Iván tiene cinco hermanos. Dos hembras son mayores que él; los gemelos, menores, y la chiquita. Sus padres siempre se refieren a él como el del medio. “El más tranquilo”, “el que se adapta”, son algunas de las etiquetas con las que ha crecido.
“En un hogar en el que un remolino de viento parece siempre estar presente, ser tan sosegado es una cualidad enorme”, le escuchó alguna vez decir a su tía. Así que se ha dedicado a cultivar esa virtud y la no presencia, claro. No inmiscuirse en los asuntos ajenos le hace gozar de una libertad que los demás no tienen. Ellos siempre están en guerra por cualquier cosa: por bañarse primero, por el asiento delantero en el automóvil, por el beso de los padres y hasta por la última lonja de jamón. Iván detesta las peleas; cuando comienzan se va al balcón o a veces, cuando puede, se escapa a la azotea y allí pasa horas soñando que tiene alas y puede volar.
Nadie se da cuenta de sus ausencias porque están muy entretenidos en no ponerse de acuerdo. Pareciera que sus papás establecen las reglas con la expresa intención de que sean violadas: ninguna se mantiene más de veinticuatro horas en casa. Las hermanas mayores siempre apelan a una especie de superioridad que creen tener por ser las primeras; los gemelos usualmente se confabulan en su contra, y la menor suena como una ambulancia cada vez que llora. Quizá porque llora tanto es por lo que logra estar asida siempre al cuadril de la madre.
El día comienza y finaliza con lecos. ¿Podrán hoy hacer un alto en esa rutina por su cumpleaños?
Hoy es el cumpleaños de Iván. Ha caído miércoles, el día más complicado de la semana. Los mellizos practican natación muy temprano en la mañana, antes de iniciar el colegio; sacarlos de la cama es una actividad titánica. Por la tarde, juegan fútbol mientras las mayores van a clases de baile. Y a él le toca asistir a lecciones extracurriculares de matemáticas. Sus hermanas suelen extraviar las zapatillas de ballet, lo que pone de muy mal talante a su madre que no para de gritar “vamos a llegar tarde”. El día comienza y finaliza con lecos. ¿Podrán hoy hacer un alto en esa rutina por su cumpleaños?; al despertarse, Iván eleva una plegaria al cielo para que así sea.
Las mayores tardan demasiado en el baño así que, como siempre, él es el último en alistarse para el colegio. Va a desayunar y encuentra que su papá ya se ha marchado con los gemelos a la natación; su mamá está terminando de armar las cuatro loncheras a toda prisa, al tiempo que le da indicaciones a sus hermanas sobre los quehaceres de la tarde. Ellas, absortas en las imágenes que les devuelven sus pequeños espejos, parecen desentendidas del mundo mientras delinean el contorno de sus ojos. El bus escolar viene por la esquina; desde la ventana de la cocina se le ve acercarse: toca apurarse y dejar el cereal ahogándose en la leche sobre la mesa.
Nadie ha caído en cuenta de que hoy es su cumpleaños.
En el bus, sus hermanas se sientan en los puestos delanteros junto a sus amigas; Iván, en cambio, prefiere irse al último asiento.
Mientras la profesora explica operaciones aritméticas, él dibuja unas alas en su cuaderno. Rememora haberle pedido a su mamá de regalo de cumpleaños un traje de Batman; en realidad le interesa sólo la capa porque cree que con ella puede volar. Después del receso, la maestra organiza a los niños para cantarle el cumpleaños: al menos ella se ha acordado de la fecha; tal vez porque su octavo aniversario está marcado en el calendario escolar. Aunque no hay torta, es divertido el bochinche de los compañeros entonando la canción vocal por vocal: “Camplaaña falaz, ta dasamas a ta…” y así sucesivamente hasta completar cinco melodías y la original que cierra el momentáneo gozo.
Suena el timbre de salida, recoge sus enseres y se va al otro lado del edificio para asistir a las clases de matemáticas. Hasta las cinco de la tarde que es cuando puede marcharse a casa. La profesora, la misma de la mañana, le concede una licencia especial por su cumpleaños y le permite escoger alguna actividad de su preferencia para pasar el tiempo. Iván le dice que quiere hacer unas alas para correr con ellas puestas en el recreo y soñar que vuela. La maestra, encantada con la idea, le ayuda a elaborarlas. Van juntos al cajón de materiales y se hacen de distintos tipos de papel, una tela de seda de colores brillantes y unas banderillas de madera que se pueden usar como soporte. Ya con eso tienen suficiente para idear un diseño que simula un parapente, después de hacer los cálculos matemáticos que permitan atinar con la forma correcta.
Ojalá su pastel sea de chocolate y su regalo el traje de Batman.
¡Ya tiene sus alas!, no para de andar con ellas por todo el salón de clase. La maestra le ha permitido que se suba a una silla para emprender el vuelo y se han entretenido juntos toda la tarde. Se abren y se cierran, gracias a un improvisado herraje de dos piezas que idearon, así que para volver a casa las mete en su mochila. Andando, de a saltitos, camina por la calle. El día está esplendoroso como para volar, se dice. Luego piensa en lo que le ha dicho su maestra: quizá su familia no ha olvidado su cumpleaños, tal vez tengan para él una celebración sorpresa. Le viene a la memoria aquel día en que mami y papi estaban peleados y por una fiesta sorpresa de cumpleaños hicieron las paces. Ojalá su pastel sea de chocolate y su regalo el traje de Batman. Quizá por hoy le permitan beber todo el refresco que quiera y hartarse de golosinas. Toca su mochila para cerciorarse de que las alas van allí. No puede esperar a mostrárselas a su madre. Aunque quizá sea mejor mantenerlas en secreto: si los mellizos las ven seguramente querrán usarlas y las arruinarán. Sí, mejor será esconderlas al llegar a casa.
Al entrar al apartamento escucha a sus hermanas pelearse en la cocina por el trozo de bistec más grande. Los futbolistas aún no llegan. Una de ellas vocea para que Iván vaya a comer y se queja de que su madre siempre le endilga la tarea de estar pendiente del mediano. Iván responde que no tiene hambre y se va a su habitación para guardar las alas. El buen humor se le ha esfumado: no vio torta sobre la mesa ni globos ni nada que le haga pensar que alguien se ha acordado de su cumpleaños. Decide ir a interpelar a sus hermanas por tanto descuido, ¿cómo es que nadie ha tenido la amabilidad de felicitarlo?, pero cuando se acerca a la puerta de la habitación de ellas las escucha discutir, ahora, por los lazos para la cabeza. Desiste de su propósito. Va a la cocina: allí está su plato servido, pero no quiere comer. Odia cuando preparan bistec porque siempre son duros. Soñaba con su pastel. Oye los pasos apresurados de sus hermanas y el retumbar de la puerta cuando salen del apartamento. Las imagina bajando las escaleras a zancadas para no llegar tarde a la clase de ballet y se asoma por la ventana. Allí está su madre, en el carro, que desde arriba se ve diminuto; su hermanita en el asiento trasero en la silla para bebé y la bocina sonando. Ve salir a sus hermanas del edificio, jaloneándose mutuamente para llegar primero al puesto de copiloto. Una triunfa sobre la otra que, resignada, toma el asiento trasero. Ve el vehículo desplazarse y desaparecer por la enorme avenida.
Al menos ha quedado el apartamento en silencio, se dice y se sienta a la mesa. El arroz se ha enfriado y el bistec también: tiene pinta de que le falta sal, lo sabe, porque a su madre siempre se le olvida ponerle suficiente. Cebolla sofrita tampoco tiene. Sus hermanas se la comieron toda. La lechuga y los tomates de la ensalada se han desmayado de tanto tiempo sumergidos en la vinagreta. Come con desgano: disfruta de la soledad, pero hoy se siente triste. Juega con el tenedor como si fuera un péndulo. Esparce los granos de arroz con el cuchillo e intenta dibujar ente ellos una carita feliz. Para animarse, decide disfrutar de su nuevo entretenimiento y va por las alas. Deja el plato de comida a medio terminar sobre la mesa.
Se acerca a la ventana y ve la puesta de sol que se dibuja en el horizonte con los colores bonitos como los de sus alas.
Mete cada brazo por la cabuya que ideó la maestra y luego la ajusta a su cintura. Abre y cierra los brazos frente al espejo y ve el movimiento glorioso de la tela. Se echa a correr por todo el apartamento. Se quita los zapatos para evitar que la carrera por alcanzar su vuelo perturbe a los vecinos. Corre, corre y aletea, anuncia su viaje como lo hace un piloto cuando despega el avión. Da tres vueltas y cuatro, ahora grita mientras corre más deprisa. Se acerca a la ventana y ve la puesta de sol que se dibuja en el horizonte con los colores bonitos como los de sus alas. Se va a la azotea.
Emprende el viaje, de nuevo; esta vez siente la brisa bravía sobre su rostro. Alza los brazos para que el viento ondee las alas y da vueltas en círculos cantando: “Cumpleaños feliz, te deseamos a mí. Cumpleaños a Iván, cumpleaños feliz”.
Pone los pies sobre el pretil de la azotea y admira el paisaje. Levanta los brazos para mostrarle sus alas a la ciudad. Se imagina que todos corean un cumpleaños feliz y aletea para agradecer. Cierra los ojos y luego los abre, baja la mirada para ver sus pies y asegurarse de que mantiene el equilibrio necesario para un nuevo despegue. Aprieta los dedos contra el pretil, que ahora se siente frío y resbaladizo. Dirige la mirada hacia la entrada del edificio. Allí está su madre, con su hermanita en brazos, acercándose al portón de la entrada. Parece que viene haciendo equilibrio igual que él; con un brazo sostiene a la niña contra su cadera, en la mano lleva empuñado un racimo de globos, sobre el antebrazo que le queda libre hace malabares para sostener una caja de pastel. ¡Se ha acordado de su cumpleaños!… aunque ya sea tarde para volver.
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