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Primo

sábado 10 de agosto de 2019
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—Mi primo está en camino —me dice Mirna—. Por favor, déjalo pasar y que duerma en mi habitación.

Como casi siempre, ella está de viaje. Coloco el teléfono sobre el colchón y miro el televisor. Media hora más tarde suena el timbre. Bajo por las escaleras y camino hacia el ingreso. Abro la puerta y me encuentro con el primo. Es muy alto y no lo he visto nunca. Me parece, sin embargo, que ese tipo de rostro ya lo conozco. Esa mirada me es familiar.

El primo va detrás de mí. Le pregunto acerca del viaje, si no hubo retraso, si el vuelo estuvo bien. Me responde con un seco “todo ok”.

—Hola —le saludo.

—Hola, hermano —me responde.

“Hermano”, pienso.

Me hago a un lado y le invito a pasar. Le ofrezco la mano a modo de bienvenida. Su apretón es débil, me incomoda. Carga una voluminosa mochila negra y verde, de tipo excursionista. Viste un par de jeans gastados. Me dice que sí; que él es el primo de Mirna; que se llama Rubén. Me parece que su boca no está muy segura de lo que habla.

Subimos por las escaleras, el primo va detrás de mí. Le pregunto acerca del viaje, si no hubo retraso, si el vuelo estuvo bien. Me responde con un seco “todo ok”. Lo llevo hasta la habitación y le hago saber que yo duermo al frente. Le explico que debajo de nosotros está el cuarto de Tina. Le aclaro que ella es la otra compañera de casa. Le entrego una copia de las llaves maestras. Le informo que tenemos comida en la cocina, que se sirva lo que quiera. Él no habla, no responde. Me muestra su espalda y de esa manera me despide. Noto el barro aún húmedo en sus botines.

—Bueno, hasta mañana —le digo y cierro la puerta.

 

Horas más tarde me despierta una crispación. El ventilador en el techo de la habitación da lentas vueltas. Las manos me molestan. Trato de recordar lo que soñaba, pero no lo logro. Miro la pantalla del teléfono y me indica que son las dos y media de la madrugada. Una leve brisa apenas mueve las cortinas. Dejo pasar los minutos, en espera del sueño.

Entonces se inicia.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Me siento sobre la cama y afino el oído. Fueron tres, pienso, fueron tres los golpes. ¿Fueron tres? ¿Los golpes? ¿En la pared? ¿En el cuarto de al lado? Escucho una voz masculina, muy baja e intensa. No alcanzo a descifrar las palabras. Luego grita y eso lo entiendo con claridad: ¡Cállate hija de puta! ¡Cállate hija de puta! ¡Craaaak! Algo se rompe dentro de ese cuarto. Se hace trizas.

Me incorporo y camino hacia la puerta. De inmediato, me detengo. Me percato de que sólo uso calzoncillos. Las palmas de mis manos están abiertas y húmedas. Tengo los brazos doblados hacia el frente. Otra vez silencio.

¡Riiiiiing!

Salto a la cama. Tomo el teléfono y contesto. Es Mirna.

—¡Pedro! ¡¿Qué pasa con mi primo?! —me grita.

¿Qué le puedo responder?

—¿Hola? —insiste ella—, ¿estás?

Susurro:

—No sé, vieja.

Escucho un sollozo al otro lado del auricular. Me incorporo y le hablo: Ya. Dame un minuto. Voy a averiguar. Colgamos. Salgo de la habitación. La puerta de Mirna está cerrada. Desciendo por las escaleras en puntillas. Estoy descalzo y casi desnudo. Llego hasta la planta baja. Todo está quieto dentro de la sala. Los muebles, los cuadros, las revistas, la vieja maceta que traje desde la casa de mis padres. Me detengo y, durante algunos segundos, observo… Siempre llamó mi atención la calma de las cosas por las noches. Cuando era niño me gustaba imaginar que los objetos adquirían vida y movimiento si yo no los miraba. Esa fantasía me mantenía despierto por horas, mientras esperaba. Esta noche todo lo que veo duerme, excepto el primo y yo. ¿Y Tina?

Camino hacia la cocina, estoy a oscuras. No enciendo las luces. Abro la heladera y busco. No hay nada allí que pueda ayudarme. Revuelvo la alacena y sólo encuentro trapos, copas, cubiertos, vajilla…, lo de siempre. Miro hacia el lavaplatos y me decido. Tomo un pesado palo de amasar y salgo. Antes de llegar a las escaleras, escucho que alguien me llama.

—¡Pedro!, ¿qué pasa ahí arriba? —me preguntan.

Es Tina. Está casi escondida detrás del marco de su puerta. Viste sólo una camiseta blanca y holgada. También está descalza. Me parece que es la primera vez que veo sus piernas. Están bien ricas, pienso. Tiene los ojos muy abiertos y algo desorbitados.

—No sé. Es el primo de Mirna. Voy a averiguar. Espera en tu cuarto…

Ninguno de los dos menciona el palo que llevo en mis manos. Subo por las escaleras, hasta la habitación. Acerco uno de mis oídos a la puerta. Escucho… Nada.

Podría morder mi cabeza y arrancarla. Colocar mis dientes sobre las gradas y darme una patada. Yo no opondría resistencia. No sería capaz.

Coloco el palo en el piso, al lado de una silla. Vuelvo a escuchar… Nada.

Toco con suavidad. Una, dos, tres veces… toc, toc… toc… Nada.

—¿Hola? —susurro—. ¿Está todo bien? —pregunto.

Suenan pasos. Se acerca el primo. Abre la puerta. Está frente a mí. Lo veo. Es muy alto, me digo. Sólo viste un bóxer cuadriculado. Sobre su cabeza brilla una aureola. Es la luz de la lámpara detrás de él. Está descalzo y sudoroso.

—¿Cómo anda, hermano? —me dice.

“¿Hermano?”, pienso.

Si quisiera, podría partirme el cráneo con su puño. Podría tomarme del cuello y apretar, apretar, apretar. Podría morder mi cabeza y arrancarla. Colocar mis dientes sobre las gradas y darme una patada. Yo no opondría resistencia. No sería capaz. Su rostro es una nebulosa oscura en la que no veo ojos, nariz o boca. Es un hueco. Siento que su respiración me engulle. Deseo gritar.

—¿Todo bien? —pregunto de nuevo, casi para adentro. Mi voz pende de un hilo.

—Sí, todo bien. Ningún problema, hermano —me responde.

Cierra con un portazo. Me quedo allí unos cuantos segundos más. Pestañeo y tiemblo. Tiemblo y pestañeo. Tomo el palo y lo aprieto contra mi pecho. El primo se mueve dentro de la habitación. Lo escucho. Da saltos, tumba cosas. Yo retrocedo tres pasos, sin apartar la vista. Doy la vuelta y corro hacia mi cuarto. Cierro la puerta con llave y tomo el teléfono. Marco el número de Mirna.

—¡Viejo! ¡¿Qué es lo que pasa?! —me pregunta.

—¡Vieja! ¡Tu primo está en drogas! —le explico con un grito.

—¡Imposible! —me responde —, él no hace esas cosas.

—Es eso, o está loco —añado.

Me dice que mañana mismo volverá a la ciudad. Me pide que espere. Me hace prometerle que no llamaré a la policía. Está bien, le respondo y la tranquilizo. Apúrate, le increpo. Corto la llamada y me tiro de espaldas sobre la cama. Aún tengo el palo en mis manos. Al menos eso tengo. Cierro mi mano con fuerza alrededor de él.

 

Son muchas las cosas que pueden ocurrir fuera de mi habitación. En realidad, todo lo posible, todo lo imaginable. El mundo entero podría derretirse o deshacerse, pero no dentro de mis cuatro paredes. Acá es seguro. ¿Qué es más poderoso que un enclaustramiento? Ahora mismo, allí fuera, hay un espectro que merodea, ronda, grita, rompe, irrumpe, obstruye, amenaza, enquista, aprieta. Pero no aquí… Aquí no está el primo. En esta oscuridad todo es inalterable. Nada puede tocarme. Acá dentro sólo el ventilador da vueltas, la brisa mueve las cortinas y yo respiro. No hay otras certezas más allá de lo que mis ojos pueden atestiguar. Pero ese tipo de rostro ya lo conozco…, y me aprieta la duda.

Imagino las piernas de Tina. Está sola, dentro de su habitación. Debe estar tirada de espaldas sobre la cama, igual que yo. Está bien buena nomás, me digo. Qué ricas están esas piernas. Agarro el palo de amasar, camino hacia la puerta y la abro con lentitud. Observo. Una luz fosforescente y roja sale despedida desde el cuarto de Mirna. Sostengo el palo con ambas manos, en alto y en posición de ataque. Me acerco lo suficiente para atisbar lo que sucede allí dentro.

Lo veo. Está desnudo. Salta de forma desenfrenada. Se golpea el pecho con las palmas de las manos. Es un gorila. De su boca salen sonidos a veces guturales, a veces agudos. La mesa de noche está dada vuelta. Ha rasgado las cortinas. De alguna manera, logró romper una silla. Su cara es una mancha blanca, con los cachetes rojos y los contornos de los ojos cubiertos de negro. Parece sonreír mientras grita. Cierro la puerta y me precipito hacia la planta baja, por las escaleras. Llego al cuarto de Tina y golpeo fuerte, muy fuerte y muy rápido. A estas alturas el volumen ya no importa. ¡Soy Pedro!, le grito. ¡Ábreme! Lo hace de inmediato. Tiene la boca muy abierta. Me parece imposible que algún día vuelva a cerrarla.

—¡¿Qué es lo que pasa?! —me pregunta.

Al tiro entiendo que no hay explicaciones lógicas.

Grita y susurra. Alza cosas. Las derriba, las tira, las rompe. Dentro de la habitación, nosotros no nos miramos. Guardamos silencio. ¿Qué podríamos decir si la casa ha sido tomada?

—Ese tipo está loco o en drogas —le digo.

Extiendo mis brazos y le alcanzo el palo de amasar. Lo recibe con ambas manos. No dice nada, pero sus ojos preguntan: ¿qué hago con esto?

—Agárralo tú —le indico—. ¡Espérame! —le ordeno.

Salgo de su habitación. Los gritos y saltos del primo continúan en la planta alta. Corro hacia la cocina. Abro uno de los cajones y extraigo nuestro cuchillo para la carne. Regreso al cuarto de Tina. Cierro la puerta con llave. Con voz entrecortada le digo: Vamos a tener que esperar acá.

Ella mira la enorme arma que tengo entre mis manos.

Me detengo unos segundos allí, de pie, con la puerta cerrada a mis espaldas. Trato de recuperar el aliento. Mi mano tiembla. El cuchillo también. Recibo el frío del piso en las plantas de mis pies. Acomodo mis calzoncillos y tomo asiento sobre la cama. Tina hace lo mismo, en el otro extremo. La veo de reojo. Sólo viste su camiseta. Coloca una almohada encima de sus muslos. Quiere cubrirse. Quiere protegerse. He vulnerado su espacio. He tumbado sus cuatro paredes. Creo que nunca estuve dentro de esta habitación. Al menos que yo recuerde, al menos desde que ella se mudó con nosotros. Jamás había visto sus piernas. No están nada mal, nada mal, en verdad. Deben ser casi las cuatro de la madrugada. He olvidado el teléfono arriba, en el cuarto. Escuchamos los pasos del primo. Descienden por las escaleras. ¡Ahora está en la planta baja, en nuestra sala! Habla. No entendemos sus palabras. Grita y susurra. Alza cosas. Las derriba, las tira, las rompe. Dentro de la habitación, nosotros no nos miramos. Guardamos silencio. ¿Qué podríamos decir si la casa ha sido tomada? Me incorporo y camino hacia la ventana. Abro las cortinas y dejo entrar la luz cálida de la noche. La brisa roza mi pecho desnudo. Aún tengo el cuchillo en la mano. Observo la hoja ancha y afilada. Coloco el dedo índice de mi mano derecha en la punta y aprieto. Sólo un poquito, aprieto.

 

Una vez maté. A los diez años bañé mis manos en sangre. Maté… Nos llevaron a acampar a Santiago de Chiquitos. Fue la primera vez que salí de la ciudad. Conocimos la serranía de Tucabaca, con sus desmedidas piedras y senderos estrechos. Vimos la verde y extensa estera de la selva. Relatamos historias bajo la luz de una luna descomunal. Éramos veinte o tal vez menos. Éramos nosotros y nadie más allí. Una mañana, antes del almuerzo, los instructores nos impartieron clases de supervivencia. Para hacernos hombres, para hacernos machos, para hacernos bravos. Mi hermano era uno de ellos. Es decir, uno de los instructores. En ese entonces, aún parecía estar todo bien con él. Nos enseñaron a recolectar agua y almacenarla, a construir chozas con ramas secas, a encender fogatas con piedras y palos. Una de las lecciones tuvo que ver con un pequeño tapití. Recuerdo el rostro triangular del animal, sus ojos negros, grandes y redondos, el movimiento despreocupado de sus delgados bigotes. Me ofrecí como voluntario, por supuesto. Lo tomé por sus largas orejas y me alcanzaron el machete. Coloqué al bicho sobre un amplio mesón de madera. Calculé el lugar donde debía cortar. Elevé el arma y ataqué a la altura del pescuezo. El golpe fue seco y duro. Todos me observaron. El tapití meneó sus caderas, quiso huir. Macheteé dos, tres veces más. Sus ojos enrojecieron; parecieron saltar y cambiar de color. La carne hizo un sonido húmedo y grasoso. Tuve que emplear una fuerza extrema para que su cuerpo no escape de mi mano. Lo oprimí contra la madera, mientras las contracciones disminuían. Su cabecita cayó al piso. Rodó hasta llegar al lado de mis botines. Se cubrió con sangre y tierra oscura. Al bicho se le fue la vida. Orgulloso, expuse el cuerpo ante mis compañeros. Una ofrenda salvaje y roja sobre mis manos ensangrentadas. Mi corazón galopó. Todos aplaudieron y vitorearon. Buen trabajo, me dijo mi hermano, con una mano puesta sobre mi hombro. Muy buen trabajo, repitió y me sonrió. Todo parecía estar tan bien con él. Luego despellejamos al animal y lo metimos dentro de una olla. Comimos su negra y salada carne.

 

—¿Sabes? —le digo a Tina—, yo una vez maté.

Afuera de la habitación, todo es destrucción. Ya estamos habituados a los golpes. No nos alteran. El caos se ha vuelto lo normal en esta casa, al menos por esta noche, al menos durante estas horas.

Tina me mira. Lleva uno de sus dedos a la boca. Muerde la uña. Escupe.

—Mierda que eres perverso —me dice.

No hablamos más. Se mantiene el pacto de silencio. A veces, nuestras miradas se encuentran, pero no se dicen nada. El primo parece haber secuestrado nuestras voces. Escuchamos sus pasos por las escaleras, la sala, la cocina, los pasillos. Corre. Tira cosas. Cierra las puertas con fuerza. Por momentos, canta y grita. A mí todo esto me parece tan familiar… Tina y yo nos quedamos en la cama, sin cruzar palabras, en espera del día.

 

Abrimos la puerta y salimos a inspeccionar. Nos encontramos con una sala irreconocible.

Todo cambia una vez sale el sol… Cuando niño yo pensaba que con el amanecer llegaba la calma. Había algo en los silbidos de los tiluchis, en los primeros sonidos del tráfico, en la luz de la mañana que me hacía creer que todo estaría bien. Solía mantenerme toda la noche despierto y en silencio dentro de mi habitación. Esperaba el arribo de mi hermano. Me pasaba horas con el oído atento. No quería perderme el crujido del portón cuando él, por fin, llegaba a casa. Quería ser el primero en escuchar el rugir de su camioneta, su tos adulta, sus pasos ralentizados. Durante el último año, antes de que se nos vaya, mis padres intervinieron. Mi hermano entraba por las madrugadas y ellos, de inmediato, salían de sus habitaciones. Entonces le hablaban. Con voz alta, le hablaban. A veces, mi madre lloraba. Él no les respondía. Les ignoraba. Yo corría hacia mi cama y me cubría bajo las sábanas. Cerraba los ojos y dormía.

 

Despierto a Tina poco después de las seis o seis y media de la mañana.

—Creo que esto ya se acabó —le digo.

Escuchamos y confirmamos el silencio.

—Tal vez se durmió —supone ella.

—Ojalá —respondo.

Abrimos la puerta y salimos a inspeccionar. Nos encontramos con una sala irreconocible. El primo tiró los sillones. Lanzó adornos al piso. Los hizo pedazos. Hay un ligero aroma a orín. Destruyó las revistas y las esparció por todo el lugar. Rajó los cuadros, los descolgó y los rompió. Hizo añicos la maceta que me regalaron mis padres.

Aún tengo el cuchillo en la mano. Tina sostiene el palo de amasar.

Subimos a la planta alta. Ella va delante de mí. Por Dios, qué lindo culito… Avanzamos con cautela. Controlamos el volumen de nuestras respiraciones. Revisamos las habitaciones. En el cuarto de Mirna nos encontramos con ropa en el piso, sábanas arrugadas y rasgadas, muebles tirados y rotos. El primo destruyó el ropero. Partió en dos el lavamanos. Se cagó en el piso del baño.

Qué extraño, no tocó nada dentro de mi cuarto…

Bajamos por las escaleras y caminamos hacia la cocina. Lo que allí vemos es más desorden y destrucción. El primo vació los cajones. Tiró su contenido al piso. Nuestros trapos de cocina y los cubiertos; las tazas, las vajillas, las copas y los vasos. Casi todo hecho trizas. Vomitó en el lavaplatos.

Tina y yo nos miramos y, sin decirnos palabras, nos preguntamos: ¿dónde está? Salimos al patio trasero y allí lo vemos. Desnudo. De espaldas a nosotros. Da suaves golpes a las sábanas que cuelgan de los tendederos. Son golpes agotados y sin propósito. Golpes casi al aire. Todo su cuerpo está encorvado, doblado. Veo sus brazos repletos de arañazos, los pies cubiertos con tierra, el trasero manchado con heces. Es en verdad un hombre muy alto, me digo. Por primera vez noto que tiene muy poco cabello en la cabeza. Es casi calvo. Siento una calma demasiado familiar. Esto ya lo he visto antes, pienso. Ya sé qué hacer. Recuerdo el actuar de mi padre ante estas situaciones. Alguna vez lo vi, desde lo alto de las escaleras. Recuerdo la manera en la que se acercaba a mi hermano y le tomaba de la mano. El tono susurrante y dulce de su voz. Las caricias en la espalda, mientras intentaba calmarlo; traerlo de vuelta al mundo.

Dejo el cuchillo en el piso y camino. Me acerco al primo. Mis pasos son firmes y silenciosos. Coloco ambas manos sobre sus hombros. Le hablo al oído.

—Buenos días, hermano —le saludo—. ¿Quieres un tecito, hermanito? —le pregunto.

Su cuerpo se tensa. Le acaricio la parte trasera del cuello. Suspira. Se tranquiliza. No me mira, pero asiente con la cabeza. Dice que sí; que le encantaría un té; que qué lindo; que muchas gracias. Su voz es la de un hombre extraviado o quizá la de un nene entrado en años. Lo tomo de la mano y caminamos, juntos, hacia el interior de la casa. Paso a paso, con calma. Tina nos mira. Deja el palo sobre el piso y nos sigue. Ya en la cocina, acomodo al primo sobre una silla, frente a nuestra mesa circular. Tina trae una toalla y con ella le cubre las espaldas. Recojo una olla del piso y pongo a calentar agua. Luego vierto el líquido dentro de una enorme taza roja. Le coloco la bolsita del té. Le añado tres cucharadas de azúcar y bato. Le ofrezco el recipiente. El primo lo recibe con ambas manos. Sopla y bebe. Sopla y bebe. Yo lo observo. Veo los dedos amarillentos, las uñas largas y verdes, los labios temblorosos y secos. Veo en su mirada un temor huidizo, un temor conocido. Algo quiere decir, pero no logra emitir palabras claras. Tomo asiento a su lado. Llevo mi mano hasta su hombro. Lo toco. Él me mira. Yo también.

—Buen trabajo, hermano —le digo—. Buen trabajo, en verdad —repito y sonrío.

(Del libro Matar lo amado; Editorial La Hoguera; Santa Cruz de la Sierra, Breve, 2018).

Eva Sofía Sánchez Exeni
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