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El dolor de Carlos Arturo

miércoles 30 de agosto de 2017
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Mala memoria no era, sino método equivocado,
no fue olor de un día en un momento dado,
esa fragancia grata era la suma
de todos los olores juntos,
que solo pueden percibir los viejos.
He visto pasar tantos calendarios…
¡Era olor a pasado!

(Carlos Arturo Hoyos:Olor a qué”)

Cuando se tiene un dolor —me refiero al dolor físico—, se pierde parte de la humanidad. El cuerpo se transforma en un sufrimiento que camina, como Carlos Arturo Hoyos aquel sábado. Era la mañana del 28 de marzo de 2015, un día antes del comienzo de la Semana Santa. Julio César Londoño reflexionaba para sus alumnos sobre el arte del cuento y los integrantes del taller de escritura intentábamos dar aportes inesperados; sobre todo Carlos Arturo, quien el año anterior había escrito el mejor cuento del taller. Así era él, siempre un sombrerito jovial, una chaqueta sobria, jeans y zapatillas comunes; siempre el saludo cálido, el cuerpo frágil y la presencia absoluta; siempre al grano; hasta que eran las once.

Tenía un rezo muy particular al cual acudía en momentos así: “Yo soy, yo soy, yo soy…”. Lo recitó mientras esperábamos.

Su sonrisa, a esa hora, se sostenía a fuerza de voluntad; los ojos no sonreían ni parpadeaban. Carlos Arturo se encorvaba y, cuando no aguantaba más, me pedía que lo acompañara hasta el taxi. Este día la clase tuvo lugar en un salón de reuniones del Hotel Aristi. Se despidió del grupo, el grupo de él, y se encaminó a la salida. A su lado, desde una distancia cercana, yo vigilaba que no diera un mal paso. Otra cosa que decir sobre el dolor: cuando alguien más lo tiene, o eres un médico, o un hacedor de milagros, o un inútil. Él manifestó que no le ayudara, que me limitara a acompañarlo. “Siga, que yo puedo”, dijo, y pasamos quince minutos bajando un solo piso. Pero no me alejé más de un escalón, por si acaso.

Atravesamos el lobby, nos despedimos del guardia en la entrada y salimos. Tenía un rezo muy particular al cual acudía en momentos así: “Yo soy, yo soy, yo soy…”. Lo recitó mientras esperábamos. Poco después, logré parar un taxi, le di un abrazo de despedida y lo puse adentro como a un muñeco de ventrílocuo dentro de su caja: abrí la puerta, lo senté apoyándolo con mis brazos y acomodé con dificultad sus dos pies en el auto, uno a la vez. Le di la mano y me agradeció; creo que sudaba. “Lo estaré llamando esta semana para que me ayude a corregir unos cuentos viejos”, me dijo y cerró la puerta.

El taxi partió y se desvaneció tras la luz verde del semáforo de Santa Rosa.

 

***

 

Los perros chihuahuas siempre están temblando, tienen el mal hábito de la valentía que los lleva a ladrar ferozmente sin discriminar; cosa de su naturaleza. Carlos Arturo tenía tres. A simple vista, se les podía reconocer la buena vida que llevaron: eran gordos, torpes y viejos. Uno de ellos ya no podía sostenerse sobre sus palitos cubiertos de piel. Carlos Arturo miraba la tele en un sillón y uno de ellos —el que aún podía caminar, aunque tenía la mandíbula descolgada y la lengua afuera— le suplicaba que lo subiera para acostarse junto a él. Y Carlos Arturo lo subía. Me pagaba veinte mil la hora por ayudarlo a corregir su novela, doscientas páginas casi ilegibles por problemas de puntuación. Pasó bastante tiempo antes de que pudiera reconocer el tono y el ritmo en sus palabras; con el pasar de los meses, me parecieron bastante bellas. Los perritos se mantenían tranquilos arrastrando su propia existencia por el apartamento, pero sólo hasta que advertían alguna presencia tocando a la puerta. Entonces, se sacudían los años, las canas y el fuego que se les extinguía, y ladraban a los recién venidos con todas las fuerzas de la vida. Desde abril del 2014, cuando comencé a trabajar allí, me recibieron de ese modo.

Un día Carlos Arturo me pidió que no fuera. No me explicó la razón. Esperé su llamada una semana; al regresar, me contó que había estado grave. Sin embargo, prefirió no entrar en detalles. Tampoco pregunté, pues sentí que no debía. Pero sí reflexioné un poco en torno a las flores marchitas que permanecían sobre el comedor. El chihuahua que no podía pararse ya no estaba. Iban pasando las semanas y mis visitas duraban más horas en las que casi no trabajaba. Sólo nos sentábamos a charlar sobre los otros compañeros del taller de escritores. Él insistía en la importancia de que yo aprendiera sobre política, porque “cómo un joven avispado va a vivir sin saber de un asunto tan importante”. Yo prefería cambiar de tema y hablar sobre lo que sería mejor para la novela.

Llegaba a las tres de la tarde, pero sólo hasta pasadas las cuatro comenzábamos la corrección. Yo me sentaba en la silla del computador y leía en voz alta, él en una rimax con cojín ortopédico. Carlos Arturo se dedicaba a dar batalla por defender el derecho a existir de sus comas y sus puntos.

—¿Quiere un café?

—No, tranquilo.

—Pero si está bostezando, está dormido —insistía Carlos Arturo.

—No exagere, sigamos.

—Ya se lo hago.

—No se pare, yo voy —le decía, pero al final siempre iba él; mientras tanto, yo miraba su biblioteca deseando llevarme algún ejemplar.

Después de un tiempo, el chihuahua de la mandíbula suelta también desapareció. A Carlos Arturo lo empezó a visitar un dolor que le duraba desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Almorzaba, tomaba medicamentos y se acostaba a dormir. Por esos días, me siguió citando a las tres. Yo tenía que esperar durante una hora hasta que él se despertara; luego, conversábamos una hora más y, sólo entonces, empezábamos a trabajar. Me contó de sus locos años de juventud, de sus recorridos por el mundo; me relató las malas decisiones que tomaban sus amigos políticos; me habló de los inviernos en Nueva York, de las personas de Trujillo que todavía lo recordaban con cariño por haber sido su alcalde.

 

***

 

Hacia octubre, sólo quedaba Juanes, el último de los tres chihuahuas. Juanes era más delgado. Su cabeza era casi blanca en comparación con el tono marrón de su cuerpo. Las patas perezosas, la nariz seca. La mirada en el vacío. Tenía un tumorcito negro sobre la ceja izquierda, casi del tamaño del ojo.

—La novela está tomando forma —decía Carlos Arturo.

Le dieron un diploma como premio por el mejor cuento presentado ese año. Carlos Arturo nadaba en elogios y trataba de mostrarse humilde.

Tenía razón. Ahora poseía separación por capítulos. Cuando leía en voz alta, una música se apoderaba del espacio; Carlos Arturo no quería cambiarle nada más. Sin embargo, yo insistía en problemas de estructura que no lograba hacer llegar hasta sus oídos.

—Mejor busquemos un buen concurso que nos podamos ganar. Le voy a dar el diez por ciento del premio por ayudarme. Espere y verá.

Descansábamos de la novela de vez en cuando para concentrarnos en la corrección de poemas y el guion de una película. Los poemas los guardaba en una carpeta, eran la compilación de una vida. Los transcribí casi completamente dejando fuera cacofonías y agujeros de polilla. Entre sus papeles encontré uno al que le faltaba una esquina; era un cuento llamado “Mi hermanito Robinson Humberto”. Le reclamé por qué no había mostrado ese cuento a los integrantes del taller.

—Lo escribí como en el 92; ya se me había olvidado.

Al llegar el siguiente sábado, los talleristas no dejaron de hablar durante cuatro horas de eso; después le dieron un diploma como premio por el mejor cuento presentado ese año. Carlos Arturo nadaba en elogios y trataba de mostrarse humilde.

Ya estaba acabando noviembre. Por dos semanas me dijo que no fuera hasta que me llamara. Luego supe que estuvo recluido en la clínica Valle del Lili. Cuando regresé para retomar el trabajo de la novela, las hermanas le habían llevado un cachorrito; el cruce de un pincher con alguna otra raza. El vendedor les había prometido que no crecería. ¿Cómo dudar de una cosita que, dormida, ocupa la mitad de la mano? Pero bastaron unas pocas semanas para que el recién llegado triplicara la estatura de Juanes.

Le llamaron Mono. Los vecinos se empezaron a quejar por sus ladridos encarnizados. Mordía los muebles, las puertas, los guardaescobas de madera y las patas de la mesa. En una ocasión, al llegar, encontré que había desplomado la biblioteca con sus dientes: el apartamento era pequeño para Mono. Carlos Arturo lo perseguía por los otros edificios de la unidad residencial cada que éste se escapaba aprovechando la entrada de alguna visita. Sin embargo, ya nada se podía hacer: se había enamorado del perrito, así como era.

Con el nuevo inquilino, Carlos Arturo tomó nuevos aires. Iba a la iglesia, caminaba fuera de la casa, volvía a tomar con los amigos del barrio de vez en cuando. Juanes también se empezó a parar más enérgico, a ladrar más firme. Corría más rápido y saltaba para defenderse del nuevo perro. A esta parte, pasábamos las páginas de la novela más de largo, sin reparar en tanta corrección. Se acercaban las fechas del Premio Alfaguara de novela 2015. Prometían la publicación del libro, cientos de miles de dólares, una estatua del autor y lo que más le interesaba a Carlos Arturo: la inmortalidad.

Después de mandar el libro a competencia, me pidió otro favor: redactar una carta para los médicos brasileños de una fundación. Ellos trabajaban con medicina alternativa y natural. Carlos Arturo quería estar sano cuando llegara el día de recibir el premio. Ambos aventamos un suspiro de “ojalá”.

 

***

 

El fallo fue publicado a finales de marzo: ganó un chileno. Lo vi en Internet. Llegué esa noche al apartamento de Carlos Arturo para decírselo. Lo aceptó de muy buena forma.

—Ya habrá otros premios —dijo, sin quitar la mirada del reality que pasaban en la tele.

Juanes estaba a su lado en el sofá. Se escondía de Mono, quien intentaba subirse también; pero no encontraba espacio. Aunque ladraba y se movía de un lado a otro, Carlos Arturo no lo regañó. Le ayudó a subir y Mono se tranquilizó. Los tres miraron la tele desde la comodidad del sofá.

Un chico de doce años, sobrino de Carlos Arturo, tomó del altar una pequeña caja de madera y se la entregó a Olga Lucía. Volví a pensar en el dolor.

El día siguiente era el sábado 28 de marzo, día de taller. Carlos Arturo llegó más temprano que yo y participó; pero tuvo que retirarse cuando dieron las once. Lo acompañé al taxi y, antes de que arrancara, alcanzó a decirme:

—Lo estaré llamando esta semana para que me ayude a corregir unos cuentos viejos.

No me llamó. Yo tampoco lo hice.

Pasada la Semana Santa, fui a su apartamento. El vigilante de la unidad me recibió con la mala noticia: Carlos Arturo había muerto el miércoles anterior. Sin haber superado aún el impacto, contacté a sus hermanas. Una de ellas, Olga Lucía, me estuvo comentando sobre sus últimos días.

—Estuvo hospitalizado desde el Domingo de Ramos —me informó; después me dijo algo que me entristeció todavía más—: él quería verlo.

No dije nada, no debía. Acepté aquel reclamo de ella con sinceridad, como quien recibe un regalo. Ya era inoportuno preguntar por entierros, por velaciones, por despedidas. Habría una misa al día siguiente, en la Parroquia del Divino Niño, a la cual decidí asistir. Después de dar la noticia a los del taller, les avisé de aquella misa, por si querían acompañar a la familia. Sólo llegó una compañera. Al concluir la ceremonia, un chico de doce años, sobrino de Carlos Arturo, tomó del altar una pequeña caja de madera y se la entregó a Olga Lucía. Volví a pensar en el dolor —el que no es físico—, esta vez se me pareció a la palabra ausencia.

Oscar Obando
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