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Padre nuestro

martes 2 de octubre de 2018
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Que el viento roce mis mejillas no es normal, las mascarillas de oxígeno ya cayeron y el brusco movimiento alteró a los pasajeros.

Escucho, en el asiento trasero, una voz femenina ya entrada en años; a pesar del artefacto plástico en su boca, se alcanza a entender el rezo infinito de padrenuestros.

Las manos me sudan, siento un frío fuera de lo normal pero intento mostrar temple de acero, no sé si de verdad lo esté logrando; generalmente cuando una fuerte turbulencia golpea, yo me doy cuenta de que finjo bien la ausencia de miedo al ver cómo la gente, espantada, cambia su semblante al notarme sereno; esta vez el caos es total.

Una gota gélida emerge de uno de los poros de mi frente, escurre, desciende por el centro de mi nariz, se pierde en el interior de mi fosa nasal derecha. La señal de abrochar cinturones parpadea intermitente, el sonido que la acompaña se repite una y otra vez. ¿Y si jalo la mascarilla hacia mí, qué cambiaría?

Escucho, en el asiento trasero, una voz femenina ya entrada en años; a pesar del artefacto plástico en su boca, se alcanza a entender el rezo infinito de padrenuestros, uno tras otro. Esto rompe mis nervios, ahora sí. Concentro mi mente, sin quererlo, en la lúgubre voz de la anciana… Que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… ¿¡Por qué no se calla!?

Se intensifica el soplido del viento en mis mejillas. Ahora las sobrecargos corren de un lado para otro. Cuando creía que algo iba mal en algún vuelo siempre volteaba hacia ellas; si se mostraban tranquilas, yo lo hacía también y mis manos recobraban su temperatura habitual; podrán estar entrenadas, pero el miedo a morir es un sentimiento del que pocos se salvan. No escucho ya los gritos de los más de cien pasajeros… Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo… sólo atiendo a la tétrica voz repicando en mi cabeza. ¡Ya cállate!

El avión cruje alarmantemente, irreconocible; no he viajado mucho, pero sí lo suficiente para saber que esos extraños sonidos no son convencionales. Trato de elegir, como ahora, la primera fila, donde comienza la clase económica. Mis manos se mantienen frías; mi mandíbula comienza a resentir la fuerza aplicada en el choque de mis dientes, mis músculos se contraen involuntariamente; un hormigueo desde la punta de los pies hasta el paladar y se pierde en diferentes partes de mi rostro… Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden… incrementa la velocidad de sus palabras. Que alguien le cierre la boca.

Al momento de voltear veo con terror un rostro deformado, espectral, sin mascarilla puesta.

Ya no veo por ningún lado a las… no nos dejes… aeromozas, estamos abandonados a nuestra suerte. El piloto, minutos atrás, decidió no darnos más informes… caer en la tentación…, lo último que dijo fue que “aterrizaríamos de emergencia a la brevedad”… y líbranos… ¡Carajo con esa voz, que cierre el hocico!

Vuelvo a escuchar los gritos, hay pánico incontrolable, gente desmayada… del mal… pero la voz sigue taladrando mis sienes. Me levanto enfurecido, sin importar el violento movimiento del avión. Dispuesto a soltar mi ira sobre ella, giro la cabeza al mismo tiempo que el ruido del motor se detiene. Al momento de voltear veo con terror un rostro deformado, espectral, sin mascarilla puesta, tampoco aferrado a un asiento. Quedo petrificado, la ventanilla a mi lado se quiebra, el viento me jala; primero me hace chocar de espaldas con la pared que separa la clase ejecutiva con la económica, después me lleva intempestivamente hacia el vacío, no veo absolutamente nada, la visión se nubla; apenas alcanzo escuchar a alguien —¿seré yo?— decir: Amén.

Arturo Molina Hernández
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