I
—En el sueño aparecían varios famosos. Al inicio estaba bailando un tango en brazos de Al Pacino, como en la escena de la película, en un instante la canción se volvió una salsa y mi vestido elegante se convirtió en una falda negra con flecos. Había muchos espejos en la habitación en la que bailaba y en algún momento creí reconocer en mi reflejo a Michelle Pfeiffer, que sale con Pacino en varias películas. No en la del tango. En la fiesta también estaban Robert De Niro y Marlon Brando. Me pareció la mala copia de una película de mafiosos. Quizá fue porque antes de irme a dormir estaban dando en la televisión la primera parte de El padrino, aunque lo del tango es de otra película. Al Pacino estaba vestido con un traje blanco y lucía un corbatín negro, yo vestía la falda de flecos, una trusa negra y no tenía medias. Estaba descalza. Mientras bailábamos, Pacino empezó a oler y a besar mi cuello de una forma bastante provocativa. Su gesto me excitó. La salsa seguía y se nos unieron más parejas, después de un rato, un lapso breve en el que sucedieron incontables escenas propias del onirismo, los dos estábamos sentados en un sofá esperando los resultados de un concurso de cuento en el que, al parecer, me había inscrito —dijo el hombre de la silla, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre las piernas.
Lo siento mucho, doctora, no lo sabía. Quizá pueda escribir algo para usted, ¿puede regalarme una hoja de su libreta nueva?
La psicóloga Miriam Duarte Mesa siguió escuchando mientras tomaba apuntes en la libreta que su esposo le había regalado esa mañana, una de esas que suelen darle en los encuentros académicos a los que asiste. Hace dos días había sido su cumpleaños número treinta y nueve por lo que asumió que ese era su regalo, pero sabía que él se la dio porque tenía otra igual. Entonces cayó en la cuenta de que no había prestado atención a lo que le decía su paciente, pues en las hojas sólo había escrito frases inconexas sobre su vida: “comprar pasta de tomate y zanahorias”, “sacar la basura”, “no olvidar el cartón piedra y las tizas blancas para la tarea de Camilo”, “la begonia se está secando, debo echarle agua”, “quisiera comprar un pastel”, “otra vuelta al sol”… Él seguía hablando sobre el sueño que había tenido. La situación era importante, del centro psiquiátrico la llamaron de urgencia: Julián había golpeado y violado a su compañero de cuarto y después había intentado suicidarse tragándose la lengua. Tal vez el sueño tenía que ver y ella estaba ahí para descifrar su comportamiento. Julián no había sido un paciente violento y sus intentos de suicidio, hasta el momento, sólo se relacionaban con el rechazo que sufría por parte de su familia al ser homosexual.
—Hoy ha estado muy callada, doctora —dijo Julián—. ¿Mi sueño le parece aburrido? A mí me divirtió tanto que quisiera escribir algo sobre él, ¡me veía divina! Lástima que los ronquidos de Fernando me hubieran despertado, seguramente se ponía mejor.
La doctora Duarte tardó en contestar, no sabía qué decir. Efectivamente no había hecho las habituales preguntas de rutina para entender la situación, las mismas que le permitirían tener los datos suficientes para recomendar algo al final de la sesión. Se sintió poco profesional.
—Hace dos días fue mi cumpleaños —dijo al fin—. Nadie lo recordó.
Julián abrió los ojos y se sentó erguido en la silla. Contempló a la doctora: ella no había levantado la vista cuando contestó y una lágrima cayó sobre la libreta difuminando uno de los enunciados que había escrito.
—Lo siento mucho, doctora, no lo sabía. Quizá pueda escribir algo para usted, ¿puede regalarme una hoja de su libreta nueva? Hace mucho que no me dan papel o lápiz, dicen que es porque mi familia se ha atrasado con los pagos. Me gusta escribir, ¿sabía que antes era escritor?, quisiera volver a hacerlo. Si quiere hablar con alguien yo puedo escucharla.
La doctora Duarte se sacudió en un gesto similar al que se hace al despertar sin ganas de hacerlo, como cuando se está mejor en la ensoñación que en la realidad. Contempló la libreta y el manchón resultante de su lágrima. No recordaba haberse sentido así antes, por un momento pensó en que los papeles cambiaban y ahora ella era la paciente: quería hablar, quería contarle a Julián cómo se sentía y no encontraba las palabras; además, ella era la psicóloga, era ella quien tenía que hacer las preguntas y escuchar.
—No te preocupes —contestó levantando el rostro y cerrando los ojos, hizo una mueca a manera de sonrisa sin enseñar los dientes e inclinó la cabeza un poco hacia la izquierda—. Sígueme contando sobre tu sueño, ¿qué tal baila Al Pacino?, debe ser una gran pareja.
—¿Me tiene miedo, doctora?, ¿usted me teme?
—No, Julián, no te tengo miedo, ¿a qué viene esa pregunta?
—A que no confía en mí: puede hablar tranquilamente, yo sé lo que se siente que no la entiendan, sé lo que se siente no importarle a nadie al punto de que ni siquiera recuerden su cumpleaños. Debo hacer algo al respecto, yo voy a hacer algo para que no se vuelvan a olvidar de nosotras.
Julián se levantó y se acercó al escritorio de la doctora tan lentamente que ella no se percató del momento en qué él le arrebató el lapicero y se lo clavó con fuerza en el cuello, justo en la carótida.
II
—¿Qué te parece?, desde hace tiempo he venido con la idea de escribir sobre un hospital psiquiátrico y justo anoche soñé con eso, ¿piensas que funciona?, me falta terminarlo —le preguntó Diana a Karina, su novia. Las dos vivían en un apartamento en el Nuevo Santafé. Ella quería ser escritora.
—Creo que la idea es confusa, al final no se entiende si Julián mató a la doctora o si se mató al frente de ella —contestó Karina de forma tajante y desinteresada, estaba cansada de la obsesión de Diana por la escritura—. ¿Y lo del sueño?, me parece muy fortuito, desconectado de lo demás. A lo mejor si lo revisas lo puedes arreglar.
Le costaba decir su opinión sobre los cuentos de Diana porque ella se los entregaba con una gran sonrisa y le dedicaba la mayoría.
—Me gusta la ambigüedad, lo hace llamativo. El sueño sirve para mantener la tensión, eso decía el profesor del taller al que asistí.
—No entiendo para qué me preguntas si desde el comienzo sabes cómo lo vas a dejar. Me haces perder el tiempo a propósito.
Diana miró hacia el piso con desilusión y emitió un largo suspiro. Se sintió incómoda y no quiso seguir ahí; salió a caminar para aprovechar la ciclovía y despejar su mente. Karina siguió preparando el almuerzo de toda la semana, los domingos ella preparaba la comida y la empacaba en unas bolsitas plásticas que metía al congelador. Una para cada día, una para cada una. Diana nunca aprendió a cocinar, tenía libros de recetas por todas partes y leía bastante al respecto pero jamás pudo hacerlo.
Se conocieron en la universidad. Ambas estudiaban Derecho en La Libre aunque Diana se había ganado una beca para continuar sus estudios en El Externado. Tan pronto se cambió de universidad empezó su obsesión con la escritura: estaba decidida a publicar sus cuentos donde fuera y como fuera. Cambió su horario sin que Karina lo notara restando los créditos que pudiera sin afectar a su beca, y se dedicaba a escribir. Casi siempre lo hacía en la biblioteca. Se dedicaba exclusivamente a escribir cuentos cortos. Varios de sus relatos aparecieron en la revista de la universidad y se presentó a un sinnúmero de concursos, sin embargo nunca lograba pasar del segundo filtro. Nunca se desanimó: estaba convencida de su talento, creía que haber leído tanto le daba una ventaja al momento de crear un relato. A Karina no sólo no le gustaba que no se dedicara lo suficiente a su carrera por estar escribiendo, sino que no le gustaba la manera en que lo hacía: todo lo que ella le enseñaba le parecía una copia de alguien. Un kitsch barato.
Le costaba decir su opinión sobre los cuentos de Diana porque ella se los entregaba con una gran sonrisa y le dedicaba la mayoría, incluso afirmaba que la inspiración le llegaba siempre que pensaba en ella. Le empezó a aburrir tanto lo que escribía que no podía leerlo en una sola sentada: habían pasado casi tres días desde que le dio el relato del hospital psiquiátrico y hasta la noche anterior lo pudo terminar de leer. En muchas ocasiones estuvo tentada en decirle que no tenía talento con el fin de que se dedicara a cosas importantes, y no se le ocurría cómo hacerlo sin herir sus sentimientos. Llevaban juntas casi dos años, era la relación más larga en la que había estado y la amaba. No quería lastimarla.
Esa mañana se sintió mal. Notó, por la cara que hizo Diana cuando le contestó, que a ella le hubiera gustado escuchar más impresiones sobre el relato y no el reclamo que terminó haciéndole. Quizá por esa razón se fue. Decidió hablar con ella en la tarde, habían quedado de tomar onces juntas —a las dos les gustaba ir a un lugar cerca a la Iglesia de las Nieves en el que venden buñuelos y pan de bono. Karina reflexionó sobre su comportamiento y pensó en que lo mejor sería disculparse. Al llegar se detuvo en seco en la entrada del local: a Diana la acompañaba un tipo, un moreno flaco, alto, con gafas gruesas, tenía pinta de intelectual vaciado.
—¿Quién es este? —gritó Karina desde la puerta cuando el tipo se inclinaba hacia Diana con evidente intención de besarla.
—¡Mujer, qué susto me diste! —contestó Diana esquivando el gesto—. Es un profesor de la universidad. ¡Quiere publicar mis cuentos!
—¿Y por qué iba a besarte?, ¿es parte del acuerdo?
—¿De qué hablas?, si el profe Gonzalo es casado y sabe que yo tengo pareja, ¿verdad, profe?
El tipo se acomodó con el dedo índice de la mano derecha las gafas que se le habían resbalado en la nariz por el impulso perdido. Miró de pies a cabeza a Karina, quien ya entraba en el local. Sonrió.
—Es cierto, Diana. No sé de dónde saca esas ideas esta señorita —le dijo directamente a Karina—. Debería confiar más en su novia, en ella y en su talento.
Sin ningún disimulo retiró el brazo izquierdo de la espalda de Diana para levantar el perico que acababan de poner en la mesa. Agachó la cabeza un poco para soplar y darle un sorbo a la bebida; sus gafas se resbalaron de nuevo, se dirigió a Karina mirando por encima de ellas:
—Imagino que ya leyó el relato del sueño —puso el pocillo sobre la mesa, miró a Diana y le dijo—. Es una lástima que aún no le hayas puesto un nombre. Incluso sin terminarlo, ese texto es una gran muestra de tus capacidades como narradora, ¿dices que sólo has asistido a un taller de escritura?, impresionante, definitivamente es impresionante.
Ahora creo que las personas que mienten no merecen amor.
III
Los dos se sentaron en la última mesa de la panadería, o bueno, de la tienda en Teusaquillo que dice que es panadería. Estaban hablando sobre la idea de un relato. Uno de ellos, el mono, se sentó dándome la espalda y el otro, el moreno, se hizo frente a él. Llamaron a la mesera, parece que vienen con frecuencia porque la mesera los saluda con confianza. Pidieron dos tintos.
Yo estaba escampando ahí. A pesar de que no llovía con fuerza olvidé mi paraguas en el trabajo y no quería que se dañara el libro que estaba leyendo. Pedí una Pony Malta y un roscón —que estaba duro—, quería continuar con la lectura y no pude: me distraje con lo que decía uno de ellos. A mí nunca me ha interesado escribir, pero me gustó su idea.
—¿Ves?, lo que quiero es hacer un relato dentro de otro relato para experimentar con el narrador. Sé que no es algo nuevo, soy consciente; sólo que me gustaría hacerlo —dijo el mono—. Se me ocurrió empezar con un hospital psiquiátrico en donde hay un crimen: un escritor que está loco mata a alguien, también había pensado poner algo de las cosas que sueño.
—Entiendo —contestó el moreno con un marcado acento paisa—. Tenés que ser muy claro con lo que vas a hacer, vos sabés lo difícil que es escribir y más que te hagás entender. A la mayoría de la gente le gustan las cosas fáciles. Además, todos esos recursos ya se los gastaron, si no pensá pues en Cortázar y el relato del lector en una cabaña que termina siendo parte del cuento, ¿sí te acordás cuál es? Mirá que no quiero que andés achantado, ¿cierto? Considerá que no sos el mejor escribiendo.
El moreno se rio y le sujetó la mano al otro. Se ven bien juntos, me sorprendió bastante el consejo que le dio porque pocas personas son tan honestas con su pareja. Fue eso lo que echó al traste mi último noviazgo: él me mentía en todo y pensaba que yo iba a estar de boba siempre para él y, sí, lo estuve por un rato hasta que me cansé. Ahora creo que las personas que mienten no merecen amor. El mono siguió hablando.
—Tienes razón: me falta mucho para ser bueno, por eso debo practicar y este proyecto no deja de rondarme. Todo giraría en torno a la escritura. Lo del hospital le pasa a un paciente que era escritor, él le está narrando su sueño a una doctora. Esa es la base del cuento que se le ocurre a una chica que vive con su novia y está obsesionada con publicar algo aunque es mala escritora, es ella quien sueña con la escena del psiquiátrico, escribe un cuento y se lo enseña a su pareja.
—¿Un par de mujeres?, ¿no creés que es un cliché? De homosexuales escribe todo el mundo.
—Es un homenaje a nosotros —dijo el mono mientras le guiñaba un ojo al moreno—. Pensé incluso ponerle tu nombre a algún personaje.
—¿Mi nombre?, no, gracias. Mirá que Julián no es un nombre bonito para nadie, vos sabés que yo lo tolero porque me toca. Pensá en otro. ¿Y a ellas? ¿No dirás que una se va a llamar Diana igual que tu ex? La psicóloga esa que no me aguanto… —el moreno le hizo a su acompañante un gesto con las cejas dirigido hacia mí y le dijo de forma irónica—. Fijate en la mesa de allá, te van a robar la idea.
Ambos voltearon a mirarme al mismo tiempo, no pude reprimir mi vergüenza y me puse roja. Bajé la mirada hacia el libro e intenté fingir que estaba leyendo, obviamente no era así: no había dejado de prestarles atención y de verlos. Me reprendí por mi imprudencia.
—¿Y entonces? —dijo el paisa mirando de nuevo al mono—, decime pues qué le pasa al escritor loco y a la escritora frustrada.
—Lo del primero queda a la mitad porque la chica que quiere escribir no lo ha terminado. En cuanto a ella pasan otras cosas: la novia no es capaz de decirle que escribe mal. La escritora conoce a un profesor que le dice que la va a ayudar con lo de la publicación. Aún no decido si es porque quiere hacerle la vuelta o no. La novia se molesta y… parece que ya dejó de llover. Si nos apuramos alcanzamos a llegar.
El mono llamó a la mesera con un gesto de la mano, pagó y se fueron. Cuando pasaron a mi lado, los dos me sonrieron. Al parecer les gustó dejarme con la duda de lo que iba a suceder. Groseros: ¡quería saber en qué terminaba! Le pedí a la mesera la cuenta y salí del local, contando las monedas de las vueltas para completar lo del pasaje del bus.
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