La promesa
La seño Rosa era la profesora más temible que teníamos en la escuela La Inmaculada. Su concepto de la disciplina y el respeto estaba compendiado en la agudeza de sus gritos, pero sobre todo en una regla de madera de cuatro dedos de ancho por siete milímetros de grosor, que frecuentemente se posaba con violencia en las palmas de las manos o en la redondez de nuestras nalgas. Casi podría decirse que la seño disfrutaba de esos “ajusticiamientos”, como cierta mañana no menos calurosa que las anteriores, en que algún desconsiderado tuvo la mala idea de liberar un apestoso pedo que demoró siglos en disiparse entre el hacinamiento de escasa ventilación que caracterizaba al aula que nos tocó ocupar ese año. “Voy a esperar un minuto —dijo solemne— para que quien cometió ese acto de indecencia se levante y venga hasta mi escritorio. Si no, les juro que iré de pupitre en pupitre y les daré un reglazo en la mano, aunque se me vaya toda la mañana en eso”. Como era de esperarse, el infractor nunca asumió su culpa, y la seño Rosa, pletórica de placer, cumplió su promesa.
Se manchaban las comisuras de tus labios con el color del chocolate frío cuando te confesé que mi más grande anhelo era el convertirme en un escritor de fama.
Te voy a escribir un cuento
Te lo prometí hace muchos años. Exactamente la primera vez que te mostré mis escritos, un cartapacio de papeles en los que había de todo un poco: poemas, minicuentos, artículos de opinión y hasta varios intentos de novelas.
Recuerdo que ni siquiera te molestaste en leer, por lo menos, uno. Simplemente los hojeaste y ojeaste como quien mira una cosa del otro mundo, un animal extraño que merece poca atención, pero sí una expresión de burla envuelta en una pregunta: “¿Y tú para qué escribes esas cosas?”. Te comenté que me sentía en la necesidad de hacerlo, porque los libros de mis autores preferidos me empujaban a la escritura, porque percibía que mi misión en la vida era narrar, a fuerza de letra, las cosas que inquietaban lo más profundo de mi existencia. Y ahí sí que pusiste más cara de extrañeza, pero esta vez con una risa de mofa que no pudiste contener. “¡Tú es que tienes unas vainas!”. Me devolviste el amasijo de papeles y cambiaste la conversación con tu muy particular estilo: “Vamos, para que me regales un helado”.
Se manchaban las comisuras de tus labios con el color del chocolate frío cuando te confesé que mi más grande anhelo era el convertirme en un escritor de fama, que publicara libros y colaborara con las mejores revistas del mundo, pero tú seguías perdida en tus preocupaciones, en la ropa que te pondrías el sábado para asistir a la fiesta de Julito y en los pasos que debías practicar para lucirte como la mejor de todas en eso de mover pies y nalgas al son de la música disco. “¿Tú vas?”, me preguntaste mirando para otro lado y te respondí que sí, que Julito me lo había recordado en el colegio y que ya estaba barajando cuál sería el regalo preciso para los gustos del cumplimentado. “A ese nunca lo he visto leyendo un libro, así que no pierdas tu tiempo”.
En realidad, Julito no era el único, ni tú tampoco. En todos se manifestaba un cierto desprecio por los libros, displicencia que poco disimulaban, tal como la risa que te atacaba cuando te leía mis poemas. Pero había algo que te salvaba: para mí eras la chica más linda del mundo, la propicia para inspirar los escritos más encarnizados, la musa para acometer cualquier aventura literaria, aunque no diferenciaras entre una canción de los Bee Gees y un poema de Vallejo. Para mí eras capaz de desatar un torrente de adjetivos con sólo agarrar mi mano y estampar un beso leve en mis labios, aunque más tarde comprobara que hacías lo mismo con todos los muchachos, sobre todo en la penumbra cómplice de las minitecas, donde sabías moverte como pez en el agua, mientras yo me arrinconaba analizando cada golpe de música con una especie de fascinación que a duras penas comprendía, pero que al mismo tiempo disfrutaba.
Me gustaba estar a tu lado, respirar la fragancia que emanaba de tu cuello, observar la inquietud de tus ojos, pero más que eso hubiese querido escudriñar tus pensamientos para saber en cuál lugar me tenías, aunque en el fondo sospechaba que no encajaba del todo en el esquema de relaciones amistosas que te gustaba cultivar. “Tú hablas muy bonito, pero a veces aburres”, me decías a manera de explicación de por qué solías conversar conmigo y hasta permitirte algún paseo, siempre y cuando hubiera helados de chocolate y visitas a las terrazas donde se programara la música en el inglés que nunca aprendiste a hablar.
De todas esas cosas me gustaba escribir, pero ese cuento que quería dedicarte no sé por qué se me hacía tan esquivo.
Fue sólo una vez cuando logré romper la rutina. Te llevé a un recital de poemas en una casona del Centro, de donde saliste aburrida y con la idea de encontrar otro sitio donde comernos un helado y seguir escuchando a tus cantantes preferidos. A esa hora, me hubiera gustado caminar contigo por la muralla para contemplar el espectáculo romántico del sol ocultándose en el filo del mar, pero recordé que tú, al igual que muchas de tus amigas, vivían de los prejuicios y valoraban en exceso la opinión de los demás. O eso aparentaban. “No, mijo —te negaste—, será para que se imaginen quién sabe qué”.
Para ese entonces, la ciudad apenas despertaba de su letargo proverbial. El cordón amurallado era una especie de combinación entre letrina y prostíbulo públicos, pero lo que siempre permaneció fue el idilio de sus tardes enrojecidas por la despedida del sol, más allá de donde nunca llegarían las tristes canoas de los pescadores.
De todas esas cosas me gustaba escribir, pero ese cuento que quería dedicarte no sé por qué se me hacía tan esquivo. Desconozco por cuál razón la mano y la imaginación se me truncaban en cuanto abría el cuaderno e intentaba escribir las primeras líneas. A veces culpaba al punto de vista. Entonces aventuraba una primera persona, una segunda o tercera, pero el relato nunca germinaba, a pesar de que los recuerdos giraban como un ventilador en lo más profundo de mi conciencia.
“¿Cómo va tu cuento?”, me preguntabas de vez en cuando, sobre todo cuando tenías poco que comentar o cuando notabas que me aburría con tus anotaciones sobre lo que viste en los programas musicales de la televisión o sobre los corrillos del colegio o de la cuadra. Te explicaba que ya tenía el argumento; o, mejor dicho, los argumentos con que armar la narración, pero que me faltaba un punto de vista fuerte con el cual hacerla convincente. “¿Y yo soy la protagonista?”, interrogabas y explayabas una sonrisa luminosa cuando te decía que sí, que la intención era que el texto te describiera lo más fielmente posible. “Pero me pones como una de esas peladas bonitas que salen en la novela de la noche”, me recomendabas y rematabas la precaria conversación con un beso leve y con una invitación a que te regalara un helado.
El beso, la calidez de tu piel y el perfume que emanaba de tu cuello me alborotaban la imaginación de tal manera que hubiera podido escribir el cuento ahí mismo, sentado en la mesa de la terraza en donde devorábamos la crema de chocolate, y donde todos admiraban cómo se destacaban tus piernas y tus nalgas sobre la estrechez de los banquitos de colores que te servían de plataforma para lucirte lo más intencionalmente que se pudiera, pero haciéndote la distraída, la que ignoraba que un universo de ojos estaba centrado en las protuberancias más escandalosas de su cuerpo. Así era en las minitecas. Bailar frenéticamente al ritmo de la música mundo o contonearse suavemente al influjo de las baladas más lacerantes, era un juego de niños para ti, que dedicabas casi que 24 horas al cultivo de tu imagen, pero ni medio minuto al adiestramiento de tu espíritu.
Eso pensaba yo, que vivía sumergido en un universo de libros, películas dramáticas y música exquisita, mientras me despedazaba los sesos tratando de armar una historia compacta, firme, veloz y contundente como consideraba que eran las mejores sagas de mis autores preferidos. Al mismo tiempo, casi nunca dejaba de asistir a las sesiones de práctica en casa de Jackeline, donde apagábamos la luz del patio y ensayábamos las baladas y las tendencias anglos que sonaban en la radio, para que nadie nos ganara en la miniteca del siguiente sábado. No había luces centelleantes en ese patio, pero la luna parecía hecha para resaltar tu figura vibrante, sudorosa y admirable entre las diez parejas que constituían la pandilla. Y en eso se basaban mis argumentos mentales. Entonces descubrí que lo mejor sería ir consignando fragmentos en el cuaderno, en lugar de pretender una historieta intensa, pero de una sola sentada.
Vinieron más minitecas y más tardes de helados de chocolate que me servían para elaborar más fragmentos hasta que el relato se fuera haciendo lo más apretado y vehemente que el tema permitiera, lleno de descripciones y situaciones que no dejaban por fuera los rumores según los cuales supuestamente habrías sobrepasado la costumbre de los besos leves destinados a los amigos de la gallada, para ir más allá de las manos acariciando tu entrepierna o penetrando la voluptuosidad de esas nalgas que encendían lo más oscuro de las imaginaciones. Pero no eras la única. Más de una de las muchachas de la cuadra te siguió los pasos. Las baladas, la danza frenética, las minitecas y el patio sin luz de Jackeline se volvieron estampas de la nostalgia.
El Centro atraía juventudes como la pudrición a las moscas, pero éramos varios (no era yo solo), quienes de pronto empezamos a sentir que ya no ajustábamos en ese mundo, que nos habíamos quedado en la simpleza de otras épocas y que el nuevo camino era buscar un no sé qué, que estaba no se sabía dónde, pero que no era en las grandes discotecas ni en las parrandas nocturnas alrededor de fogatas playeras.
Algo estaba cambiando en el barrio. Algo se estaba transformando para siempre. Los rostros se iban extraviando y los caminos bifurcándose, mientras yo rompía las hojas de aquel cuento que había iniciado cuando aún emanaba un perfume excitante de tu caliginoso cuello, cuando tus besos eran como una granada de fragmentación que abría todas las posibilidades de mi clarividencia como para escribir no un cuento sino toda una antología de reseñas que abarcaran la criminalidad de tus piernas (como dice Blades) y la conmoción de tus nalgas estremeciendo las miradas esquineras y hasta las más fingidamente discretas.
Tenías la estampa de una mujer madura y mesurada. O al menos eso creí cuando me miraste y dijiste un hola suave, sibilante como el siseo de una serpiente en acecho.
El bonche también se descuadernó desde que algunos despertamos de la demencia juvenil y emprendimos los caminos que esperaban nuestras familias; otros se transformaron en padres abnegados, y unos pocos siguieron en la eterna festividad del alcohol, las discotecas y los alucinógenos. Pero ya no todos estábamos en el barrio. La ciudad también empezaba a expandirse y, obviamente, a modificarse. Sólo que las viviendas no eran las grandes, frescas y luminosas que disfrutamos cuando el barrio era un nido de concreto entre el monte selvático que nadie que viviera en el Centro quería visitar. Tu familia fue una de las que partieron en busca de mejores modos de vida, pero tiempo después fue otra de las que se devolvieron diezmadas por las exigencias económicas que no alcanzaban a llenar en otros vivideros.
No sé por qué tuve el impulso de ir a visitarte, tal vez para escuchar nuevamente tu voz y aspirar el dulce perfume que anidaba naturalmente en tu cuello. Y lo hice.
Fue un domingo. Estabas sentada en la terraza, pero ya no eras aquella hoja de laurel que bailaba como gobernada por los hilillos de la brisa. Tu vientre dejó de ser la llanura deseada de otras épocas, mientras que en tu rostro se atravesaban los trasnochos irritantes de las madres solteras. Tenías la estampa de una mujer madura y mesurada. O al menos eso creí cuando me miraste y dijiste un hola suave, sibilante como el siseo de una serpiente en acecho. Asimismo te levantaste, me diste uno de esos besos escalofriantes que cultivaron renombre en el barrio de nuestras pilatunas, y preguntaste qué había sido de mi vida.
“Estoy escribiendo mucho, pero aún no publico”, te respondí. Y esa respuesta iluminó tus ojos como ante el recuerdo de algún asunto por resolver. “¿Y mi cuento?”, preguntaste. Y te expliqué que tenía los argumentos tan maduros que podría escribirlo de una sola sentada. “O sea, ¿todavía no has escrito ese puto cuento?”, fue tu siguiente pregunta, complementada con una carcajada estrepitosa, que sólo se detuvo cuando traté de dilucidarte las dificultades que encierran ciertos temas que uno cree cercanos, pero cuyo engranaje resulta tan complejo que cada palabra merece más que una reflexión.
“¡Tú es que sales con unas vainas!”, comentaste con tu muy particular estilo, pero terminaste tomándome por el hombro y acercando tus labios, tu aliento caliente, en mi oreja, como en los viejos tiempos cuando finiquitabas cualquier conversación con tus lacónicas insinuaciones: “Vamos, para que me invites a una cerveza”.
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