Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Los tamimas

sábado 28 de noviembre de 2015
¡Comparte esto en tus redes sociales!

En un oscuro y olvidado sótano de un improbable villorrio al norte de Minnesota, fue encontrado uno de los diarios del viajero y aventurero alemán Rufus Hagen. Me hallaba inmerso en mi eterna tesis doctoral sobre Alexander von Humboldt cuando me vi sorprendido por su menuda grafía. Había leído algo sobre él: conocía que había viajado a Sudamérica con su compatriota y que, internándose en la Amazonía peruana, desapareció por un tiempo no inferior a dos años, y que, después de vagabundear por los Estados Unidos, fue repatriado a Europa, pereciendo poco tiempo después. Consideré que podría ser interesante ese hallazgo, que podría darme algunas claves más y algunos datos irrelevantes con los que engrosar mi trabajo. El manuscrito se encontraba bastante deteriorado, faltaban algunas hojas y en otras la humedad del trópico las había consumido, y aparecían con una letra derretida y fantasmal. En ocasiones, el diario se torna ilegible de puro absurdo. Parecía como si hubiera sido escrito en una babel de lenguas: se entremezclaban caóticamente el alemán, el español, el guaraní, hasta que, en las últimas páginas, un pandemónium de letras se abrazaba como un lenguaje demente, finalizando en una serie de líneas curvas, rectas, puntos y espirales delirantes.

Sólo consiguieron deducir que aquel hombre se llamaba algo parecido a Yeguana, y que pertenecía al pueblo de los tamimas. Con un gesto del brazo les sugirió que le acompañaran.

Según las primeras páginas, Rufus Hagen comenzó su viaje desde la ciudad peruana de Iquitos. Consiguió reclutar a cuatro desubicados indios serranos de piel aceitunada y nariz ganchuda, compró una barca y partió en su remonte del Amazonas un veinte de abril. Cuando avistaban humo cerca de la orilla, atracaban el pequeño navío por la zona más descongestionada de vegetación y se acercaban a los nativos, con los que intercambiaban regalos fútiles por alimentos. El calor sofocante, la humedad pegajosa, los hambrientos mosquitos y la rutina eterna de la selva, abismaron a uno de los indios a la locura y, aprovechando una noche de eclipse lunar, se lanzó al río y desapareció.

La jungla se hacía cada vez más tupida. Había días en los que el río se angostaba y los árboles de ambas orillas parecían querer abrazarse en el cielo, conjurándose en una tiniebla perpetua. Durante esos períodos de tiempo, la única forma de discernir entre día y noche era a través del estruendo que provocaban los animales cuando debiera caer el sol.

En este punto del diario, unas pequeñas sierras de papel anuncian que algunas hojas han sido arrancadas. Algo espantoso debió suceder durante los días que corresponden a esa ausencia, porque lo primero que aparece escrito de nuevo es que por motivos que, según Hagen, él nunca alcanzó a comprender del todo, uno de sus compañeros de aventura enterró su machete en el corazón del indio más alto. Decidió ajusticiar al asesino con un balazo en la cabeza y arrojó el cadáver a la tumba del Amazonas, junto con el del otro desdichado. El retumbar del disparo fue mitigado por el chapoteo ávido y lujurioso de las pirañas. El alemán temía al indio que quedaba con él. En varias ocasiones estuvo fuertemente tentando a deshacerse de él, aunque finalmente nunca se decidió a ello. Los hechos que acontecieron con posterioridad le demostraron que había tomado la decisión correcta.

Los alimentos comenzaron a escasear. El Amazonas y la selva se mostraban avaros no proporcionándoles nada con lo que poder mitigar su hambre. El viajero consignaba en la esquina superior derecha de su diario los días que se iban arrastrando con indolencia a través de aquella loca travesía. El ocho de agosto, cuando barajaba en secreto la horrenda posibilidad de matar a su compañero para poder comerlo, un olor conocido y casi olvidado por el alemán le asaltó súbitamente, sin pudor. Observó que las aletas de la nariz del indio también aleteaban sin reposo. Atracaron la barca en la orilla izquierda y corrieron hacia el interior de la selva, sumergiéndose en una espesura de la que se libraban a duras penas con la ayuda de machetazos e incluso con las manos desnudas. Se encontraron con un hombre que apenas superaba el metro y medio y que sujetaba una cuchara de madera, con la que revolcaba algo parecido a salchichas que se cocinaban sobre una parrilla. El desconocido no fue ajeno al hambre que torturaba a los dos navegantes y les ofreció una de aquellas salchichas a cada uno. El alemán olvidó las reglas de urbanidad asimiladas durante toda una vida asistiendo a recepciones en los palacios de Viena y Budapest y devoró la comida con modales de campesino. Después de aliviar su apetito, Rufus Hagen intentó comunicarse con aquel hombre, pero pronto desistió de su empeño: cuando él hablaba, el desconocido entornaba los ojos hasta hacerlos parecer dos pequeñas grietas bajo las cejas oscuras; incluso pensó que a aquel hombre le resultaba su forma de hablar bastante hilarante. La respuesta no fue menos extraña para el europeo. De cuando en cuando, le parecía rescatar alguna palabra similar al español, aunque con sonidos más nasales. Rufus atesoraba unos leves rudimentos del guaraní, y también creyó reconocer algo de este idioma, pero de una pronunciación mucho más cortante. Le preguntó a su acompañante si él era capaz de identificar aquella lengua o, al menos, entender lo que estaba diciendo aquel individuo bajito. Le respondió que se asemejaba a un idioma que él había intuido en los balbuceos del sueño de su abuelo, un pescador del Amazonas, muerto mucho tiempo atrás, aunque también sostenía que podía destacar alguna palabra de ciertos dialectos de la selva remota de Brasil. Sólo consiguieron deducir que aquel hombre se llamaba algo parecido a Yeguana, y que pertenecía al pueblo de los tamimas. Con un gesto del brazo les sugirió que le acompañaran. Silbó, y un guacamayo de vivos colores azules planeó desde un árbol y siguió volando a poca altura por una estrecha vereda entre la maleza. Ese camino se fue abriendo, despejándose de vegetación, y el suelo por el que marchaban se convirtió de pronto en un camino adoquinado. El alemán se agachó y rozó con la yema de los dedos el suave canto de aquellas piedras. Rufus Hagen no podía creer el sonido que en esos momentos se hallaba escuchando: algo similar a un carruaje metálico, ocupado por un indígena, e impulsado por una pequeña máquina de vapor, se desplazaba con un caminar demorado por aquella calzada, moteada por hojas caídas de los tupidos árboles que les circundaban. Llegaron a lo más parecido a una ciudad civilizada de lo que se había encontrado Hagen desde que había arribado a Caracas procedente de Lisboa. Yeguana los condujo a su casa, que se encontraba situada en la última altura de una vivienda de tres plantas. Antes de entrar allí, una multitud de personas de una altura no superior a su guía les rodeaba. Las niñas más jóvenes reían y cuchicheaban en aquella extraña lengua mientras señalaban la rubia barba de europeo. Yeguana habitaba allí con una mujer de cabello oscuro y lacio y ademanes dóciles y dos niños de unos doce o catorce años. Sus ojos eran algo más redondeados que los de su padre, pero mantenían ese brillo curioso. Mientras los invitados descansaban sobre unos cómodos sillones, la mujer de Yeguana les ofreció una infusión de café y unos dulces similares a higos confitados. Hagen lo agradeció con un movimiento de cabeza y una sonrisa. Después del pequeño refrigerio, el alemán intentó explicar con el auxilio de la mímica de dónde provenía. Sacó del bolsillo del pantalón su libreta y con el lapicero les dibujó un mapa de Sudamérica y otro de Europa, y trazó una línea punteada que unía Berlín con el punto en el que calculaba que debían encontrarse. Yeguana cogió la libreta, paseó los dedos por las páginas en blanco, la abrió al azar por algunas hojas ya escritas y las observó con un detenimiento que no estaba exento de asombro. La cerró y se la devolvió a su dueño. Mediante gestos, les indicó que podían quedarse en su casa, y les acompañó hasta una habitación con dos camas. Pese a la excitación que poseía el viajero, apenas posó la cabeza en la mullida almohada le venció un poderoso sueño.

Al levantarse al día siguiente, decidieron acompañar a su anfitrión con la venta de las salchichas. De cuando en cuando se aproximaba algún indígena y pedía una. Como pago, ofrecía dos discos de plata totalmente pulidos. Con el paso del tiempo, y gracias a la inestimable ayuda de su amigo, que poco a poco parecía recobrar fragmentos de ese idioma de su pretérita infancia, fue aprendiendo los sencillos engranajes de aquella lengua. La curiosidad le impelió a abandonar la compañía de Yeguana y paseaba por aquella ciudad sumergida en la selva. Admiró puentes colosales sobre el Amazonas que refulgían bajo la luz de la luna, instrumentos cortantes que dividían una piedra como si fuera gelatina, construcciones imposibles que derrotaban con altanería las leyes de la física. Se asombró del progreso que aquella gente había alcanzado en las ciencias médicas y agronómicas. Asistió a algunas representaciones musicales, y parecía como si todos ellos participaran del talento de Paganini a la hora de ejecutar sus instrumentos, sin ayuda de partitura alguna. Hagen se lamentaba ante la consciencia de que podría aprender mucho más de ellos si no tuvieran la desafortunada costumbre de hablar apenas. En un principio receló que se debía a que la presencia de aquel extranjero que había llegado unos meses antes a su entorno les incomodara. Pero una vez que superó esa primera impresión, cayó en la cuenta de que incluso entre ellos mismos apenas se comunicaban nada. Un día decidió hacer el experimento de observar a algunos de aquellos extraños habitantes, y pudo afirmarse que en toda la jornada no habían intercambiado ni una sola palabra entre ellos. En ocasiones, percibía un leve movimiento de labios, un bisbiseo inaudible, como si se encontraran rezando a algún dios pagano.

Todo lo que observaba y aprendía lo transcribía metódicamente en su libreta, hecho que siempre parecía extrañar a Yeguana. No menos anómalo le resultaba a Rufus Hagen que cada noche, después de que se acostaran, le escuchaba entrar en el cuarto de sus hijos y hablar durante períodos no inferiores a las dos horas. Un día le pidió permiso a su anfitrión para acompañarlo. Los muchachos se sentaban en unas sillas de madera y el padre decía unas frases que ellos se encargaban de repetir. El alemán no entendía bien de qué se trataba. Cuando se atrevió a preguntarlo, Yeguana, con un gesto de fastidio, con evidente enojo por la interrupción, le explicó que estaba enseñándoles, y cada noche repetían y repetían para que esos conocimientos fueran bien asimilados y perduraran en sus cabezas. Rufus mostró su libreta y le preguntó que por qué no lo anotaban. El indio volvió a mirarle con extrañeza, y en ese momento comprendió que aquel pueblo desconocía la escritura. Enloqueció al constatar que todos los conocimientos de esa pequeña pero avanzada civilización se transmitían de manera oral, recalcándolos hasta la saciedad para que no sucumbieran a la injuria de los tiempos. Se torturó asimilando la idea de que los ingenieros estaban obligados a reiterar a sus aprendices los mecanismos de aquellas modernas máquinas que él había admirado allí, repitiéndolos incluso para sí mismos, incansablemente, para que no dejaran de retenerlos. Esa era la razón por la que hablaban tan poco: no podían distraerse un solo instante, pues corrían el riesgo de olvidarlos. Sus cerebros debían ocuparse casi exclusivamente de recordar y recordar.

A partir de este momento, el diario se torna caótico, incomprensible, absurdo, un completo galimatías. Tal vez el infeliz pensó que no merecía la pena continuar escribiendo y consignar todo lo que había aprendido de los tamimas, ni tan siquiera conservar la facultad de apresar la realidad entre unas letras sobre una hoja de papel, pues nada de lo que no se puede recordar merece la pena que persista en el tiempo.

Jesús Monsalve Dorado
Últimas entradas de Jesús Monsalve Dorado (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio