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La corbata roja

sábado 21 de enero de 2017
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Lucía despertó con la misma sensación que cada sábado recorría su cuerpo: el vértigo mareador de una noche de excesos. Hizo mecánicamente lo que acostumbraba, pasó su mano por la frente para limpiarse el sudor que provocaba la falta de aire en el pequeño cuarto cerca de la costa veracruzana. Todo parecía normal, el cenicero lleno de colillas, los esqueletos de botellas regados por toda la habitación. Sin embargo, algo era diferente, esta vez su gato Pelusa no dormía con ella, esta vez yacía en una de las esquinas colgado del cuello con una vieja corbata roja.

Al principio no creyó tal escena, las ganas de salir corriendo a vomitar al baño fueron más fuertes, tantas que apenas y alcanzó a botar todo dentro del retrete. Al salir cruzó lentamente la sala de escasos muebles; en una cómoda desordenada había tres retratos enmarcados, dos de ellos con el cristal roto. Se acercó lentamente a la puerta y se asomó con incredulidad, entró poco a poco como si alguien la tomara por la espalda, no quiso acercarse, se recargó en la pared y se dejó caer casi a manera de desmayo quedando postrada sobre sus piernas en una posición un tanto extraña, con una mano en el cabello y la otra suelta en el piso pegajoso con manchas de refresco mezclado con licor. Fue entonces que intentó recordar lo que la noche anterior había sucedido.

Tal fue su indecisión que a la primer mujer que conoció decidió renunciar a sus sueños de boda y futura familia.  

Mucha gente bailando en el Havalon-Disco era la imagen que automáticamente venía a su mente, no sólo ese día, sino todos los sábados al despertar, era costumbre de Lucía gastar cada viernes casi todo lo que recibía por animar supermercados en minifalda y amanecer con gente desconocida en su apartamento, generalmente con personas de otros estados que visitaban el puerto; cerca de un año ya que este era su estilo de vida. Despertar y no recordar prácticamente nada aunque sí un poco a manera de esporádicas imágenes que le llegaban a la mente. Ahora todo era más borroso de lo normal. Entre llanto y lágrimas intentaba hurgar en lo más recóndito de su memoria mientras bebía directo de la boca de una botella que contenía un poco de ron. El sabor del licor de caña le recordó el gran número de cubas libres que bebió en la barra del lugar, para después seguir la fiesta en su casa.

Otro flashback de esa noche la llevó a la rabia que sintió cuando una de las chicas que estaban en su departamento habló de cómo había conquistado a un hombre que estaba comprometido, se llamaba Luis, ex prometido de Lucía y quien le había obsequiado a Pelusa, días después de entregarle el anillo de compromiso, como muestra de su “eterno amor”; casi en todo momento recordaba ese día, ella sentada en la playa cerca del malecón esperando a Luis quien intencionalmente se hizo esperar para llegar a sus espaldas y tapar sus ojos con una mano, y con la otra poner a sus piernas al felino que en su cuello portaba un moño rojo, cual maldita premonición de su infortunado destino. Junto con el gato le obsequió una reservación en el Hotel Palace en donde dos semanas después le propuso matrimonio.

De su bolsillo sacó un pequeño paquete pequeño de pastillas, las reconocía bien, eran MDMA, éxtasis; igualmente recordó que había diez píldoras cuando se la regalaron, sólo quedaban tres, un tanto humedecidas por el clima tropical. Los meses que siguieron a la propuesta marital fueron de declive para ella y Luis, Lucía no creía que fuera cierto todo lo que sucedía, y a la vez, su prometido se arrepentía por haber dado un paso importante tan rápido, tal fue su indecisión que a la primer mujer que conoció decidió renunciar a sus sueños de boda y futura familia.

Limpiándose inútilmente las lágrimas del rostro, Lucía se incorporó y aún sin creerlo intentó acercarse al cuerpo inerte de su mascota, una que amaba y a la vez odiaba, pues era un eterno recuerdo de su fallida relación, de las noches que siguieron a su ruptura, mismas que no variaban mucho: excesos, drogas, hombres y alcohol. Una imagen de su ira desmedida golpeó a su memoria como un recuerdo más de la noche anterior. Era ella soltando cachetadas y arañazos en dirección a la mujer que le había quitado a su prometido. Recordaba cómo había botado a toda la gente de su apartamento ciega de furia, cómo Pelusa la miraba, agazapado en la esquina de la habitación sobre una vieja corbata roja que Luis había olvidado el día que se despidió de Lucía.

Arturo Molina Hernández
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