Vanessa creía escuchar gritos en el cuarto de huéspedes. Su tío Claudio, el “cojito”, como le decían entre los primos pequeños, por su “herida” en la rodilla durante su vida pasada luchando en alguna de las guerras de independencia —se levantaba el pantalón y, con su pierna poblada como el amazonas, hundía su índice en la rótula y veíamos un agujero, por la insistencia e ilusión o la ineludible prueba de su vida pasada—, nos explicó, a su modo, el motivo de tales sonidos en dicho cuarto.
Mientras el tío Claudio se sentaba a tomar un licor apestoso en el mueble Luis XV en el rincón de la casona, nos plantábamos cerca de su radio quejumbrosa, silbando algunos boleros, mambos y voces inhóspitas, y allí nos quedábamos haciendo un círculo sobre él y sin hacer el menor ruido, aguardábamos hasta que silenciara esa reliquia que tenía guindando del mueble y nos hablara de los gritos del cuarto de huéspedes. Esa tarde, arrellanado en el lugar, con los ojos cavilando un sinfín de cosas que rumiaban en su cabeza canosa, contó su estancia en el cuarto de huésped, y dijo que ese cuento sólo lo diría esa vez: allí, en su infancia, pasó muchos días castigado por alguna broma a su temible tío Tulio, el de los dientes como bisonte y la cabeza como hipopótamo —tal vez le apuntó con la pistolita de vaqueros, le dispararía una balita de plomo en la frente, o le coronaría un tuqueque mientras dormitaba borracho en el mueble—, y no fue una vez, dijo, sino muchas, tantas que las olvidó para no asustarse. Por un momento, creí que tenía que ser masoquista, porque su rostro se atribulaba al relatar sus vivencias en aquel misterioso cuarto, aunque nos parecía que se había infligido un terror absoluto para tener historias por contar a sus amiguitos del colegio, a sus compadres de taguara y ahora, tan cerca de pelar gajo, a nosotros; o todo era otra invención más de las tantas del tío Claudio, dijo Vanessa. Igual, cuando él chirriaba con su “No, no, no…” como si se quejara de un viejo espectro que le rondaba como su sombra, la cara de Vanessa se petrificaba y se ponía tan blanca como las figuras de porcelana de su mamá, Estela. Baudilio, el que tenía cara de panqueque, primo suyo, una pulguita menor que ella —de unos once años— y un año mayor que yo, se timbraba al escuchar la voz cavernosa del tío Claudio. A Juan y a Gim, los hermanos que parecen morochos, tanto porque los vestían iguales —a diferencia de que a Juan lo peinaban del lado derecho y a Gim del izquierdo, la carretera blanca lisita y de resto el pelero cubriéndoles la mitad del rostro—, tanto por lo asustadizos que eran: Gim jalaba de la camisa a Juan para que le tomara de la mano, pero éste tenía sus manitas en los bolsillos de su pantalón pinchándose las piernas, manía que tenía cuando estaba nervioso. Pero el tío Claudio apretaba y soltaba la cabuya, como dicen, contando con ternura y en ciertos momentos con desparpajo —como la vez que contó cómo besó a la primera niña en un juego de escondidas en el mismo cuarto, que no pudimos despegar el oído— y otras veces con gran sadismo, que por pudor les ahorraré la historia. A Vanessa nunca le interesaron los asuntos amatorios, pero a nosotros, Juan, Gim, Baudilio y a mí, sí —tanto que un par de veces le quitamos la novelita Amor de verano al tío Claudio y se las leí, como pude, a los chicos durante cuatro tardes-noches.
Una tarde que nos acercamos a la puerta claustrada del cuarto, de madera durísima, negra, con pequeñas hendiduras en la parte baja —Gim y Juan pensaron que eran patadas del fantasma o lo que hubiera del otro lado— para luego salir corriendo, “allí hay algo”, dijo Gim, luego repitió lo mismo Juan pero en otro orden, “hay algo allí”, sentir como una respiración entrecortada al pegar la oreja a la puerta, como si viviese desde hace siglos y diera sus últimos tumbos. Por el escándalo de Gim y Juan, los adultos nos regañaron; estaban sentados en el porche, volvimos al cabo de un rato como niños buenos, queríamos escuchar lo que decían, pero salimos expulsados de la sala por las charlas de los “mayores”.
Durante momentos de imaginación, aburrido mientras veía a Juan y Gim jugar metras, pensé que la llave era de carne y hueso.
Aprovechamos el ímpetu de Vanessa al buscar por tres noches en la habitación de su mamá, Estela, las llaves del cuarto de huéspedes para reanimar la misión. Vanessa nos dijo a Baudilio y a mí que lo hacía porque creía que allí no había nada, que era el tío Claudio quien nos taladró la mente de cosas absurdas, las cuales nos fuimos creyendo como unos tontos, y que sería ella misma la que desmitificaría para siempre esa sarta de mentiras. Por más que le pedí la llave para sentirla, no la sacó del bolsillo amplio de su vestido blanco, de punticos azules y faralao, y para evitar que los demás intentaran quitársela, la guardó en un lugar secreto. Durante momentos de imaginación, aburrido mientras veía a Juan y Gim jugar metras, pensé que la llave era de carne y hueso; podría tener hasta pelitos, como los que tiene el tío Claudio y mi abuelo en los dedos gordos del pie. Igual, me quedé tranquilo. Si hacemos lo planeado, será de acuerdo a como yo diga, me recordó Vanessa, y en ese momento me pareció ver a su mamá, Estela, tan mandona como ella, pensando que yo soy su papá o el monigote con que entrena su proyecto de dictadura. Además, tiene que ser rápido, recalcó. No le dimos lata, y pusimos una hora, cerca de las cuatro de la tarde, cuando todos descansaban menos la abuela Lina, que era un roble, bajando y subiendo las escaleras ante el menor ruido, aunque tenía dificultades para ver. Ese era nuestro mayor obstáculo: la abuela Lina, desde su silla —su panóptico cerca de la entrada de la casa—, custodiando las puertas toda la tarde, viendo quién sale y quién entra de los cinco cuartos, y viendo, como un búho, la dirección del sonido. Yo podía entrar por el patio e ingresar por los ventanales de la cocina —era tan flaco que podía escabullirme entre esos grandes barrotes y pasar sin dificultad—, que a esa hora, antes de tomar el café de las cinco, estaban abiertas. Rosa Domitila, la cocinera de la casa, no me preocupaba: era una señora robusta, de largo cabello negro tejido bajo paños variopintos, que me sonreía al verme entrar sin permiso, y decirme con su voz aquietada: muchacho, te pareces un Romeo, pensando que yo hacía esas cosas por amor a Vanessa. Sólo podía reírme de eso, yo con Vanessa, zape gato, pensaba.
Era un jueves por la tarde. Ya dentro, con sumo sigilo, gateando hasta la sala —el resto de chicos ingeniándoselas para cruzar a la centinela Lina, sin ser percibidos— y con la llave en nuestro poder, podíamos hacer cualquier cosa. Ese día de la misión, los soldados a batalla fuimos Baudilio, Vanessa y yo, mientras que Juan y Gim se quedaron vigilando, pero sabíamos que no refunfuñaron a su labor simplemente por temor. Igual, Gim llora por nada, y al primer berrinche, castigarían a Vanessa y yo tendría que irme a mi casa, los vigilarían más de la cuenta, y ya resonaba en mi cabeza la voz áspera de la abuela Lina: que se vaya ese carajito a su casa. Yo sólo pensaba en la niña de la historia de los arrumacos en el cuarto oscuro. Por varias noches la soñé de formas disímiles: primero, como una morenita con el cabello cubriendo su rostro y las manos ocultas, sentada en una butaca y esquivando los besos del quien era un niño tío Claudio, con los mismos ojos hundidos y la gran nariz. Luego, la niña era una catira de labios carnosos y ojos difusos, a lo mejor azules o grises, sentada en un mueble espacioso y rojo, como el del tío Claudio, y esta vez era yo el que ganaba sus besos. A ver, tú, dijo Vanessa refiriéndose a Baudilio, busca la vela en la caja del tío Claudio, el cual dormitaba en el mueble con la radio silenciosa sobre sus piernas. Baudilio daba largas zancadas como un flamenco de dibujos animados, la cabezota bamboleando los cabellos dorados y los ojos achinados cuando se siente intrépido; tú, tose duro cuando yo te diga; sacó la llave del bolsillo de su vestido, amarrado con una cinta azul como la de su cabello, y al meterla en el cerrojo, sin penetrar del todo, volver a intentarlo mientras se perlaba la cara avellana de Vanessa, ¿qué diablos?, dijo, no es la llave, dije, y ella me observó como si fuese el mayor de los idiotas: no la probaste antes, grité, Baudilio me tapó la boca con su mano sudada y sucia, shu, dijo él, me soltó, escupí en el suelo y me fui a la cocina a tomar agua. Al entrar, la abuela Lina bajaba las escaleras y creyó que era Rosa Domitila, mandándome a hacer café con leche y a tostar con mantequilla dos rebanadas de pan. Vanessa se asomó a la cocina, y desde la entrada me hizo señas para que volviera con ella. No le hice caso. La abuela Lina notó que no habían prendido la cocina, y su impaciencia se destilaba con el tintineo de su anillo golpeando el brazo caoba del asiento. Rosa Domitila entró cuando la abuela Lina volvió a preguntar, y ella, con el instantáneo “señora” y “a su orden”, entró a la cocina, con la mirada inquieta, como si me preguntase qué me sucedía, para volver a lo suyo, llenar la paila de agua, prender la cocinita, raspar la lata de café y apilar los cubitos de papelón, mejor te vas a jugar, dijo, si te ve te va a regañar. Contuve la risa, “si me ve”, pensé, si ve lo que un topo con binoculares, pensé, y mientras terminaba el vaso de agua, Rosa Domitila me echó de la cocina, se obstinaba cuando le interrumpían su trabajo: tengo oficio. Me gustaba observarla, y como me caía bien, salí de la cocina con cuidado; ya el agua comenzaba a hervir y el pan se doraba, y para ese entonces, no me preguntaba —como ahora con unos lustros secando la infancia— si Rosa Domitila entraba al cuarto de huéspedes, escondida, con algún plato, vaso de leche o ropa limpia, guardando un secreto que sólo los adultos almacenaban. Volví con Vanessa, furiosa, sentada al lado del tío Claudio, con la mano dentro del bolsillo apretando la llave impostora del cuarto de huéspedes, escuchándolo tararear una ranchera y sabiendo que, al menos esa tarde, tendría que contentarse con lo que el tío Claudio dijera: vengan, no he terminado la historia que les gusta. Se veía animado, como pocas veces lo vi.
“Tico”, desde que nació, era un niño “peculiar”: tenía la cabeza grande, los ojos muy pequeños, siempre desorbitados, y el cuerpo tullido.
Me acerqué y senté a los pies de Vanessa, ignorando mi mirada y caricias en sus medias rosadas algodonadas:
—En ese cuarto dormía un niño, hace mucho tiempo, se llamaba Alberto, “Tico”, el único hijo de Rosa Domitila —dijo como si hablara consigo mismo, subiendo y bajando la mirada, y en ocasiones, fijándose en el suelo, en Vanessa o en Gim, con los dedos en la boca—. “Tico”, desde que nació, era un niño “peculiar”: tenía la cabeza grande, los ojos muy pequeños, siempre desorbitados, y el cuerpo tullido, caminando con dificultad. Vivía siempre encerrado, allí, y un día, como si nada, con cuatro años, se escapó del cuarto. Al principio pensamos que estaba oculto en otra habitación: revisamos los armarios, baúles, bajo las camas, todo lugar que podía servir de escondite. Rosa Domitila era un mar de nervios, tan jovencita y bonita, una morena flaquita con ese pelo largo, aindiado, sola, porque nunca le vimos novio ni esposo, ni supimos cómo tuvo a Alberto, hasta que un día lo trajo. Ella pedía todas las noches por Alberto, y nosotros, mis hermanos y yo, con quince y todos ellos mayores de doce años, explorando de cabo a rabo Macuto: las playas, el balneario, preguntando por las casas, rezando con los vecinos, preguntando a desconocidos: un niño así, asao, hasta al teleférico paramos buscando a Alberto. La abuela Lina, mi mamá, pensaba que era un castigo de Dios por traer al mundo semejante criatura. Rosa Domitila lloraba como no he visto llorar a alguien, como debió llorar María por Jesús, la vecina que perdió a su hijo en un accidente automovilístico. Pues bien, Alberto apareció a la semana: estaba más flaco, más tonto y sucio, pero, como se fue, regresó, o eso pensamos.
El tío Claudio hizo una pausa para arreglar la radio; un hilito, como de respiración artificial, salía de sus parlantes. Vi el pantalón de Gim, pensé que estaba meado, y los demás, absortos, sin parpadear, con la boca abierta, esperaban el desenlace de la historia:
—Bueno, “Tico” se hizo cada vez más arisco. Pegaba gritos en las noches. Retumbaba la puerta. Hasta se escuchaba fuera de la casa. Algunos vecinos se alarmaron. Pensaban que lo mataban a palos, “dejen a ese muchacho”, decían. No era así. Alberto parecía tener el diablo dentro. La abuela Lina, cansada de ese mocoso, le espetaba a Rosa Domitila que lo abandonara; que dejara que se fuera, nuevamente. Por supuesto, ella se negó; es mi hijo, repetía al llanto, y desde esa vez no veo derramar una lágrima a Rosa Domitila. Se secó. Es que ella lo sabía: ese muchachito llevaba la mordida de Dios, como dice el viejo dicho de Aquilino, que vaya usté a saber quién fue. Y como vino al mundo, miserable, se fue.
El tío Claudio se arrellanó en el mueble. Vanessa, Juan y Gim se fueron; ella con inverosímil aburrimiento, pasando de la atención al hastío, ellos por el miedo y el gimoteo. Yo sí quise seguir escuchando. “Y como vino al mundo, miserable, se fue”. Esa frase revoloteaba mi cabeza como un pichón enjaulado.
—¿Y quién era la chica de los arrumacos? —pregunté luego de un alargado silencio interrumpido por la respiración forzada de la radio.
—Ah, eso fue sólo un sueño.
- Los gritos - jueves 6 de octubre de 2022