Lo que voy a decir es una confesión: soy un vicioso. No sé cómo he podido llegar a esto. A través de mis setenta años he adquirido malos hábitos y extrañas amistades. Una de ellas es la de un tal Borges. No recuerdo exactamente cómo lo conocí pero esa relación envenenó mi vida. Yo me tomaba unas cervezas en un bar de mala muerte. Eran las siete de la noche. Afuera llovía. Vi acercarse una figura vacilante desde la puerta, que al abrir dejó entrar un relámpago que iluminó la sala. Pronto se dibujó su contorno. Lo confundí con un pordiosero. Se conducía penosamente con uno de esos bastones que guían a los ciegos. Me preguntó la hora. Fue una excusa para ponerme conversación. Me presenté como Adolfo Borjas, relojero. Él apenas pronunció su nombre pero deslizó una equívoca ironía acerca del tiempo. Quedé sorprendido de la fineza de sus maneras. Me dijo que lo suyo era pervertir y deformar seres y cosas, que creaba mundos paralelos. No entendí pero intuí que podía estar asociado a cosas oscuras, como de magia. Estaba sorprendido. ¿Qué hacía aquel ciego en un bar? Recordé que de niño siempre me interesó la magia. Presté atención a sus palabras. Algo me atraía y me disgustaba en su personalidad pero observé que él, como yo, era un solitario. Me dijo que la realidad era pequeña, finita, ilusoria. Agregó que su idea del paraíso era una biblioteca, aunque Dios, con magnífica ironía, me hizo saber, me dio los libros y la noche.
—Para mí —le contesté—, la idea del paraíso es un burdel.
—Oh, no, la cópula como los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres —argumentó. Algo más agregó acerca del filoso miedo que lleva al conocimiento y sobre la frágil frontera entre la verdad y la mentira.
Su lenguaje me resultó enigmático pero pensé que ese ciego, a pesar de vestir de un modo atildado, estaba como tocado por algún espíritu del más allá o por algún tipo de locura. De todos modos asumí que hay locos admirables. Quizás era un impostor. No sé si quedamos amigos pues me dijo que la amistad es como un columpio, en algún descuido alguien puede caer. Creo que somos diferentes. Él me habló de su pasión por la lectura, yo le hablé de mi pasión por el mar y las mujeres. Quizás no nos entendimos. Mientras me comentaba acerca de su gusto por los países nórdicos y por los atardeceres, yo pensaba en las mañanas tropicales, de sol resplandeciente que hace brillar los eucaliptos. Se despidió con una frase extraña, algo así como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. No entendí. Salió del bar. Su figura seguramente se perdió en la oscuridad de alguna calle. Yo me emborraché como de costumbre, pero algunas palabras suyas quedaron dando vueltas en mi mente. Había una extraña fascinación en ellas, a tal punto que no pude desentenderme de ese sujeto.
¿Tendrá este autor algo que ver con aquel ciego que había conocido una noche que ya se perdía en mi memoria?
Una tarde de agosto cuando caminaba de nuevo hacia el bar, por una calle aledaña al puerto, vi al azar, expuesto en la vidriera de una vieja librería, dos libros que llamaron mi atención: El Aleph y Ficciones. Su autor: Jorge Luis Borges. Me quedé pensativo. ¿Tendrá este autor algo que ver con aquel ciego que había conocido una noche que ya se perdía en mi memoria? ¿Qué será eso del Aleph? Aunque no soy un lector de fábulas y de cosas esotéricas, entré a la librería y compré los libros.
Al otro día, comencé a hojearlos. No supe si aún eran los efectos de la resaca pero quedé profundamente impactado por aquellas historias. Desde entonces algo cambió en mi existencia. Indagué sobre el autor y supe que en efecto a los 55 años había quedado ciego. Ya no tuve dudas. Era como si aquel ciego solitario y ya golpeado por los años me hubiera atrapado en su mundo de laberintos, espejos, espadas, libros y cuchillos. No podía desentenderme de lo que leía. Todo me resultaba raro, fantástico, extraño. Mis sueños y pesadillas tienen ahora el horror y encanto de sus alucinantes bestias y seres imaginarios. Estoy como atrapado en su cosmos. No entiendo cómo aquel ciego, en aquella oscura noche del bar de Julia, vino a transformar mi vida. Ya bastantes errores había cometido en mis locos años para que ahora mi imaginación, más allá de los efectos del licor y las drogas, estuviera proyectada hacia aquellos insólitos universos de planetas imaginarios, de ruinas circulares o de senderos que se bifurcan en dinastías, adivinanzas, noches y relojes intemporales. Me sentí amenazado y a la vez atraído.
¿Sería que yo me estaba volviendo loco? Quizás la bebida y los ajetreos del puerto, los antiguos años de piratería en el Caribe, me pasaban factura. Pensé que a lo mejor el tal Borges escribía por las mismas razones por las que yo bebía, para salir de la pobre y pequeña realidad, esa misma que me había confinado a la rutinaria vida de relojero en un estrecho y miserable local de una olvidada calle de la ciudad. Busqué de nuevo la botella de ron y llené mi vaso, para calmar la angustia. Borjas se imaginó a Borges como él, bailando con alguna prostituta en una noche de farra en aquel bar un poco sucio y descuidado. ¿Habría aprendido a bailar?, ¿Bailaría cumbia, danzón o quizás sólo algún melancólico vals vienés?, ¿qué mujeres habría amado?, ¿cómo sería su juventud? Se paseó por la idea de que a lo mejor el tal Borges, como él, era también un vicioso, un libertino enmascarado en su ceguera, amante de esas mujeres licenciosas que sólo saben vivir en burdeles o en sueños. Porque, una vez más se preguntó, ¿qué iba a hacer aquel ciego que apenas podía caminar en aquel oscuro bar de la calle Casares? ¿Sería un antiguo amante de Julia? También a él en ocasiones le daba por los celos y por urdir vagas especulaciones.
No sabía qué hacer con esos acertijos, exorcismos y expresiones rituales que aparecían en algunas páginas de sus singulares libros, con aquellos objetos raros, los hrönir o los ur. Borjas optó por ir con más frecuencia al bar, pensando en la posibilidad de que el tal Borges se acercara de nuevo a preguntarle la hora. Después de haber leído aquellos relatos, sentía que muchas cosas lo unían a él. Esa sed de lances y riesgos que estaba en esos cuentos también había hecho arder su corazón en su juventud. Por eso había sido marinero. También en los barcos se juega el destino y salen a relucir cuchillos en las trifulcas. Era como si una secreta identificación con lo que se decía allí lo hiciera volver a esas páginas en las que se disputaba el poder, el honor y la gloria. En cierta forma, pensándolo bien, todo ese universo de espías, magos, teólogos, copistas u hombres encendidos por la aventura o pasión de saber, no le era ajeno. Sus sueños alguna vez habían dibujado un país imposible.
Creía ver su rostro confundido con el suyo en los espejos, en los relojes de su modesto taller, en el brillo de un cuchillo o de una moneda, en la palabra tigre o en el mar infinito.
Recordó que de niño imaginaba encontrar tesoros perdidos en mares desconocidos habitados de sirenas y peces voladores. ¡Ah, si él pudiera escribir algunas de esas historias quiméricas que soñó! A lo largo de sus extraviados setenta años sólo había escrito algunas desesperadas cartas de amor. Pero ahora estas historias del tal Borges le encendían el ánimo, le transmitían otra furia, distinta a la del amor pero igualmente intensa y arrebatada. De todos modos tenía muchos interrogantes acerca del tal Borges y su fantástico universo. ¿Quién era ese Funes de quién él hablaba, cuya memoria era como un vaciadero de basura? ¿Él, que era un ciego de apariencia tranquila, de dónde sacaba esos individuos un poco extravagantes o atormentados como Liddell Hart, Yu Tsun o Pierre Menard, o aquellos exploradores de mundos irreales? Esperó que fueran las tres de la tarde y se dirigió de nuevo a la librería, acuciado por la idea del tiempo que le había transmitido la lectura del cuento “El inmortal”, y urgido por la necesidad de saber más acerca de aquel misterioso ciego. Cuando llegó aún la librería estaba cerrada. Esperó pacientemente. Al abrir las puertas, asomó la dueña, una señora obesa y casi anciana. Borjas le preguntó por otros libros de Borges. Le mostró varios. Le llamaron la atención dos en particular: Historia universal de la infamia y El libro de arena.
Volvió a su casa y se encerró a leerlos afanosamente. Esa noche no fue al bar. Borjas sintió que, como otro de esos personajes borgianos, él se había convertido también en un vicioso de la lectura. Ahora quería saberlo todo. Comenzó a perseguirlo la idea de si no sería él, debido a su pasado borrascoso, uno de esos seres infames que aparecen en esas páginas. Aquello era como otra ebriedad. Muchas cosas se le confundían. Borges se le había convertido en una suerte de remolino, algo vertiginoso. Pensó que Borges era una larga lista de equívocos como tantos en su vida, una carretera que nunca termina, una caída en abismo. Algo de ese vértigo parecía ser ahora parte de su personalidad. Cualquier objeto o palabra le recordaba al tal Borges. Creía ver su rostro confundido con el suyo en los espejos, en los relojes de su modesto taller, en el brillo de un cuchillo o de una moneda, en la palabra tigre o en el mar infinito. Pensó que el tal Borges era una desmesurada impaciencia, un extranjero en la noche de los vidrios rotos.
En la mañana del siguiente día, después de desayunar y afeitarse para parecer un hombre pulcro, se dedicó a buscarlo por distintos lugares y rincones de la ciudad. Preguntó en librerías, bibliotecas, bares, comercios. Nadie le daba razón de aquel ciego que se hacía conducir con un bastón, de hablar pausado y piel blanca. Quería saber más de la vida de ese invidente visionario, tan dado a escribir aquellos cuentos de imaginación ardorosa. Lo buscó infructuosamente. Nadie le daba razón de él. No lo habían visto, no lo conocían. En la noche volvió al bar. Le preguntó a Julia y a otros habitués si lo conocían. Nunca nadie lo había visto. Dudó, mientras tomaba algunas cervezas. Otra vez el tal Borges lo hacía patinar en la locura. Pensó si no sería un fantasma de su imaginación que se había tornado afiebrada o un ser alucinado en alguna de sus borracheras. O si el tal Borges sería uno de esos alter egos u oscuros fantasmas que habitaban su inconsciente, tan maleado por los licores baratos. Observó por primera vez que entre los apellidos Borges y Borjas no había gran diferencia. Después de todo, yo —pensó— no soy sino un relojero y el tiempo, una de las obsesiones que me unen a él, una ilusión en la que el tal Borges y yo, ahora lo sé, no somos sino piezas de un sistema planetario apenas inventado. Cuando salió del bar, Borjas notó que aquella noche en la que venían a su mente mujeres, barcos fantasmas y aventuras en alta mar, estaba como envuelta en una trama irreal, como si él mismo fuera un personaje de un cuento de aquel tal Borges. Miró su reloj y, como Borges, se perdió en una oscura calle cercana al puerto.
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