lo de relajarse no le ha costado mucho. Solo ha tenido que intentarlo un par de veces y a la segunda en pocos minutos ha conseguido respirar como un submarinista que desciende en apnea o como si antes de acostarse se hubiera anestesiado para ahorrar energía y ponerla a buen recaudo, fuera del alcance de sus ávidas neuronas. En esa postura, su pecho subiendo y bajando lento como un caracol cansado, su cuerpo permanece inmóvil sin que haya movimiento alguno, sin que note ningún espasmo ni en los brazos ni en las piernas ni en ningún nervio de la cara de esos que a veces van por libre, sobre todo los de los párpados inferiores y en la comisura de los labios y que cuando uno los sufre a su albedrío son molestos. Más arduo ha sido lo de la mente. Para que su cerebro haya dejado de emitir imágenes le ha costado dios y ayuda, un desgaste que ha absorbido parte de la energía que tenía en reserva y que pensaba usar para contingencias difíciles. Eventualmente ahora tiene la mente en blanco, o casi. La surca una línea que lo mantiene unido a la vida más de lo que él quisiera. No habría pensado llevar a cabo esta prueba mortal si no se presumiera aventajado, si no estuviera seguro o intuyera o por lo menos hubiera echado sus cuentas hasta llegar a la conclusión de que netamente puede conseguirlo. La fe en sí mismo por lo tanto es ciega. Pero no esta noche. Esta noche ha caído en el error de creerse poseedor de la fuerza que se asocia a un dios fantástico, a un dios de los de ahí arriba, de los del cielo infinito que lo abarcan todo y lo pueden todo, de los que no tienen límites ni fronteras ni nada se les resiste, como a los superhéroes, y no ha tenido más remedio que conformarse y admitir que aún es pronto para estar preparado en cualquier sentido para su magistral proeza.

El resto de la noche duerme a ratos sin completar la fase REM ni llegar a repetir los ciclos, y no demasiado temprano a la mañana siguiente se levanta con el estómago revuelto.

 

En la portería hay mucho movimiento. Son poco más de las ocho y media y ya han venido tres mensajeros con envíos urgentes que resultan ser regalos de cumpleaños atrasados para el ático. Antes de pisar la calle y mientras cruza el hall, el inquilino del tercero B se para a hablar con Damián —por lo que Damián, en principio, se verá forzado a hablar. Sorprendido le hace ver que le ha parecido que de arriba, de casa de Jacobo, saliera música de misa o algo que suena casi igual, unas notas de órgano como salidas por la noche de una catedral que a él a plena luz del día le han erizado los pelos de todo el cuerpo, le explica cargado de razón mientras le muestra el boscoso vello de uno de sus brazos. Damián vacila un instante buscando la frase adecuada que solvente el lapso del momento, pero trascurrido más tiempo del pertinente ya solo asiente, en realidad más por evitar conversar que por tener un convencimiento de lo que pasa, y sin entrar al trapo le sonríe sin ahínco y medio dándole la espalda se dispone a recoger la barredura.

A lo largo de la mañana llegan otros paquetes que dan cuenta de las simpatías que Jacobo genera entre los suyos y en el círculo artístico que lo venera. Damián está haciendo trabajos y se le acumulan en la portería, cosa que detesta exageradamente hasta el punto de ser una manía que lo domina y lo hace volverse hiperactivo a pesar de sus años y del dolor de huesos que lo derriba de vez en cuando hasta tirarlo en el sillón sin dejarlo moverse, y por eso ya mismo decide subirlos. Los apila en el ascensor en dos pilas simétricas para que hagan contrapeso, espera a que se cierre la puerta y pulsa el botón para ir arriba. Al llegar y antes de que la puerta se abra ya oye la música. No está seguro de que sea la de ayer ni la que ha oído el inquilino del tercero B, pero no hay duda de que tiene una cadencia muy patética. Saca uno a uno los paquetes con cuidado para que no se rompa nada —por las formas de las cajas y los tamaños en algunos cree que hay botellas de vino— y cuando los ha puesto junto a la puerta repitiendo las dos pilas igual de simétricas, entonces llama al timbre. Se teme que hoy Jacobo no salga a abrirle. A veces le ocurre: tiene un presentimiento, lo que sea, sobre cualquier cosa, e inexplicablemente no falla. Debe de ser ese sexto sentido que se dice que tienen algunas personas, aunque en esta ocasión daría su vida por estar equivocado.

La puerta se abre de repente y un sonriente Jacobo le da los buenos días. Damián, en estado de shock, palidece.

—¿Se encuentra bien, Damián? —pero lo que ocurre a continuación no es lo que ninguno de ellos imaginó nunca que pudiese pasarles.

De no ser porque en un acto reflejo rapidísimo Jacobo lo agarra, Damián se habría desplomado. El portero es consciente de lo que está pasando pero no le da tiempo a nada, su cuerpo no le responde. Cogiéndolo por debajo de los brazos Jacobo se hace con él, lo lleva hasta el salón arrastrándolo y allí lo tiende con mucho cuidado sobre la alfombra, le pone un cojín debajo de la cabeza, otro debajo de los pies, y se arrodilla junto a él para comprobar si respira.

Por ahora sí, aunque tiene los ojos cerrados y no se mueve.

Jacobo le toma el pulso y enseguida nota que es demasiado rápido, lo que interpreta como un síntoma claro de que la cosa no irá bien. Estando en esas y no viendo opciones claras de poder ayudarlo quedándose a su lado sale corriendo en busca del móvil. Corre con todas sus fuerzas como si lo llevara el diablo. Jadea. No recuerda dónde lo tiene. Suele dejarlo en la cocina, encima de la mesa, y es donde primero mira, pero allí no está.

Le falta el aire.

Corre entonces al dormitorio, jadeando más.

Al entrar, con las prisas tropieza en la alfombra y a punto está de partirse la crisma contra la esquina de la cómoda, que es muy alta.

El móvil no está a la vista y no se le ocurre dónde puede estar. Empieza a desesperarse.

Sale de la habitación, cruza un pasillo, luego otro, va al estudio y justo cuando atraviesa la puerta recuerda que lo tiene en el bolsillo de su bata de trabajo. No lo ha usado desde el día de su cumpleaños y la última llamada la contestó allí. Vuela por el estudio, agarra la bata en el perchero, que se tambalea, coge algo de aliento, palpa el bolsillo, encuentra el móvil y vuelve volando al ala sur levantando un aire que haría caer jarrones de haberlos de adorno por los pasillos.

Al llegar, sin aliento apenas, se arrodilla al lado de Damián, que sigue tal y como lo dejó hace tres minutos. Entonces Jacobo mira el móvil y se centra en él. Nervioso desliza el dedo para desbloquearlo pero no responde, la pantalla no se enciende. —¡Joder, no tiene batería!

En ese momento Damián abre los ojos y balbucea algo.

—No se preocupe, Damián, la ambulancia ya viene —le dice de corrido para tranquilizarlo, esforzándose mucho.

Pero el propio Jacobo ya no es capaz de decir nada más.

Está teniendo un derrame cerebral.

Nota un dolor terrible en la cabeza como si le estuviesen pinchando con unas tijeras. La habitación empieza a dar vueltas, el móvil se le resbala de la mano, tiene arcadas. Quiere ponerse de pie pero está entumecido, quiere quejarse pero no puede, tiene la boca paralizada. Por causa del mareo y según está de rodillas oscila hacia adelante y se inclina sobre Damián, cayendo a plomo como un saco de cemento encima de su pecho.

 

Cuatro horas más tarde uno empieza a tener rigor mortis y el otro aún sigue agonizando.

Lucía López Vázquez
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