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La malaventura

jueves 20 de octubre de 2016
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“La obsesión acompañada de sensibilidades extremas genera monstruos”.
Pérez-Reverte.

¡Dios mío, ya son las cinco de la tarde! Media hora y no me llaman todavía. ¿Será que alguien especial tendrá que descifrar los resultados de mis pruebas? Algún ser de otro mundo tiene que bajar del antecielo y abrirse paso entre esta gente de esta oficina y leer lo que dicen esos papeles? ¿Qué raro, no? La última vez fue todo tan rápido, ni veinte minutos tuve que esperar… y esta comezón debajo de las axilas, qué horror, qué desgracia la mía. ¿Para qué uno se hace cosas, análisis, pruebas, mondongos? Es la verdad: se sufre menos cuando no te dejas tocar ni un milímetro de piel por un doctor. Mira que llegar a los cincuenta y pico de años y estar metida en esta jodedera. No, y lo digo y lo repito, si la vida va a ser de esta forma de aquí en adelante, así de misteriosa y mala madre, mejor morirse. Es mejor que te dé una cosa así como un soponcio de pronto y caes al suelo redonda y ya, se acabó. ¡Hasta el cementerio!

Pero la culpa la tiene esa doctora mía que es una sadista, le encanta hacer sufrir a las mujeres viejas como yo. ¿Qué gana con esa maldad? Y la oyes con esa voz de bicharraco medio muerto: mire, Angustia, necesita un examen de heces fecales, tres transfusiones de sangre de chivo, once masajes de la tiroides, un rayo equis de la contrapelusa del culo y varios lavados del intestino delgado y las carótidas… Y una va, como si fuera una vaca bravía y sin chistar te dejas hacer esto y te pinchan, te empujan, te amarran y te escupen y te miran con ojos de carnero degollado con sus lupas y sus microscopios… Y cuando viene la hora de recoger el resultado: te hacen esperar y esperar, y esperar… Te quedas ahí sentada por días con los ojos cerrados y la baba corriéndote por la boca: esperando y gira el mundo por tu cabeza y hasta te dan ganas de vomitar. ¡Qué horror!

Si bien recuerdo, la última vez en un santiamén me había llamado la doctora. Angustia, me dijo con esa voz que apenas se oye, venga, venga por aquí. Tenga cuidado no tropiece con estos cajones amarillos, ni con los baúles morados, ni con los dos mil folios de los pacientes vivos y muertos que están regados por todo el suelo. Perdone, es que no he tenido tiempo para hacer nada.

Siempre cuidándote más que el carajo porque si no todo se te deteriora hasta por gusto. Pero, todo en vano.  

Ella ya estaba parada en la puerta de su oficina con un fardo de doscientos papeles más sujetándolos en la boca como una perra con un hueso, esperando a que fuera yo la que dijera esto y lo otro… Pero yo entré esa vez sin decir nada.

Claro que me recuerdo todavía, con esa cara tan fea y esa nariz enorme parada en la puerta esperando. ¡Angustia, entre! ¡Pase, pase, no se preocupe por el reguero! Después la seguí ya estando dentro de su oficina por otro pasillito más largo aún. ¡No sé por qué los doctores les gusta tanto vivir entre laberintos! Noté otros cajones más grandes desparramados por los pisos. También noté la pared llena con fotos de sus seis hijos. Creo, que si no me equivoco, eran dos hembras y cuatro varones. ¡Madre santa! ¡Qué manera de parir! Estoy segura que esa no tiene problemas en el interior, es puro hierro galvanizado.

Bah, y una que nunca parió, porque como es bien sabido el traer hijos al mundo por ese hueco tan delicado acaba con todo, pelo, culo, tetas. Así empiezan las mujeres a volverse chatarra. Pero, eso sí, mientras más paren, más rimbombantes se ponen y más saludables lucen, y hasta se ponen culonas y rosadas como si fueran ángeles. Se les pone la matriz como cuero de cocodrilo. ¡Qué cosas raras las de esta vida! ¡Una que el sexo lo tiene programado como si se comiera un pastelillo delicado a un delicatessen! Siempre cuidándote más que el carajo porque si no todo se te deteriora hasta por gusto. Pero, todo en vano. Porque te hinchas, te salen pelotas en la rabadilla, te llenas de verrugas, hasta peste coge uno en la boca por cuidarse tanto… Y estas mujeres que paren a diario, esta doctora de los mil diablos con seis hijos enormes y con caras de espanto, nada de nada… Y más saludable que una secoya milenaria… Y siguen pariendo… Paren paradas en una esquina vendiendo pescado frito, o sueltan el bulto de hijo montando bicicleta… Y ni catarro les da.

Lo digo y lo repito: algo anda mal. Esta demora está muy sospechosa, muy, pero muy sospechosa. ¡Me sudan hasta las nalgas! Eso me pasa cuando me siento bien alterada. Y hoy de todos los días ni las pastillas para los nervios traje en la cartera. ¡Qué error de mi parte no pensar en traer las pastillas a este lugar horrendo! ¡Qué boba fui! Esta oficina es la antesala del infierno. A ver si alguien en este lugar se apiada de mí y me ofrece un zanax. Sólo un zanax para quitarme esta picazón, esta sudadera demoníaca. No es justo, debían decirme algo ya, o al menos ofrecerme un comprimido para calmar la angustia. Ahora, si me levanto y voy hasta allí, hasta la ventanilla aquella donde está sentada la flaca de la secretaria y le toco, ya me sé de memoria la forma en que me va a ladrar. A estas viejas las escogen no sólo para ser secretarias sino almas torturadoras. Va a arreglarse el moño y me va a decir en un tono indiferente: señora, no sea majadera y espere un poco; los análisis están terminados, sólo falta que la doctora los lea.

¿Sí? ¿No me diga? ¡Qué interesante! ¿Y la doctora dónde está? ¿Se habrá ido a tomar café a Colombia? ¿O a lo mejor está con una paciente haciéndole la reconstrucción del himen? Claro, qué le podrá importar a ella si soy yo la que me estoy derritiendo como una vela por las tantas preocupaciones. Pero así es la vida, mientras más jodío uno está, más mal te tratan. Tiene que ser que se olvidaron de mí, no puede haber otra razón. No saben que existo. ¡O sea que lo mío es fatal!

¡Ay, que dejen de hacerse los locos y que me digan lo que tengan que decirme! ¡ Yo no le tengo miedo ni a los fantasmas! Estoy muy vieja para tanto misterio. Estoy segura que me encontraron algún bicho raro por allá abajo o por el cerebelo, ¿quién sabe? Entonces, basta ya de tanta bobería: me lo dicen: pam, pam, pam y ya. ¡Déjense de tanto entresijo! Angustia debes tener dieciocho bichos metidos en la pituitaria y varias babosas han tomado aposento en los ventrículos de tu corazón… Y se acabó. Ese es tu gran problema.

¡Ay, coño, el que espera desespera! Me voy a rascar una nalga para ver si me quito estos pensamientos de la cabeza. Es que no puedo. Mira, Angustia, cálmate un poco soltando eructos por la boca y por el culo. Así me voy a sentir más relajada… Pero es que no puedo, no puedo, coño, no puedo. Si no salen pronto de allá dentro con los resultados de mis pruebas voy y toco la puerta, la tiro abajo y me meto por el pasillito para dentro y saco a la doctora por los pelos aunque esté metida en el baño haciendo sus necesidades, ¿qué les parece? Porque no es justo, no y no… Que tenga que soportar tanta falta de respeto… Estaré enferma, estaré con una pata en el cementerio, pero quiero que sepan que yo no le tengo miedo a nada ni a nadie. ¡Que me lo digan ya!

¡Que se sepa! Yo pago bien pagadas todas estas pruebas de tormentos innecesarios; mi dinero es tan bueno como el de otro cualquier paciente. Si me van a venir con la jodienda que me estoy muriendo, me lo dicen ya, clarito, clarito: Angustia, eres ya un cadáver. Te están comiendo los bichos. Hace tiempo que te enterraron… Nada, que yo solita y campante me preparo el ajuar que me voy a llevar al más allá con cintas, pelucas y paraderas. Pero que hablen ya claro, coño, que no estoy para agonizar en vida.

¿Que el análisis es positivo para mi desgracia, y qué? Mejor que sea positivo para no tener que regresar a este antro de brujas nunca más…  

¿Qué mira esa pelúa, sí, tú, la tal secretaria de mala muerte? ¿Me está mirando a mí? ¡Con esa cajetilla de dientes amarillos que parece un vampiro! Mira cómo se ríe hablando por el teléfono y meneando la cabeza. Estoy segura que le está diciendo a la patrulla de rescate cómo esta vieja que se llama Angustia sentada frente a ella está al borde de la muerte… Porque ella sabe que soy una muerta viva. Mire, oficial, tengo aquí en esta oficina una vieja que está ya acabando de morirse, así que hágame el favor de mandar una ambulancia enseguida.

¡Ay, ay, ay! Acaben el espectáculo que la tarde se acaba y tengo hambre. ¡Déjenme gozar una última cena! A mí qué me importa lo que sea. En este momento lo que quiero es que me maten, que alguien me dé una puñalada por aquí mismo, en el mismo medio del pecho y que caiga muerta como una lombriz en el piso echando babas por la boca. Total, si para morirse no hay nada más que estar viva.

¿Bueno, salen o no? ¿Que estoy media muerta? Está bien. Ya hasta me estoy acostumbrando a salir de este mundo. ¿Que el análisis es positivo para mi desgracia, y qué? Mejor que sea positivo para no tener que regresar a este antro de brujas nunca más… ¡Aquí juegan con el dolor de la gente! Y de mí nadie se burla. Está claro… ¡Nadie se burla! Es más, ahora mismo, sin esperar un momento más, me voy al carajo y me limpio el fondillo con lo que me puedan decir.

¡Que me manden las flores a la funeraria! ¡Ja! De mejores lugares me he ido yo sin esperar que me llamen… Y mejor aún cuando se están burlando de tu persona. ¿Oíste bien, niña, secretaria, esperpento del más allá? Me voy ahora mismo. Dile a la doctora que se meta esos resultados por el mejor hueco del cuerpo que le agrade que yo voy ahora mismo directo al cementerio a comprarme el lote donde me van a enterrar.

Chicho Porras
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