He conocido muchas mujeres en mi vida; docenas, tal vez. Hubo algunas de fuego, de arena o de cristal. Incluso unas pocas que estaban constituidas de roca. Luego de un somero análisis pude constatar que Katherine, la colombiana, es la única que está hecha de agua. Nunca conocí mujer más jodidamente triste que ella, tan tristemente sola y fragmentada. No hay nada más hermoso que una mujer rota y repleta de heridas. Doy fe.
Sentí que la banca en la que nos encontrábamos sentados era el verdadero centro del universo.
Conocí a Katherine en una banca cualquiera de la Alameda Central. Estaba sentada en silencio, como el insomne que en las noches se sienta en el marco de la ventana a esperar el amanecer o a la muerte, que es absolutamente lo mismo. La pasividad y la invisibilidad que la rodeaban me llamaron la atención. Me dirigí hasta donde estaba ella y tomé asiento. Pareció no percatarse de mi presencia. De inmediato comencé a experimentar una sensación de vértigo. Los vagabundos pasaban raudos ante nosotros, buscaban mendrugos en los botes desparramados de basura y colillas de cigarro en el suelo grisáceo. Pequeñas turbas de hombres viejos, de muecas dolientes y bocas desdentadas, jugaban ajedrez con la misma paciencia de dios. También había niños, muchos niños de pieles costrosas vendían dulces baratos o lustraban zapatos. Todos portaban una extraña luz acuosa en sus ojos y una tremenda rabia en el rostro.
Y luego Katherine, la mujer de agua, la mujer más triste. Sentí que la banca en la que nos encontrábamos sentados era el verdadero centro del universo. Un vórtex imantado que hacía las veces de licuefacción a esta dimensión, mezclaba sacos de huesos y carne con los quistes metafísicos que a algunos pocos les brotan en el alma. Quería irme, mis irremplazables ganas de huir me invadieron e hicieron de mí un juguete. Pero una inexplicable fuerza me mantenía atado al lugar. Horas después, cuando por fin pude zafarme, caí en cuenta de que en realidad dejé un trozo de mí tirado en el suelo (quizás sólo un dedo, tal vez la cabeza). Antes ella comenzó a hablar. De su boca surgió una muchedumbre de voces, o quizás fue sólo una y el impacto me hizo distorsionar la realidad. No sé. Mientras me contaba su historia Katherine veía el cielo. En su mirada se asomaba el desamparo aprendido, la derrota. Decía que venía huyendo de Colombia: el gobierno contra carteles de la droga. Su esposo había sido decapitado frente a sus ojos y su única hija fue violada innumerables veces, al igual que ella, dentro de su propia casa. Habló de trata de personas, de armas y sangre. Su frialdad para contarlo me hacía sentir una especie de tormenta eléctrica que se originaba en mi nuca y bajaba recorriendo toda la espina dorsal.
Sin borrar de su cara la mueca de tortura —tan característica de las estatuillas de vírgenes en las iglesias—, me invitó a un café. Accedí presuroso, aunque no con poco miedo y curiosidad a la vez. Nos dirigimos, pues, a una cafetería vieja ubicada en la calle de Tacuba, en el centro histórico.
En ocasiones creí verla caminando en los parques o en las calles, o bebiendo café con tranquilidad de cocodrilo en cualquier lugar del centro.
Con qué diligencia y elegancia bebió de su taza. Impasible calma. Finura casi ancestral. La tristeza la volvía guapa, carajo, muy guapa. Lo negro del líquido que bebía y la negrura enceguecedora de su melena encajaban a la perfección. De vez en cuando, uno de sus mechones se le escurría por el rostro, acentuando, así, la línea de sus cejas pobladas, trazadas magistralmente por una mano divina. Habló de su viaje, de su escape improvisado, de recuerdos que preferiría olvidar y de cosas que prefería no saber. Habló de la humanidad, de sus ganas de nada, de su intransigente condición que la precede. Éramos como dos recién nacidos hablando de la muerte. Del dios, del diablo.
Al salir de la cafetería, nos dirigimos a un hotel umbrío y barato de la calle El Salvador. El destartalado colchón tejía con facilidad escenas de perversiones ajenas en el teatro de la mente. Lloró mientras teníamos sexo. Dijo que ya era una costumbre, que no me preocupara. Al finalizar comenzó a vestirse con una rapidez que, hasta el momento, era algo inusual en ella. Dijo que debía irse. Fue la última vez que la vi.
Desde ese día acudí todas las tardes a la misma banca donde nos conocimos. En ocasiones creí verla caminando en los parques o en las calles, o bebiendo café con tranquilidad de cocodrilo en cualquier lugar del centro. Pero nunca fue ella en realidad. Hasta hoy, que vi su rostro en la primera plana de un periódico de contenido más bien amarillista.
¡Se ahorca en la habitación 201 del hotel El Salvador!