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Chañar

sábado 23 de julio de 2022
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Tiene la cara como una pasa. Con una esponja húmeda recorro sus piernas de pollo. Ya no alega, como antes, que es un vejamen. Sandra callada y con la mirada ida. Continúo limpiando su cuerpo raquítico.

Una gota de saliva en el labio inferior. Un hilillo de voz:

—Ya nadie puede salir —dice.

—Sólo el día del Señor se puede —dije.

—Eres un sol, Sonia.

No le respondo nada. El agua se escurre por la sábana amarillenta. La pongo de lado y avanzo por la espada hasta llegar a los hombros huesudos.

El chañar con sus hojas amarillentas como los canarios golpea la ventana que da al patio. Eso la calma.

—¿Qué somos? —pregunta en medio de un ataque de tos. Y antes que esos tosidos se conviertan en una alharaca, pongo un pañuelo desechable en su boca y la flema sanguinolenta expulsada queda desparramada en el papel que arrugo de inmediato y tiro al basurero al costado de la cama.

El chañar con sus hojas amarillentas como los canarios golpea la ventana que da al patio. Eso la calma, fue el primer árbol que plantó apenas llegó a esta casa.

—Tranquila —dije.                                                 

—¿Quién le puso Eris? Es tan feo —dice ahora más apaciguada. No respondo, no pretendo decirle que ella misma fue. En uno de sus delirios de parturienta.

El olor a albaca y zanahorias se cuela por las paredes de adobe resquebrajadas con cal en el suelo. La señal de que mi hermana al fin de ha puesto a cocinar. Sandra ya ha perdido el olfato. Bueno o malo no sé, todavía.

—¿Estamos a salvo de la neblina? —pregunta ella.

La miró. Hago lo que puedo, como puedo, pienso.

—Los ojos amarillos abundan en la neblina —dice.

No respondo. Para qué alterarla más. Con una de sus manos intenta alcanzar uno de los veladores.

—¿Dónde está tu hermana? —pregunta.

Yace casi inerte como los cactus cubiertos por una pelusa blanca en el patio. En un estado constante de duermevela. Con sus pulmones a la zozobra. Eris se asoma hasta el umbral de la puerta y la observa antes que salga y cierre la puerta.

La televisión ya no funciona. Antes llegaban dos canales, ahora nada. ¿Un mal augurio?

Al principio fue un avance discreto. Sólo bordeaba el pueblo. Se podía salir. Luego vino el encierro y la gente que no volvió más.

—En una de esas esta neblina es media corrosiva —dice Eris—. Yo digo nomás.

—Como sea, la cosa es que no podemos salir como antes —dije.

—¿Arropaste a la mamá?

—Siempre lo hago a pesar del show que monta.

Por las noches ponemos muebles en la puerta. A Eris se le cae la horquilla y se pone a cuatro patas a buscar, mientras yo sigo moviendo, por un extremo, el estante mohoso. Doy un bufido, pero no se da por aludida. Al final no la encuentra, pero da con un lápiz labial debajo del mueble de la loza.

Mi hermana a veces llega a hurtadillas las últimas horas del domingo. Antes que resurja ese manto húmedo y se trague a alguien. No la cuestiono; es la única manera que tiene de soportar esta vida oprimida.

Sandra parece, a ratos, respirar mejor. Como si se estuviera obrando un milagro.

Eris mira por una ventana ubicada en el living; la niebla deja pequeñas gotitas que ella sigue con el dedo índice trazando una especie de constelación. Aprieta los labios y le tiembla la papada. Se mantiene acurrucada contra uno de los brazos del sillón. La cubro con un chalón y voy a la cocina a calentar agua para tomar té.

Sin electricidad la mayor parte del día, las horas que se puede, pongo el tocadiscos y canta Gardel. Eso calma a Sandra, y se superpone a la desolación en la que convivimos.

Le saco los grumos a la leche, tuerzo la boca. Por mí que desaparecieran todos en un abrir y cerrar de ojos.

—Dale de comer a la alpaca —mandé a mi hermana. Es lo único que hace de buena gana, además de pasar parte de su tiempo en un patio prácticamente cercado por muros de adobe y una malla que da sombra a medias por los orificios que cada vez se agrandan más. Aunque lo de la sombra tampoco es algo tan importante, con el nuevo clima de allá afuera, ahora que lo pienso.

La alpaca mastica, sin preocupación, un manojo de hierbas. A mi hermana le encanta que tenga la lana de un color marrón claro; la acaricia y mira en dirección a la pieza de Sandra. Trago saliva y me meto a la cocina.

Cuando veo hacia afuera creo que la neblina se desplaza con cautela, me inquieta.

Lo poco que dice le cuesta modularlo, pero no la detengo, dejo que dé señales de vitalidad.

—El único feliz con esa neblina es el chañar —dice Sandra corriendo la vista hacia sus hojas amarillas mientras da un bostezo. Lo poco que dice le cuesta modularlo, pero no la detengo, dejo que dé señales de vitalidad. Guardo en la cómoda de su pieza la tableta de aspirinas y de ibuprofeno. Al rato se duerme plácidamente; con algunos ronquidos esporádicos como un chancho y murmura algo que no soy capaz de captar.

La tos se oye emergiendo de la profundidad de la pieza. No pretendo ignorarlo, pero tampoco puedo hacer mucho más. Intento dormir con la frazada hasta la cabeza.

¿Una conjura de la naturaleza esta niebla? ¿Habrá algo afuera? ¿Mejor ser escéptica?

La radio sólo da estática día tras día, en contadas ocasiones escucho a un locutor que habla sobre Juan Gabriel y su supuesta muerte para luego cortarse. Se hace ilocalizable recuperar la señal.

—A las plantas no les hace nada —dice Eris y apunta con un dedo a unos arbustos espinosos que emergen en la cuneta.

Es verdad. Al parecer sólo se ceba con seres que caminan como nosotras.

—Tampoco a la camioneta con los neumáticos pinchados allá afuera —dije. Mi hermana se va a encerrar a su pieza sin responderme.

Doy varias paladas de tierra entre el chañar y el corral. Creo que tiene suficiente profundidad. Eris no ayuda, ni se opone: las horas ya están contadas.

Sandra rechina los dientes como los goznes de la puerta de la cocina. Pelo unas tunas de carne rojiza y jugosa para calmarle la angustia, ella las masca desparramando el jugo por el camisón hasta llegar al pecho.

A la luz de una vela comemos un plato de tallarines con el último tarro de salsa que nos queda.

—¿Por qué los domingos? —pregunta Eris.

—Porque es el día del Señor —respondí.

—¿Eso nomás?

—Qué te puedo decir, yo no sé cómo funciona esa cosa.

—Voy a lavar los platos, mejor.

Mi hermana se toca cada vez más seguido el vientre, pero eso no es lo que la delata, sino su actitud más pasiva. ¿Albergará alguna esperanza?

El frío se cuela por las grietas y lo único que puedo hacer es partir una yareta y meterla palito a palito en la estufa del rincón del living: imagino que el calor mantiene, por unas horas, a la neblina en los bordes de la fachada de caliza. Invenciones mías, jamás se cuela al interior ni al patio. Puede que necesite la venia de los ocupantes como los vampiros para ingresar. Qué sé yo. Eris aparece en el pasillo en buzo gris y con un chal cuadrille azul oscuro encima. La mandé a la cocina a calentar agua.

—¿Mareo? —le pregunté a mi hermana, ella no responde y al ratito sale corriendo al baño. Oigo unas arcadas y el apetito se me quita.

Durante la noche, las horas que paso en vela, creo oír un golpeteo en la puerta. No digo nada por el bien de la sanidad mental de todas.

—¿Se disipará alguna vez? —pregunta mi hermana. Le quiero decir que se despejará, pero eso sería mentirle con descaro.

—No tengo puta idea —respondí.

Sandra tose menos, no sé si tomármelo a mejor, la veo y parece tan apocada: el encierro y la enfermedad la van consumiendo rápido: ¿Eris lo habrá notado?

El suelo terroso de la casa se ha vuelto húmedo.

—Cada vez hay menos gente los domingos —dice Eris. Me mantengo apoyada en el murallón de adobe en el fondo del patio, intento pensar en una respuesta: no me sale nada.

El lavaplatos no para de gotear.

—Tu papá, cuando ustedes dormían, me ponía contra la mesa del comedor y me hacía chillar —dice Sandra sonriendo. No quería oír eso.

—Lloras sobre la leche derramada —dije, y ella calla y se voltea como puede para darme la espalda. Procura hacer como que no existo, ya estoy acostumbrada a su berrinche.

El espejo del pasillo muestra las bolsas bajo mis ojos y las patas de gallos: demacrada, así lo resumo.

Otra ampolleta quemada, saco la cuenta y quedan cuatro. El domingo que viene saldré yo si es que mi hermana no decide salir otra vez, alguien debe quedarse con Sandra por cualquier cosa.

El espejo del pasillo muestra las bolsas bajo mis ojos y las patas de gallos: demacrada, así lo resumo. Me distraigo cuando Eris aparece. La observo con recelo: ¿tal vez espiaba?

—El chañar está dando nuevos frutos —avisa.

—Anda a recogerlos —ordené. Ella con el ceño fruncido sale al patio.

Me mantengo vigilante por las ventanas del living, me acomodo, y veo esos puntos amarillos rondando la neblina, al principio creía que era mi imaginación, ahora sólo me queda creer. Descorro la cortina y me agacho, la piel de gallina en los brazos, cierro los ojos en un esfuerzo por dormir.

Avanzo con una palangana con pintitas de óxido en el fondo: llena de agua tibia que intento no desparramar por el pasillo. En el umbral de la puerta de la pieza miro fijo a Sandra y la verdad es que ahora tiene la melena completamente canosa.

El pitido de la olla de presión me avisa que es hora de que saque la quínoa. El vapor escurre por la pared cercana y deja una mancha ovalada.

El alféizar de cada ventana se va llenando de hongos en las esquinas.

El chañar ha llenado el patio de flores amarillas. Sandra lo sabe y sonríe con la dentadura picada por las caries. ¿Esperanza de algo?

Eris intenta aparentar que nada ha cambiado y entona algunas canciones de cuna.

Sandra desvaría y tiene las pupilas dilatadas. La respiración es pausada. Apunta a mi hermana y luego me pide que me acerque y me susurra algo a duras penas. Le digo que haré lo que manda. Se tranquiliza. Cierra los ojos. De pie paso por el lado de Eris.

—¿Algunas vez le volverás a decir mamá? —pregunta ella en voz baja.

No digo nada y voy al living y descorro la cortina: veo esa neblina que no cesa. Que al parecer no cesara. Y avanza a raudales.

Sebastián Novajas
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  • Chañar - sábado 23 de julio de 2022

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