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Trigésima tercera piel

martes 29 de marzo de 2016
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Amaneció.

 

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “¡No mueras, te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
“¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando “¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: “¡Quédate hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…

 

Amaneció definitivamente.

Abrí los ojos, luchando con la luminosidad de la mañana. Un sol tan fuerte no recordaba en invierno alguno. Pero tenía el mundo motivos por los cuales regalarme una sonrisa. No era feliz, aunque estaba vivo; no era infeliz, aunque estaba vivo. Un espacio se había llenado por completo en mi interior. Un cambio que sería la marca definitiva. No había camino hacia atrás por la vereda. Siempre hacia adelante, franqueando el fuego o muriendo en el intento.

Me había dormido esa noche recordando el árbol violado en el Edén: había pegado el cuerpo de la puta al mío, recostando su cabeza en mi pecho, consumiéndome en su misma sangre como símbolo de aceptación. Amaneció y, al abrir los ojos, su cabeza estaba donde mismo. En solo unas pocas horas esa mujer había aprendido a ser leal. No podía gritar más “¡¡¡Traición!!!” por doquier. Había consumado el sacrificio a mis demonios para salvar la vida de mi hijo.

El hospital en el que atendían a mi hijo era famoso por aceptar los casos más difíciles y extravagantes de la gran ciudad.

Aparté a un lado el contenedor vacío y me senté en los bordes de la cama. Bostecé abriendo mi boca tal cual ella fuera nido de millares de murciélagos. No pude evitar girarme y contemplar por última vez el cadáver de la joven. Me pareció un venado que ha sido muerto por un guepardo y desechado por su sabor. En su estómago se podían ver los siete agujeros por los que se habían filtrado los siete pecados. La sábana, blanca antes del sacrificio, se había tornado en un rojo después de la tormenta. A sus pies, arrugada como papel metálico, la colcha. Me incliné levemente y tapé el cuerpo hasta el cuello. Las noches son frías.

Una sola lágrima se desprendió de mi ojo derecho. Corrió por la mejilla, se detuvo un instante en la punta de la barbilla y cayó al olvido. Dicen que ese fue el llanto de Satanás cuando fue expulsado del Cielo.

Fui a la cocina a preparar el café que despertaría mi decisión. Increíble cómo la vida y la muerte estaban tan compenetradas. Poder cambiar detalles de una y de otra para obtener finales totalmente distintos. Ese día era 25 de diciembre, día del nacimiento de Jesucristo para los cristianos. Puede que coincidencia o ruptura emocional, pero otro niño sería salvado y quedarían los mortales agradecidos de su nacimiento. El mal y lo inesperado dejan cortes más profundos que el bien.

El café sabía igual que el de Yulia. Había descubierto que agregaba un poco de canela para cambiarle el sabor. Era la última puerta que necesitaba ser cerrada, antes de preocuparme exclusivamente de mi hijo. Inhalé todo el humo proveniente de la taza para llenarme de algo más que fortaleza. Vivir dos muertes, la mía propia y la del demonio, era mi destino. Había sido declarado en el monte de los sellos. Ya nada ni nadie podía romper lo que quedaba dicho para la eternidad.

No debía pensar mucho en mis acciones ni en los fines irremediables. Mi cabeza estaba despejada de cualquier duda. Cierto que mis manos ya no eran mis manos, ni mis piernas seguían siendo las mías, ni mi mente la misma, y el corazón se había movido a otras latitudes. Pero la decisión había sido tomada por ese alguien en mi interior que había nacido de un volcán en erupción. Los errores y la muerte no eran barrera para lo que estaba dispuesto a hacer. Había entendido al fin “la gran emoción”.

Cogí el maletín negro de tela reforzada que había utilizado para trasladar mis libros al nuevo apartamento, y las llaves del auto. El sol sonreía al menos un poco. Me decía que apresurara mis pasos, pues la luna no espera.

El hospital en el que atendían a mi hijo era famoso por aceptar los casos más difíciles y extravagantes de la gran ciudad. El director del centro, el conocido Dr. Austin Pankov, de descendencia americana, se acoplaba perfectamente a la descripción de su hospital, pues de igual manera amaba salir en las portadas de los periódicos recibiendo aplausos por el éxito de una operación de máxima complejidad, o adularse a sí mismo sin compasión hacia Narciso ante las cámaras de la televisión. La verdad es que, muy a pesar de su conducta, hacía maravillas con su equipo de profesionales. No pudo contenerse cuando escuchó el caso del “pequeño monstruo”, nacido del contacto de dos sidosos. La historia atraía, y médicamente era una catapulta que, de apuntar con precaución, podía elevarlo a la cumbre de su comunidad.

El aprovechamiento de la desgracia ajena era una de las armas de avance de los seres humanos. En ello residía la superioridad racial de los demonios: no se arrastraban como cucarachas entre el estiércol que iban dejando otros para llegar al dulce; los demonios eran, la mayoría de las veces, los dueños del dulce. Y por esa simple razón de supervivencia, la decisión de salvar a mi hijo rompía los esquemas de una y otra razas, si arrastrarme me funcionaba o ser la mano que dicta la sentencia, ya lo sabría dentro de poco.

Bajé la colina más famosa de la gran ciudad, conocida como “El Fin del Mundo”, debido a que se hallaba en el litoral sur del país, bañada por los mares por los que habían llegado los colonizadores de esas tierras. Inmediatamente que se nivelan las carreteras a poca altura sobre el nivel del mar, el edificio de mayores dimensiones es precisamente el Hospital Ráduga. Con una estructura de concreto cubierta por láminas semimetálicas de color amarillo, cercado por sólidos muros de cuatro metros de alto, concluidos por alambres pintados de blanco, detrás de los cuales brillaban las cámaras y los sensores de movimiento, más bien parecía tratarse de una base militar activa. Ubicado en la calle Dimítriv Nº 2, se elevaba ante mí como el último titán que me separaba de mi hijo.

Tomé el “gusano” negro que había traído conmigo y me dirigí a la entrada del hospital sin perder más tiempo. Un gran portón negro de metal hacía de entrada principal, tras la cual unas ligeras puertas de cristal se abrieron automáticamente a mi paso. El guardia que comprobaba el flujo de personas hacia y desde el edificio me detuvo para inspeccionar el contenido de mi bolsa. Al cerciorarse de que en ella había unos pocos yogures y algunos dulces, le pareció extraño que anduviera con semejante maletín para tan minúscula carga. Respondí que simplemente no tenía otra cosa en qué llevarlos, además de tratarse de un asunto urgente como para estar fijándome en exquisiteces. Sin hacer más preguntas, me abrió el paso hacia el salón de la planta baja.

Normalmente en esa área se recibían las informaciones correspondientes sobre el horario de las consultas, las tarifas de pago por cada una, los servicios extraoficiales, además de escucharse a los portadores de la campaña contra el VIH-sida. Había olvidado por completo que un hospital era el lugar indicado para atender mi cuerpo. Un inofensivo catarro podría llevarme a contraer una altísima fiebre, haciéndome convulsionar y provocándome la muerte. Mi sistema inmunológico moría segundo a segundo mientras aspiraba el aire mortal. Sin embargo, mi vida ya no podía ser salvada. La flor marchita ha de ser arrancada y sembrar en su lugar una nueva. Ni el agua del arroyo que corre entre los árboles del Olimpo puede hacerla revivir si así ella no lo prefiere. Pasé de largo el grupo que entregaba preservativos justo en el medio de la sala, y me dirigí a la primera cabina de información que encontré.

En ella, una mujer baja de cuerpo abultado me preguntó con una sonrisa qué deseaba. Maravillado por su cortesía, bastante perdida en el personal de los hospitales estatales, le indiqué que mi hijo había sido trasladado al piso de Cuidados Especiales debido a una enfermedad desconocida. Lo increíble del caso era que mi esposa, mujer débil y sensible, había perdido la cordura y desaparecido de casa. Luego de indagar por varios días entre los conocidos de la gran ciudad, di con el Hospital Ráduga. Pero ni siquiera conocía el nombre con el que habían registrado a mi hijo. Así le dije. Ocultando los sentimientos que le provocaba semejante historia, la mujer se limitó a informarme que cruzara la sala a mi derecha, en donde encontraría los elevadores, y subiera hasta el sexto piso, donde se hallaba la sala indicada. En la recepción podía preguntar con más detalles sobre mi hijo. Agradecido, seguí sus instrucciones.

Dentro del ascensor podía sentir cómo mis nervios se movían como instrumentados por los mismos mecanismos que daban impulso al cubo metálico. Miré a mi alrededor y solo tres personas, justo delante, ocupaban el mismo espacio. En los pocos segundos que duró el viaje me pregunté qué hacía ese individuo con una cámara profesional de filmación. Al fijarme en su acompañante no me fue difícil concluir que se trataba de periodistas. La prensa. Era acertado pensar que se dirigían a donde mismo lo hacía yo.

Desemboqué en una sala mucho más pequeña que la de la planta baja. El piso estaba conformado por tres pasillos que se intercomunicaban entre sí, ataviados con distintos murales sobre indicaciones para la salud, además de fotografías de los mandatarios en el poder, dígase gobernadores y ministros, siendo algunos fieles donadores de millones al citado hospital. En la recepción, la antítesis de la anterior muchacha recibía y transmitía la información a los pacientes y a sus familiares. En su porte se notaba la joven que ha servido en un salón de belleza del bajo mundo, rescatada de un club de strippers. Su boca podría engullir con facilidad bien dos vergas a la vez que toda la mierda de sus jefes para subir su estatus.

Una vez frente a su rostro enmascarado con polvos, le expliqué mi situación. Para mi sorpresa, una ridícula risilla se escapó de sus labios. Evidentemente había escuchado mentiras más creíbles de otros demonios. Me percaté de que con esta sirena no funcionarían los ataques comunes. La experiencia me decía que detrás de aquella máscara se hallaba una piel plagada de granos rojos.

Accedí entonces a contarle la verdad, que había venido a ver al niño de las noticias. “¡Qué de impresionante tiene un monstruo como ese!”, exclamó la mujer, rompiendo los tornillos de seguridad. Comentó que el 90% de las personas que habían subido en las últimas semanas al sexto piso había tenido como propósito mirar a través de una ventana de cristal el cuerpo deformado del infante monstruo. Pero por motivos de seguridad y de accesibilidad, ni siquiera los representantes de las cadenas informativas más importantes del país podían concluir su misión con éxito. A continuación señaló al pequeño grupo de periodistas que había ocupado asientos a mi espalda. Comprendía la dificultad de la situación.

Sin embargo, la puta de la noche anterior me había mostrado cuánto significa la carne para los que la han probado al menos una vez. Esta muchacha, a diferencia de aquella en la planta baja, podía comprarse con la suma indicada. Y en el bolsillo de mi pantalón estaba el boleto, perfectamente desglosado en billetes medianos que aumentaban el monto visual, provocando mayor expectación. Cerciorándome con sumo cuidado de las personas que navegaban la planta de un pasillo a otro, sumergí mi mano en la ranura de la prenda y extraje la suma con facilidad. Sin dejar de mirar a los ojos de la joven, que me interrogaban con desprecio, logré depositar el fajo de billetes en su mano más cercana. Quinientos euros. No me equivoqué en mi provocación. Aunque logré convencer a una piedra, no me percaté del musgo en su relieve.

Mirando el esquema que me había dibujado en la palma de la mano, seguí mi camino confiado en busca de mi hijo. Según el mapa improvisado, la habitación del pequeño era la número 6.45. Sin mucha dificultad avancé hacia ella. Más que al cumplimiento temía al encuentro. No me preocupaba en lo absoluto el físico de mi hijo, temía a su nivel de aceptación. Su conciencia, aún casi primitiva, no podía comprender los sacrificios de su padre. Pero el alma, que ha ocupado diversos contenedores a lo largo de su existencia, siente y se cautiva cuando luchan por ella. Temía al impacto de esa relación.

Al doblar el último pasillo que me separaba del destino, me detuve con un gran pesar en el pecho. Un grupo de cuatro personas, liderados por un doctor de larga bata blanca, se dirigía precisamente hacia la habitación 6.45. A diferencia de las demás, su pared frontal no era de cristal transparente. En consecuencia, lo que ocurría en su interior era solo sabido por aquellos que permanecían dentro. Contaba con un plan sencillo, aunque arriesgado. No obstante, había pensado que funcionaría a la perfección… hasta ese momento. Comencé a sudar la poca entereza que me había bañado, y decidí refugiarme en el baño de hombres, desde el cual podría vigilar el cuarto.

Lo que pensé serían minutos se prolongó a dos horas. En ese tiempo pude entender que el propio Dr. Austin Pankov hacía visitas dirigidas con pequeños grupos de personas lo suficientemente influyentes como para convencerlo de enseñarle al “monstruo”. Además, me había percatado de que una sola enfermera cuidaba por los signos y las alteraciones del bebé. Ésta, en dos ocasiones, había salido por necesidades fisiológicas, dejando a solas al niño. Estaba bien claro que ese era el momento indicado de acción.

Saqué del maletín un paño blanco que con antelación había traído consigo, como parte del plan que entraría en vigor dentro de poco. Lo envolví en el brazo izquierdo en forma de vendaje y esperé paciente la señal. Sujeté la bolsa con fuerza con la otra mano y preparé mi cara de enfermo. Salí al pasillo al mismo tiempo que la enfermera abandonaba el cuarto y se dirigía al baño. Utilizando los sentidos obtenidos en la senda oscura, entré como un rayo en la habitación de mi hijo, iluminando con mi ansiedad la estancia.

Se trataba de un área menor de lo que esperaba, poblada por una urna de cristal en el centro, donde se hallaba lógicamente el bebé, y por una serie de monitores y equipos de última generación que copiaban los datos diarios y los enviaban al servidor central del hospital, donde los especialistas los estudiaban con precisión médica. Obviando la arquitectura que rodeaba el elemento central del cuarto, me dirigí hacia éste.

Caminé con el corazón pausado, pensando en las consecuencias del terrible juego con Yulia. Superábamos la juventud, y la adultez nos había colocado varias barcos en la bahía. Quizás haber montado cada uno en distintas naves hubiera traído consigo la paz en el alma de mi hijo. Pero a medida que avanzaba el sufrimiento espiritual se fue volviendo más nítido, hasta que me detuve frente al sarcófago de cristal y se volvió totalmente material.

Mi mirada se desbordó sobre el Hijo. Ante mí no tenía al monstruo que habían asegurado ser, tenía al Hijo. Las batallas se hacían noche en mis ojos, implicando a mi figura esbelta que no podía mantenerse alejada de los temblores. Al fin conocía al Hijo. Su cuerpo era enorme para tratarse de un bebé de tres meses, en especial su cabeza, de la cual parecía desprenderse una segunda más pequeña. Su mano y pierna derecha habían crecido deformemente y era casi imposible diferenciar un dedo del otro. Mientras que su mano y pierna izquierda, totalmente al contrario, estaban tan poco desarrolladas que parecían las patas de un gallo grande. Su rostro no mostraba los signos de sus progenitores. Además, su piel presentaba un extraño pigmento color café con leche. El almohadón que hacía función de cama parecía tan puro en comparación con él.

¡Cuánto debió maltratarlo la vida! En el embudo que controla la caída de las almas a un nuevo cuerpo, la libre inmaterialización que lo ocupó sintió un fuerte desgarre en sus partículas espirituales. Ese es el dolor emocional que no se traspasa al mundo mortal, del cual sufren las almas que han caído en desgracia. Sentía el bajo llanto que es silencio para los humanos comunes, pero grito ensordecedor para los demonios. Nos alimentábamos de esos espíritus, tenían el mejor sabor. ¡El Hijo era el plato preferido del Padre! ¡Cuán difícil abrazo!

Me acerqué aún más a su pequeña casa de cristal y apoyé las manos en sus paredes, queriendo traspasar mis sentimientos hacia el subconsciente de mi hijo. En ese preciso momento, embebido en lo que pudo ser un sueño cumplido, escuché tras de sí el paso apresurado de una persona. Al girarme me encontré con la enfermera, que agitaba las manos con histeria y alzaba la voz como quien mueve el ganado al corral. Me abalancé sobre ella y al momento la tuve sujeta por la espalda, mi brazo rodeando su cuello con fuerza y mi mano cubriendo su boca. ¡Haz silencio, vieja puta, mi niño duerme! Entre mis brazos se desmoronó la mujer atacada.

El rescate de mi hijo se había hecho urgente desde el día en que descubrí la noticia.

Para evitar que se repitiera la intromisión, efectué la idea con la que había llegado al hospital. Los cerrojos de la urna eran de plástico para evitar cualquier complicación si necesitaban sacar al niño rápidamente. Aprovechando esa ventaja, con facilidad descorrí los seguros, ubicados en los cuatro vértices del cubo de cristal, y comencé a levantar la tapa superior que hacía de techo. Pero me percaté enseguida de que los cambios de atmósfera provocados afectaban los equipos y posiblemente mandaría una señal de aviso que solo me pondría en evidencia. Con la mayor inteligencia de la que se me fue dotada para trabajar con tecnología desconocida, y con una tonelada de suerte extra, reconocí los botones de apagado. Sin esperar por una mejor confirmación, presioné sobre ellos y recé por que funcionara. Emitieron un rugido de reclama, y se apagaron con rapidez.

Entonces terminé de levantar la tapa y, haciendo el menor ruido posible, la coloqué en el suelo. Un aire extraño subió hasta mi nariz: una mezcla de fluidos corporales y sustancias que mantenían con vida a mi hijo. Decidiéndome sin pensar en consecuencias, desconecté los tubos de la boca y la nariz. Con el mismo paño que lo cubría, así lo saqué a la superficie por primera vez. No pude evitar levantarlo a la altura de mi rostro, mirarlo unos segundos y besarlo en su cabecita deformada. Miré en busca del maletín y lo encontré cerca de la puerta. Tres pasos y crucé la distancia. Con sumo cuidado coloqué el cuerpo del niño. Pero pensándomelo mejor, lo saqué, y volví por la almohada. Exceptuando la urna de cristal y la atmósfera, el sitio sería igual de cómodo para el bebé. El corazón latía con los puños.

Respiré hondo y me fijé en la enfermera inconsciente en el piso brilloso de la habitación antes de salir al pasillo con la misión cumplida. El rescate de mi hijo se había hecho urgente desde el día en que descubrí la noticia. La noche anterior había hecho mi sacrificio para entregar mi alma a los demonios. Ya ellos harían justicia y me entregarían un lugar a su lado. Mientras, en el mundo mortal debía otorgar a mi hijo la salvación que merecía. Ni Yulia ni Piótor entendían el sufrimiento de un espíritu en cautiverio. Liberarlo y exponerlo a la luz era la única manera de que reencarnara sin pecados. Mi hijo no sería el contenedor de una semilla podrida. Su padre se llevaría consigo el fuego que mata.

Desanduve el camino recorrido desde la sala de recepción. Pasé como un lobo que ha de salvar la manada, sin importar la mirada de otros depredadores ni el jugo escapado de sus presas. Antes de desaparecer por completo en el ascensor, miré con una ligera sonrisa a la joven de piel enmascarada, y al devolverme ésta la atención levanté mi mano izquierda y le mostré mi más respetado dedo del medio. De poder tener el tiempo necesario, la hubiera violado y regado sus partes en las sillas. Pero, absorto en mi cumplido más urgente, disfrutaba el pequeño y glorioso viaje a la planta baja.

Llegué a doble paso a la sala principal, donde el cuadro casi no había cambiado, solo las hojas caídas de los árboles en otoño volaban de un lado a otro. Pasé por delante de la muchacha de oro y, contrario a mi comportamiento anterior, le dediqué una sonrisa sincera y el último saludo cordial de mi vida humana. El demonio avanzó hacia la salida.

Pensando que el mayor riesgo había pasado, la tranquilidad abordó a mis mejillas y mi espíritu se dejó llevar por la corriente más serena. Sin embargo, al chocar contra un obstáculo que había olvidado por completo, los vellos de los brazos se erizaron, irritados, y me detuve frente al obeso guardia de seguridad. Intenté proclamar mi más hermosa sonrisa, pero a esas horas había absorbido demasiada bruma roja: mis ojos llameaban. Temiendo comprender mal mi estado, me pidió que le enseñara el contenido del maletín antes de marcharme.

El próximo minuto corrió tan veloz que la reacción no fue capaz de sorprenderme: abrí uno de los bolsillos externos del “gusano” y rebusqué en su interior el doble fondo. Lo arranqué como si hubiera utilizado esa técnica en otra ocasión, y de él extraje la fina hoja de una cuchilla. Dejando atónito al guardia, el cual no entendió mi movimiento, aproveché para deslizar el arma muy sutilmente por la cara del hombre. Éste cayó de espalda contra la puerta de cristal, que se rompió por el impacto, tapándose el ojo derecho con las manos, de las cuales brotaba su sangre grasosa. Eché a correr hacia la calle, escuchando los gritos que comenzaban a agruparse detrás de mí. Encontré mi auto en la calle frente al hospital. Abrí la puerta del conductor, la cual había dejado abierta previendo la situación, y me precipité dentro. El motor rugió con furia a tiempo para escapar de las primeras protestas que se estrellaban contra los cristales traseros.

Conducía en zigzag, tratando de despistar a los perseguidores que comenzarían su carrera en cualquier momento. La bolsa estaba en el asiento del acompañante. Abrí el zíper con cuidado y mi hijo yacía con los ojos cerrados. Temí lo peor, por su coloración, pero al tocarlo con un dedo y removerlo hizo ademán de sobrevivir a la intrusión. ¡Mi hijo! ¡El hijo que el destino quiso arrebatarme y ponerlo en otras manos! El destino. ¡Quién cojones te enlaza con el final equivocado! ¡Mi decisión ni tú ni las manos mortales podrán quebrantar! Nos vemos con un sentido erróneo de la vida: hacia adelante, para olvidar el pasado, o hacia atrás, cuando tememos el futuro. Pero yo aprendí a moverme para los lados, obviando las fronteras del tiempo, tomando hasta lo que no es necesario: la vida es un suceso en constante cambio.

Mi mente estaba cansada de razonar. Aún quedaba el hecho biológico de que este bebé no era mi hijo. Pero no puedo juzgar mis acciones con claridad. Pienso que es mi hijo el que a mi lado me acompaña a terminar la última espada que ha de ser forjada: la verdad. Los hechos son muchos, pero la verdad es única. Deprimido en el fondo del lago, podía aún entender esta máxima de mi experiencia. Mi hijo no era perfecto, difería en mucho del esquema de perfección que se ha reescrito de los conocimientos de Darwin, pero era mi hijo. El retoño que ha sido tejido en alguna selva del inframundo para guiarnos a los dos hasta el trono. Y ello nadie lo impediría.

Seguí franqueando las calles hacia todos lados, huyéndole a los semáforos y a los embotellamientos. Me ayudaba del GPS para elegir siempre el camino más correcto. No tardaron mucho en aparecer las sirenas a mis espaldas. Miré por el retrovisor del auto, y vi que tres coches patrulleros me perseguían a quemarropa, sin perder de vista uno de mis movimientos. Entendí que éstos no me ayudarían a escapar de hombres experimentados a tomar resoluciones en situaciones como esta. Por lo que adecué el último recorrido que haría sobre esas cuatro ruedas y me lancé a completarlo a toda velocidad.

Rugía el motor, rugía el viento cortado, rugían los policías, rugía mi alma, rugía el alma de mi niño. Un buen final es un grito lo suficientemente sorpresivo para asustar, pero no excesivamente prolongado como para molestar. Mis manos se aferraban con fuerza al volante a medida que ascendía por la colina hasta el “Fin del Mundo”. Chocando casi el guardafangos del carro, me sentía atrapado, asfixiado por una última hazaña del destino por detenerme. No obstante, demasiado tarde tendió sus redes sobre mis alas.

Caímos a la velocidad de la muerte. Caímos y caímos, irremediablemente hacia nuestro fin.

Llegué al punto más alto de la colina, en el cual los enamorados acostumbraban mirar el amanecer como símbolo de un nuevo comienzo. El cielo era gris esa mañana, me había perdido el despertar del sol y no me quedaban más opciones. Levanté de la bolsa a mi bebé, me lo llevé al hombro y salí del auto rápidamente, en el mismo momento que los patrulleros se detenían a escasos metros de donde pastaban mis pies. Desenfundaron sus armas y me apuntaron como al venado acorralado.

Sin embargo se equivocaban. Cualquier disparo de sus revólveres sería granizo de invierno contra la fuerza que me ensartaba en ese instante de luz crispada. Miré hacia abajo al acantilado, donde las olas de un mar imperioso golpeaban a casi cincuenta metros, gruñendo, las paredes de piedra. Las olas, mi vida, las paredes, yo: una eterna tortura.

 

Salté.

Caímos y sentía los bracitos deformados del niño cubriendo mi cuello. Caímos a la velocidad de la muerte. Caímos y caímos, irremediablemente hacia nuestro fin. Y en la caída, pasaron por mi cabeza los versos más tristes, los últimos versos que escucharía mi espíritu:

Los vacíos son más que vacíos,
Son verdades.

Las letras chocaron contra las piedras del acantilado y se hicieron pedazos, hundiéndose en las frías aguas del mar oscuro. Nuestros cuerpos pesados tocaron el fondo y, con el estruendo, provocaron burbujas que escalaron hasta la superficie. Allí rompieron sonoramente, perdiéndose en el aire, transformándose en palabras:

¿A dónde quieres llegar?
¿A esas nubes blancas
O a esos nubarrones grises?
¿Acaso al cielo azul?
Por mucho que sigas la luz hacia arriba,
El hueco solo se vuelve más hondo
Y tú te pierdes en la nada.

Jorge Cápiro
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