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El grito

jueves 20 de julio de 2017
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Nota del editor
Este relato de la escritora española Salomé Guadalupe Ingelmo obtuvo el primer puesto (modalidad Cuento) en el VII Concurso Internacional de Poesía y Cuento “El Parnaso del Nuevo Mundo” 2017, convocado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú).

La grotesca figura se lleva las manos al rostro demacrado, apenas una calavera. Lo sujeta con fuerza; teme que el desgarrador grito le desencaje la mandíbula y haga saltar en pedazos su cráneo. La vida le ha consumido tanto… Poco queda de él en esa momia apergaminada. Pero su cuerpo torturado, retorcido como un tronco seco, como un pedazo de metal doblegado a martillazos, aún se mantiene en pie.

Ya no hay rastro de soberbia. Pediría ayuda a Dios, pero se le deshace entre las manos. Se derrite como un Cristo de cera que, decepcionado al contemplar esos burgueses fariseos que se agolpan a sus pies en el Gólgota, llora churretes de óleo sobre el lienzo. Recurriría al hombre, pero los espectros que se cruzan con él al atardecer por el paseo Karl Johann miran a través de su cuerpo sin verle. No tienen tiempo que perder en asuntos tan fútiles. En sus rostros lívidos no queda rastro de humanidad.

Siente cómo el suelo se mueve bajo sus pies. Intenta aferrarse a algo y no encuentra más que una endeble cuerda que sirve de improvisada barandilla. Nutre la certeza de que no logrará cruzar ese puente, de que las tablas de madera se abrirán a su paso como se abrió el Mar Rojo ante Moisés y el vacío lo engullirá para siempre. Caerá al río encajado entre los altos montes, agitando brazos y piernas inútilmente. ¿Cuántos metros puede haber hasta llegar al agua? ¿Treinta? ¿Cuarenta quizá? La curiosidad puede más que la prudencia y el caminante se aventura a mirar hacia abajo.

Mal. Error. Tienes que aprender a caminar sin desviar la mirada. Vista al frente, siempre al frente. Como si de verdad creyeses que existe una meta. Debes esforzarte por asimilar la estrategia del funambulista. Nada es lo suficientemente importante como para merecer tu atención: ni escaparates ni viandantes ni periódicos ni promesas. No debes fiarte de todas esas cosas. No son más que espejismos. Si concedes crédito al mundo, acabarás perdiendo el equilibrio. Sólo puedes contar con tus fuerzas para salir de esta, se repite mientras avanza con paso inseguro.

Aquella excursión la hizo en otra vida, cuando aún sabía quién sería a la mañana siguiente, con quién se encontraría al mirarse al espejo.

La precaria construcción se balancea cada vez con más insistencia. Las sacudidas resultan tan violentas que amenazan con arrojarle al vacío. Sólo que ya no está sobre el puente colgante del río Irati, sino en una calle cualquiera de Cristiana. Un observador poco perspicaz diría que se encuentra a salvo.

Artozqui no cae lejos. Si le pregunta a su navegador, le contestará que está a diecinueve kilómetros y medio. Exactamente veinte minutos de trayecto en coche. Sin embargo su navegador no sabe nada. Es sólo un cacharro inservible que hace mucho tiempo escondió en la mesilla de noche para no tener que verlo. Para no tener que recordar todos esos sitios en los que un día —antes del internamiento— estuvo y a los que nunca volverá.

Aquella excursión la hizo en otra vida, cuando aún sabía quién sería a la mañana siguiente, con quién se encontraría al mirarse al espejo. Aquella excursión la hizo otro hombre del que no ha vuelto a tener noticias. Algunos días espera muy animado que llame, sin despegarse del teléfono. Otros, se abate porque sospecha que jamás se reunirá de nuevo con él.

***

Es un hombre del norte, un hombre recio. Resistirá la embestida de la tuberculosis, escapará del destino de demencia que le persigue, renunciará al estigma que se le ofrece como herencia. Un día tras otro se lo repite, pero ni su férrea disciplina logra recomponer al hombre dividido. Va pegando los pedazos como mejor puede, aunque sin demasiado acierto, y al final se encuentra ante un collage en el que no se reconoce.

Las graves sirenas anuncian que el barco se hunde. El bombardeo comienza mientras el sol se pone. La sangre empapa el lienzo y pugnan por inundar el azul oscuro, casi negro, del fiordo. Las pinceladas se hacen cada vez más violentas, pero su furia sólo consigue avivar el incendio. Su voluntad está indefensa, nada puede contra el curso de los acontecimientos. El pintor, finalmente, se rinde. Las llamas se propagan por el cielo, las nubes se queman y el aire se hace irrespirable. Traga bocanadas de papel de lija que no logran suavizar las aristas de sus entrañas.

Aún tarda en comprender que el desgarrador grito no procede del fondo del cuadro, sino de su propia boca.

***

―¿Se encuentra bien? No se preocupe, se trata sólo un ataque de ansiedad. Por eso no logra respirar. No debe asustarse, son las sirenas del embalse de Itoiz. Aún están efectuando pruebas. Ya sabe, por el plan de emergencias. Las llevan haciendo algún tiempo. Quizá haya estado usted fuera de la ciudad ―aventura tras observar la expresión perpleja del desconocido.

―Sí. Me ausenté por un período.

El pobre hombre no alcanza a comprender que, cuando el río decida desbordarse, ningún dique podrá poner freno a la embestida de la tumultuosa corriente.

―Pues está de suerte; ha vuelto justo a tiempo. Parece que esta debería ser la última prueba. El alcalde ha prometido que si hoy se oían bien, acabarían con este martirio. Se trata de un procedimiento rutinario. Sólo volverían a sonar si un día se rompiese la presa. Pero eso resulta prácticamente imposible. No hay peligro, es una construcción sólida que resistirá perfectamente la presión. Así que, como ve, no hay por qué preocuparse.

―Gracias. Ahora me siento mucho más tranquilo ―responde el caminante procurando ofrecer una afable sonrisa al desconocido.

Tanta ingenuidad le produce una enorme ternura. El pobre hombre no alcanza a comprender que, cuando el río decida desbordarse, ningún dique podrá poner freno a la embestida de la tumultuosa corriente.

Pero él sí es consciente. Él ya ha tenido oportunidad de comprobarlo.

Mientras, lejos, el embalse se va llenando lentamente con las aguas fecales que los desaprensivos vierten sin control, con los escupitajos que los excursionistas juegan a lanzar desde los puentes, con las lágrimas de lluvia melancólica que caen del cielo.

Salomé Guadalupe Ingelmo
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