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Aquiles

martes 7 de febrero de 2017
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A mi amigo Ulises…

La saeta de punta dorada y afilada se incrustó de forma súbita y violenta sobre el talón derecho del bravío guerrero. Los ojos se le inyectaron de sangre y de una mirada furibunda que deformó un rostro que alguna vez había sido bello. Un grito de ira y de dolor desgarrador estremeció todo el éter, llegando más allá de donde cualquier mortal podría alcanzar jamás. La tierra tembló en su infinitud y los océanos parecieron agitarse cargados de furia.

Primero cayó su escudo de bronce; luego, sus rodillas pesadamente tocaron el árido suelo, para, por último, ser su boca la que besara la blanca arena. Su cuerpo quedó tendido allí durante un largo rato. Su mano, inerte ya, aún sostenía su temida lanza, mientras que su espada, la misma que tantas vidas había arrebatado y tantas veces había sido teñida en espesa sangre, aún permanecía pulcra sin desenvainar. Sus cabellos, largos y negros, suavemente fueron movidos por el viento que soplaba despacio, casi sin fuerzas. Frente al cuerpo, las doradas murallas de Ilión aún permanecían arrogantemente invictas, casi desafiantes…

Por un lado se podía escuchar a los troyanos que enérgicamente gritaban y festejaban y aclamaban a su príncipe Paris la prodigiosa hazaña, mientras que en otra parte los aqueos lloraban y se lamentaban, aterrados de sólo pensar que finalmente serían expulsados de aquellas inhóspitas tierras orientales…

¡Héctor había sido vengado y Troya recuperado la esperanza!

 

Parado, frente a él, un varón muy grande y cubierto con armadura completamente negra, como la noche más oscura, lo contemplaba con inclemencia.

Cuando despertó de su largo letargo, el belicoso Aquiles se encontró rodeado de densas tinieblas que lo cubrían todo a su alrededor; estaba aturdido y prisionero de una extraña sensación que nunca había experimentado, pero que ahora lo apremiaba incesantemente y no lo dejaba respirar: el miedo. Ese frío y pálido sentimiento ya recorría cada milímetro de su cuerpo.

Observando con estupor aquel lugar, notó que estaba poblado de miles de guerreros que parecían caminar tortuosamente sin ningún destino en particular, como perdidos en medio de aquella infinita desolación. Entre aquellas sombras inmutables y errantes creyó ver algunos rostros conocidos.

Parado, frente a él, un varón muy grande y cubierto con armadura completamente negra, como la noche más oscura, lo contemplaba con inclemencia.

—¿Dónde estoy? —preguntó casi a los gritos el héroe griego al siniestro extraño que no dejaba de observarlo con mirada sombría y acusadora—. ¿Acaso me puede llevar nuevamente hasta los muros de Ilión? Aún debo pelear allí…

El otro lo miró con mayor severidad que antes y luego le dijo con firmeza:

—Y lo harás, Aquiles… ¡Pero ahora pelearás por siempre en mis legiones!

Santiago Blanco
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  • Aquiles - martes 7 de febrero de 2017

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