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La psicóloga

martes 22 de mayo de 2018
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La odia, eso se nota de inmediato.

Se conocieron en el colegio femenino donde trabajaba como profesora. Ese año asumía el reto de ser directora del único once y también la responsabilidad de todas las actividades jartas que se inventan las chinas cuando están en ese curso: rifas, fondos, bazares y pendejadas para recoger plata y poder irse de excursión. La idea no le gustaba. Aunque llevaba con el mismo curso desde octavo, siempre se esforzó por no crear lazos de familiaridad con ninguna de sus estudiantes. Para ella sólo eran eso, sus estudiantes, y ahora le tocaba aguantarse la melosería que implicaba dirigir un grado que se va de la institución.

Veía cómo los proyectos de la invasora, por alocados que fueran, eran aceptados sin chistar por la rectora.

Estaba absorta en sus pensamientos cuando, en el auditorio, un salón cualquiera con las sillas en mesa redonda, la rectora presentó a la psicóloga —la del año anterior estaba en el manicomio de Sibaté por su fijación de resolver todos los problemas con un porro y un trago de aguardiente. Lo primero que dijo la nueva fue que la gente se equivocaba al calcularle los años y que no le interesaba conseguir novio a pesar de saberse muy bonita. Su arrogancia le molestó, además no estuvo muy de acuerdo con el último aserto. No le gustó el tono de su voz, demasiado agudo. Pero le gustó su olor. Durante la reunión no pudo pensar en otra cosa que no fuera la recién llegada: jugó a calcularle la edad, a predecir en qué universidad había estudiado, a imaginar dónde vivía. Cayó en la cuenta de que no había dejado de verla cuando ésta preguntó frente a todos: “¿Qué? ¿Quiere decirme algo?”. Le tomó unos segundos reconocer que se dirigía a ella hasta que alguien le dio un codazo para que respondiera. Sintió el intenso calor subir por su espalda, pecho y cara; tosió, apartó la mirada, no contestó. La nueva rio con fuerza. Se sintió humillada por la burla y tuvo la certeza de que no se llevarían bien. A la incomodidad de ser la directora de once le sumó la molestia de tener una enemiga en el trabajo. Sin saber a ciencia cierta por qué, al final de la reunión se acercó para hablarle. Le preguntó la edad. Tenía razón, jamás podría haber adivinado.

La profesora llevaba tres años trabajando en el colegio y no tenía tantos amigos como la psicóloga logró acumular en menos de un mes. Al igual que ella, la nueva no tenía tacto, pero parecía caer en gracia mientras que ella pasaba por antipática; la recién llegada era de ese tipo de personas groseras e insolentes a las que uno prefiere tener cerca, así en el fondo no resulten tan agradables. Ver ese reflejo de su carácter en alguien más y ver cómo el resto de la gente la aceptaba le daba inquina. Comprendió que, en verdad, le caía mal. En menos de dos meses la psicóloga organizó un torneo de fútbol para profesores y estudiantes y un concurso de baile, modernizó el colegio en temas como memoria e identidad de género, logró que —en un mojigato colegio católico— se repartieran condones y se dieran clases sobre sexualidad y anticoncepción. Veía cómo los proyectos de la invasora, por alocados que fueran, eran aceptados sin chistar por la rectora —una monja inquisidora— y el coordinador de disciplina —un aspirante a beato— en tanto que ella tuvo que insistir por semanas para que aprobaran su propuesta de plan lector, sólo porque decidió incluir, a petición de sus estudiantes, un libro de mierda de Carlos Cuauhtémoc Sánchez que todas se morían por leer. Lo peor fue cuando sus amigas empezaron a preferir a la psicóloga. Le dolió darse cuenta de eso.

 

*

 

Antes de meterse con el tipo de la Maestría, había estado casi diez años en una relación estable, aunque no exenta de problemas. Él no quería estudiar más después del pregrado ni le importaba lo que ella hiciera, tampoco podían entablar una conversación que no girara en torno a lo que comerían o a quién le correspondería lavar la ropa el siguiente fin de semana, y cuando ella empezaba a hablar de la universidad, él cambiaba de tema rápidamente. Su actitud no le molestaba, la compañía era agradable, se conocían bastante, habían crecido juntos y era el único con quien había tirado; en algún momento se acostumbraron, dejaron de esforzarse por mantener vivo el noviazgo y con los años ambos se relajaron. Eran un check en sus vidas. Quizá eso hizo que dejara de quererlo tan fácil. Con la excusa de la Navidad, organizaron una fiesta en el apartamento a finales del primer año de su posgrado. Lo hicieron pese a vivir en Soacha, y a que muchos de sus conocidos de seguro se quejarían por la lejura. Él era riguroso e hizo una lista con todo: los nombres de los invitados, la comida, la bebida, el presupuesto y esas vainas que a ella le fastidiaban por no saber nada de matemáticas; decía con frecuencia que era profesora de Español porque ni siquiera se sabía las tablas de multiplicar.

La fiesta iba bien. Sólo había whiskey, el trago que él prefería. Ella se esforzó en los obsequios. El caos se desató poco antes de las doce al darle el regalo; él estaba borracho y cuando vio lo que era —le había comprado una edición conmemorativa de Rayuela— se despachó en improperios en contra de su “frenético entusiasmo académico”, y entonces le gritó lo que puso fin al poco amor que a ella le quedaba:

—Tanto estudiar pa’ qué, perder el tiempo con esos desocupados, llegar a la casa a la hora que quiera. ¡Como si usted se mandara sola!

Se acercó con ímpetu a ella, le puso las manos en los hombros y quiso empujarla. Apenas tuvo tiempo de apartarse. Lo mandó para el carajo. Cogió un par de cosas, una botella de trago y se largó. No volvió a verlo, no aceptó sus llamadas, no accedió a encontrarse con él, lo bloqueó de sus redes sociales, eliminó su número del celular, envió a un amigo a que recogiera sus pertenencias y lo olvidó. Para año nuevo ya salía con el de la Maestría.

El compañero de estudios, interesante e inteligente, resultó ser un gaznápiro petardo con ínfulas de poeta y una exagerada inclinación hacia la mendacidad que rompió varias veces su corazón. No funcionó.

 

*

 

El día en que la psicóloga llegó al colegio, con su derroche de energía y frases irreverentes, la profesora estaba entusada. A lo mejor fue por eso que no le pudo quitar los ojos de encima. Al principio no entendía qué pasaba y atribuía todo a la envidia que le tenía. Supo que casi todos los viernes salía a beber cerca del colegio con sus amigas y que no la invitaban porque pensaban que estaba muy ocupada con su tesis. Se sintió excluida, triste, decepcionada y, una vez más, humillada.

Sus sentimientos no la sorprendieron ni la incomodaron: nunca imaginó que podría gustarle otra mujer, no porque creyera que estuviera mal, sino porque jamás pensó que podría sucederle.

Un viernes, antes de las vacaciones de mitad de año, decidió autoinvitarse y llegó primero a la rocola que conocía bien. Se sentó a esperarlas en la mesa que solían ocupar, pidió una cerveza fría y cigarrillos. Encendió uno. Había fumado la mitad cuando llegaron las tres: Adriana, la profesora de Inglés; Nathalia, la profesora de Sistemas, y Rocío, la psicóloga. Sólo la última no se sorprendió de verla ahí. El uniforme de los viernes era una horrenda sudadera gris con azul hecha con un material asqueroso, de esas que suenan igual que un paquete de papas cada vez que se da un paso y con las que la gente se resbala de las sillas. Las tres profesoras estaban enfundadas en esa inmundicia, pero la psicóloga se veía magnifica. Más tarde le contaron que habían tardado en llegar porque la acompañaron a cambiarse, vivía con sus padres a sólo un par de cuadras del colegio. Ese día se emborracharon y entendió que no era envidia lo que sentía. La profesora vivía sola y Rocío se quedó con ella para seguir bebiendo; en el apartamento, la psicóloga se quitó la chaqueta y puso música. Casi como un juego la sacó a bailar, acercándose lo suficiente como para que ella percibiera su olor. Rocío le acarició el rostro, lo sujetó suavemente con ambas manos y la besó. Ella se dejó. Permitió que la lengua de la psicóloga entrara en su boca, le gustó que la lengua hiciera muchas cosas más.

Casi sin darse cuenta empezaron a vivir juntas. Sus sentimientos no la sorprendieron ni la incomodaron: nunca imaginó que podría gustarle otra mujer, no porque creyera que estuviera mal, sino porque jamás pensó que podría sucederle. Le pasó. Se enamoró. En el trabajo buscaba cualquier excusa para tener que ir a su oficina. Los encuentros apasionados, a escondidas, en un colegio femenino y católico, la llenaban de excitación, esa excitación que sólo conocen los amantes y que les hace percibir todo en cámara lenta, como viendo el plano a plano de una película, el palmo a palmo de una foto: la desnudez incompleta, la imposición del silencio, el oído agudizado, los demás sentidos embelesados, la complicidad del secreto. No podía concentrarse, todo el tiempo andaba ensimismada recordando con pericia los detalles de sus labios, el roce de su lengua, la risa estrepitosa que lanzaba cuando se venía, su vagina deliciosa —descubrió que era de allí donde provenía su embriagante olor—, sus nalgas firmes, sus redondos senos. Así la hacía suya en todo momento, en forma de recuerdo. Le propuso cambiar los pantalones por faldas para facilitarle el trabajo a los dedos ágiles y escurridizos que en cualquier ocasión buscaban sus humedades. Dejó de fumar, empezó a hacer ejercicio. Durante meses se sintió feliz. Ya no le molestaba que todo el mundo la adulara porque ahora ella, por otras razones, se sumaba al séquito. Ansiaba las tardes para llegar al apartamento y leerle cualquier maricada, escuchar salsa vieja, hablarle de lo que fuera, tener sexo hasta sudar y luego quedarse dormidas, pegajosas y desnudas.

Con el pasar de los meses todo se mantenía en un estado cercano a la perfección. Salían con frecuencia, conocieron a los amigos más íntimos de cada una, se presentaron orgullosas como pareja ante sus familias —sin preocuparles el patatús que les podía dar y en efecto les dio—, se fueron de viaje hasta donde la plata les alcanzó, recorrieron los balnearios de Melgar, acamparon en Tota, conocieron Medellín. Cada que podían se iban los puentes a la finca en Arbeláez de una amiga de la psicóloga. El año terminó, el grado pasó y se fueron de excursión. Iniciaron bien el nuevo año, pero si hay algo cierto en la vida es que, como dice la canción que después ella escucharía una y otra vez, “Todo tiene su final, nada dura para siempre”, y el amor que se juraron les duró poco más de diez meses.

 

*

 

Todavía recuerda el día en que Rocío se fue. Nunca tuvo buena memoria para algo que no fuera la literatura, y sin embargo en su mente se fijó la conversación que un día vio en el Facebook, la conversación con el montón de frases e imágenes que Rocío le enviaba a otra persona. Recuerda con claridad cada mensaje que leyó, cada foto enviada; cada palabra fue un pinchazo de alfiler en el alma, una ráfaga de balazos con eco que perforó su cuerpo una y otra vez. Un hijueputa machetazo en el pecho. Con una calma sorprendente, sin escándalos, le pidió que se fuera, y con su partida dejó de dormir por unas semanas. Tuvo que mudarse porque todo se la recordaba. Se marchó a vivir con una tía y con el esposo que habían llegado hacía poco de tierra caliente. Se dedicó a estudiar, se graduó, consiguió un mejor trabajo, renunció al colegio y no la vio más. También se entregó al alcohol, a escuchar en las noches las canciones que se dedicaron, a hablarle a quien fuera sobre ella y a revolcarse con cuanta persona conoció. Volvió a fumar. Esta vez la tusa fue peor. Un amigo la convenció de presentarse a una beca fuera del país, y la ayudó a inscribirse. La aceptaron. Hace algún tiempo que la profesora vive lejos y decidió dedicarse a otras cosas en vez de al amor. La distancia no le ha ayudado a olvidar.

La odia, eso se nota de inmediato.

Viviana Tafur
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