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Curso intensivo de voz gutural

domingo 28 de agosto de 2022
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“Todos los diablos tienen sed”, de Alejandro Cortés
Este cuento forma parte del libro Todos los diablos tienen sed (Escarabajo Editorial, 2022), del escritor colombiano Alejandro Cortés.

¿Cómo hacen para cantar tan rasgado y tan profundo? ¿Cómo pueden cambiar de voz tan fácilmente sin lastimarse la garganta? ¿Es posible que tanto poder vocal salga de un humano? ¿Dónde enseñan a cantar así? Esto es lo que Juan Andrés no deja de preguntarse después de salir del ensayo. No es su banda; es de unos amigos con los que acostumbra reunirse a hablar de Slayer, Sepultura, Testament, Venom. Juan Andrés no sabe tocar ningún instrumento; su mayor placer es sentarse a escuchar. Pero esa tarde, al ver cantar al vocalista de la banda —sí, ver cantar, porque sus ojos no pueden creer lo que afirman sus oídos—, confirma que la voz gutural requiere técnica y trabajo como cualquier otra voz, y que los efectos de grabación nada tienen que ver con la distorsión natural de la garganta.

Mientras camina hacia su casa, piensa que haberse sorprendido tanto e insistir con la preguntadera pudo ser molesto para los demás, en especial para Óscar, el vocalista.

—¿Qué es lo que dice el coro de esa canción?

—Luz de fuego eterno.

—Sí, pero dígalo con voz gutural.

—¡LUZ DE FUEGO ETERNO!

—Ahora sin micrófono.

—¡LUZ DE FUEGO ETERNO!

—Uy, parce, ¿usted cómo saca esa voz sin forzar la garganta ni lastimarla?

—Viejo, esa voz viene de adentro. Tiene más corazón que técnica, pero hay que estudiar muy bien la técnica.

—Oiga, será que usted me podría…

—Ey, viejo. Porfa, déjenos ensayar.

Las horas que Juan Andrés pasa en su cuarto escuchando música ahora van acompañadas de intentos a ciegas de canto gutural.

Después de incomodar tanto no tiene caso pedirle a Óscar que le ayude a cantar. Tampoco sabe quién pueda enseñar ese tipo de técnica. Si quiere aprender a cantar gutural, no le queda un punto de partida distinto que aferrarse a la única respuesta que le pudo sacar a Óscar.

Las horas que Juan Andrés pasa en su cuarto escuchando música ahora van acompañadas de intentos a ciegas de canto gutural, que además de lastimarle la garganta, suenan muy fuerte, por lo que su abuela le golpea la puerta:

—Deje de invocar al diablo. ¿Se volvió loco o qué?

Lo de la garganta lastimada no le preocupa mucho porque piensa que la técnica adecuada la encontrará después de horas de ensayo con varias sesiones de prueba y error. Lo de los reclamos de su abuela sí lo debe resolver pronto; ella es la única persona que permanece ahora en la casa y se metería en problemas si llegase a quejarse del ruido cuando regrese su mamá. Sí, puede ser injusto, pero así son las cosas. Ella pone el televisor de la sala a todo volumen para alcanzar a escucharlo desde la cocina y nadie le dice nada. Ella le grita desde las escaleras para que él baje a contestar el teléfono y nadie le dice nada. Ella enciende dos veces por semana su lavadora vieja que hace un ruido espantoso y nadie le dice nada. Pues claro, es la casa de ella. Él sólo es un huésped permanente. Un momento, ¿ella lava dos veces por semana?

Juan Andrés pasa quince días dedicado a aprender los hábitos de su abuela y descubre que es una mujer muy disciplinada y constante. Ella compra el pan todas las tardes a las cinco y cuarto, recién sale del horno; ella plancha la ropa cada domingo a las tres, después de que se ha secado dos días en el patio; ella lava la ropa miércoles y viernes de cuatro a cinco, luego prepara chocolate y sale a comprar el pan para las onces. Ese es justo el tiempo que necesita.

Terminada su labor de inteligencia doméstica, y ya iniciadas las vacaciones escolares de mitad de año, Juan Andrés graba un casete de sesenta minutos con las bandas que, para su concepto, tienen las mejores voces guturales. El casete inicia con las voces ligeramente desgarradas de Metallica y Megadeth, y termina con los screams sobreagudos del black metal nórdico. Cree que ese orden gradual de distorsión vocal le permitirá avanzar poco a poco en su objetivo sin lastimarse la garganta. Sonríe complacido. Ya tiene un horario, una escuela y un programa de clase.

El siguiente miércoles, justo a las cuatro, la vieja lavadora inicia su estrepitoso ciclo de lavado. Juan Andrés sube de inmediato a su habitación con un vaso de agua y un frasco de miel, por si necesitara refrescar la garganta, pone el casete en la grabadora y comienza a ensayar, no con mucho progreso, pero sí con tranquilidad porque el casete dura una hora, exactamente lo mismo que el ciclo de lavado.

Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, es como cantar con una percusión de fondo constante y poderosa.

Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, los tiempos rítmicos son perfectos, al fin y al cabo es una máquina.

Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, el reto autodidacta es el más duro. Menos mal subió el frasco de miel.

Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, y poco antes de que termine el casete:

—¡Deje la gritería!

¿Tan rápido son las cinco? ¡Pero si el casete no ha terminado!

Juan Andrés termina sorprendido el ensayo. ¿Tan rápido son las cinco? ¡Pero si el casete no ha terminado! ¿Lo que suena desde su habitación en el segundo piso alcanza a escucharse hasta el patio? La próxima vez tendrá que reducir el tiempo del casete. Juan Andrés baja apresurado las escaleras y nota que su abuela ya puso la olleta para hacer el chocolate, así que la acompaña a la panadería que queda en la esquina de la casa.

—¿Y qué estaba haciendo? ¿Exorcismos?

—No, abuela. Es que quiero saber si soy capaz de cantar así.

—¿Y para qué?

—Me gusta el poder que tiene esa voz.

—¿Le gusta el poder? Entonces trabaje. Uno con plata sí tiene poder.

—Pues sí, abuela. El otro año, cuando salga del colegio, me pongo a trabajar. Por ahora déjeme aprovechar los meses de libertad que me quedan. Después llegarán el trabajo, las cuentas, las obligaciones, los hijos, y no podré hacer más cosas de estas.

—¿Cosas de cuáles?

—De estas que uno hace por gusto y no por dinero.

—Mijo, eso se llama madurar.

—¿Y para qué madura uno, abuela?

—Pues para tener plata.

—¿Y para qué quiere uno plata, abuela?

—Pues para comprar pan.

La abuela pide doscientos pesos de pan mixto. Quien atiende la panadería, un muchacho de la edad de Juan Andrés, sabe que debe incluir pan rollo, pan blandito y pan hojaldrado. La atiende lo más rápido que puede porque en menos de una hora va a comenzar el partido de Colombia vs. Estados Unidos, y tanto él como casi todo el país, está paralizado.

“Después de perder el primer partido contra Rumania, es necesario ganar este juego y el siguiente para clasificar a la segunda ronda del mundial”, dice un comentarista de fútbol en el televisor de la panadería. “Así es. Debemos ser optimistas y confiar en nuestros muchachos; si pudieron contra Argentina en Buenos Aires, pueden contra el que sea. La verdadera pregunta es si nos encontraremos a Brasil en la final o camino a la final”, responde otro comentarista. “Compañero, no se adelante a los hechos. Es verdad que Estados Unidos sólo ha ganado uno de siete partidos disputados contra Colombia, pero no se le olvide que hoy juegan de local”, y así continúa la discusión de estos dos con la atención de muchos clientes de la panadería; entre ellos Óscar, el vocalista de la banda, quien se encuentra en una de las mesas tomando cerveza y esquivando la mirada. Juan Andrés piensa que si a su abuela le gustara el fútbol, la podría dejar frente al televisor a alto volumen mientras él ensaya voz gutural noventa minutos más; pero ni a ella, ni a él, ni a su mamá —bueno, de esto último no está muy seguro—, les llama la atención algún deporte.

—Abuela, ¿a mi mamá le gusta el fútbol?

—No. De pronto ahora que está en Estados Unidos le empiece a gustar.

—Pero a los gringos no les gusta el fútbol.

—No, pero organizaron el mundial.

—Es que ellos hacen lo que sea por plata.

—Igual que su mamá.

—¿Por qué dice eso?

—Por nada, mijo. Reciba el pan y vámonos.

La gente, casi uniforme, con camisetas amarillas, canastas de cerveza, botellas de aguardiente y grandes paquetes de papas fritas.

La abuela saca un billete de $200, se lo entrega al muchacho de la panadería y agarra de gancho a Juan Andrés. En el trayecto de regreso, suena el alboroto de muchos televisores y radios prendidos al mismo tiempo. La gente, casi uniforme, con camisetas amarillas, canastas de cerveza, botellas de aguardiente y grandes paquetes de papas fritas. La cuadra, también casi uniforme, con casas de dos pisos, antejardín enrejado y perros que no dejan de ladrar. Comienza a oscurecer. A Juan Andrés le parece que con tanto movimiento y aparato electrónico, este día de junio podría ser víspera de Navidad.

—Mijo, ¿qué pasaría si su mamá no regresara?

—No diga eso, abuela. Ella se demora tres meses por fuera y vuelve. Siempre vuelve. El otro mes ya estará con nosotros.

—Juan Andrés, no puedo más. Escúcheme bien: a su mamá la agarraron con droga en el aeropuerto de Los Ángeles y la metieron presa. Me llamó hace un rato cuando yo estaba terminando de lavar la ropa. Ella no sabe cuánto va a durar por allá pero se va a demorar. Es mejor que se vaya olvidando de estas comodidades porque ya no podrá mandarnos plata. Es más, me toca sacar de la pensión y mirar qué vendo para ayudarle a pagar un abogado. ¿Ve por qué le digo que no pierda más el tiempo y haga cosas que den plata?

—¿Cómo así que está presa? ¿Acaso mi mamá no es azafata?

—Sí, claro. Pero como que se metió con gente rara.

—¿Qué clase de gente?

—Mijo, no sé. En el mundo hay toda clase de gente.

—¿Y por qué hizo eso? ¿No le pagaban bien en la aerolínea?

—Juan Andrés, no piense mal de su mamá. A veces uno necesita más plata de la que gana y se mete con quien no debe.

Juan Andrés y su abuela toman onces en silencio y encienden el televisor con la esperanza de encontrar alguna noticia sobre la detención. Nada, sólo fútbol. Así que lo apagan y se retiran para intentar dormir, o mejor, para no llorar uno en frente del otro, en esa casa que desde ahora, y hasta no se sabe cuándo, tendrá una habitación desocupada.

 

Yo aquí dando vueltas en la cama y mi mamá qué cama tendrá hoy, ¿será que tendrá cama?, ¿habrá comido?, ¿por qué le pasó esto?, ¿por qué a ella?, ¿con qué gente se metió?, le conocí un amigo piloto, dos amigos pilotos, bueno, después de que mi papá quedó en la quiebra y ella lo abandonó vinieron muchos amigos pilotos, ah, y un abogado, el que acabó de arruinar a mi papá, ella tan sonriente e independiente, eso dicen todos, ella tan malgeniada y caprichosa, eso dice mi abuela, ella tan estricta y cariñosa, eso digo yo, ¿cómo pudo ser?, ¿quién fue el malpiloto que la metió en esto?, ¿en qué clase de celda pasará esta noche y la de mañana y las siguientes?, ¿cuánta plata necesitará?, tendremos que conseguir mucha plata y ya no puedo seguir pensando en maricadas, pero más importante que la plata es que no le hagan daño, ¿cómo la tratarán los gringos?, ¿cuándo volverá a llamar?, ¿cuándo la voy a volver a ver?, es mejor que mi papá no sepa nada de esto, a ella no le gustaría, ¿por qué lo habrá hecho?, ¿quién la convenció de hacerlo?, mi mamá debió tener sus razones, es una buena mujer, no estoy para juzgarla, ella no soportaría verme juzgándola, sea como sea estoy para ayudarla, soy su único hijo, es mi mamá, me ha dado todo, ¿podrá dormir esta noche?, por Dios, que no la maltraten, que no le hagan daño, que vuelva pronto, que toda esta mierda se aclare.

 

Él recorre la cuadra hasta el supermercado que está en la otra esquina de la casa. Los vecinos se ven tranquilos, un poco tristes.

Con angustia o sin ella siempre vuelve a amanecer. En la mañana Juan Andrés y su abuela llaman por teléfono a la embajada de Estados Unidos, pero no les dan ninguna información concreta. Que estén pendientes al teléfono: que les avisarán tan pronto sepan algo. Él recorre la cuadra hasta el supermercado que está en la otra esquina de la casa. Los vecinos se ven tranquilos, un poco tristes. Tal vez sea impresión suya por no haber tenido un minuto de calma en toda la noche, pero le parece que las señoras que seleccionan la fruta para hacer jugo, los empleados que descargan bultos de tubérculos y legumbres, y hasta el señor que atiende la caja registradora, llevan en la cara la noticia de un desastre. Juan Andrés llega a la caja con los gajos de cebolla larga, la media docena de huevos y las dos bolsas de leche que su abuela le pidió comprar. El cajero registra la compra.

—Vecino, ¿qué tal la vergüenza que hizo Colombia ayer en Estados Unidos?

Juan Andrés recoge su compra y sale del supermercado. No sabe qué decir. En el trayecto a la casa pronuncia una mala palabra cargada de rabia y de tristeza, algo como un rugido suave o un susurro fuerte, de esos que retumban cuando la frustración y la ira estallan al mismo tiempo en la garganta. Sí, esa es la voz gutural.

Alejandro Cortés
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