Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Cómo defendí mi vida sexual
(poema sinfónico en cuatro actos)

sábado 23 de septiembre de 2023
¡Comparte esto en tus redes sociales!

1. Allegro ma non troppo

La tarjeta de presentación de Anabel, en caso de que la tuviese, rozaría lo inverosímil: masajista erótica, gerente propietaria del spa Eureka y estudiante de administración de empresas. La conocí seis meses después de mi divorcio, en el pico más alto de mi TOC o mi adicción al sexo (depende del cristal con que se mire). Yo había abandonado a Glenda y a Lautaro y estaba seguro de que, como castigo divino, iba a vivir lo que me quedaba de vida sin tener una erección. Para contrarrestar una interpretación tan estúpida de la ley del karma, todas las noches salía de cacería. Yo rozaba los cuarenta, tenía cierto aire a Paul Giamatti en casi todas sus películas y una verba aceptable cuando entraba en confianza, pero a la hora de desnudarme me aterraba que mi castigo divino se materializara y quedase en evidencia mi incapacidad de amar. Al final lo lograba, pero a qué precio. No podía desprenderme de la idea de que caminaba al borde del abismo, que en cualquier momento caería en un bache, que por ahí se colaría la depresión y ya se sabe qué viene después. Copulaba con angustia y culpa. Me compré una caminadora para quemar calorías y recuperar el impulso vital, pero sin impulso vital cuesta arrancar una caminadora. En las noches miraba programas sobre redecorar hogares y autos, miraba el techo, llegaba el insomnio. ¿Para qué vivir si había perdido la capacidad de disfrutar de la vida? Quise convencerme de que el sexo no era importante, que uno podía (y debía) concentrarse en cosas trascendentes: los hijos, los amigos, un libro, los árboles, empapelar las paredes de mi escritorio, todas esas cosas que hace la gente que no sufre. Hasta que un amigo me recomendó, como quien recomienda una atracción en un parque temático, a “la loca Anabel”. Con probar no pierdes nada, una nueva experiencia, una raya más al tigre. Experiencia era el concepto dominante en su argumentación; como si fuéramos animales que fotosintetizáramos experiencias. Me pasó la dirección: una casa por la avenida San Aurelio, un cartel donde se anunciaban masajes terapéuticos, reductores, reflexología. Eufemismos. Placer puro y duro. Experiencias. Eso.

Una tarde dejé atrás el pudor y enfilé hacia la San Aurelio. Localicé la casa, toqué la puerta, escuché ladrar un perro, el sonido de unos tacones sobre un piso de porcelanato y luego ella. Vestía pantalón negro y blusa blanca, ambas prendas ajustadas para resaltar un cuerpo firme y carente de tejido adiposo. Morena, cabello largo y negro y labios gruesos sin llegar a grotescos. Con amabilidad me hizo pasar hasta el dormitorio en suite de una casa de regulares dimensiones, ideal para una familia tradicional de clase media, pero sólo estaba ella. El cuarto olía a incienso y estaba tenuemente iluminado por unas velas que ella mantenía encendidas. El mobiliario se resumía a una camilla con sábanas muy blancas y una silla que hacía de colgador. Me preguntó si era nuevo, me comunicó las opciones: erótico o tailandés. Quise saber las diferencias. Ambos concluían con una masturbación explosiva, pero lo que le daba la cualidad tailandesa a su masaje tailandés eran diez minutos de frotación piel con piel. Y cincuenta bolivianos de incremento en la tarifa. Tailandés, por favor. Me pidió que me desnudara y me echara bocabajo en la camilla. Obedecí. La seguí con la vista a través de un gran espejo que había en una de las paredes laterales. Tomó de una repisa un frasco de crema humectante, encendió un equipo de música y reprodujo un playlist de baladas en inglés; luego se sacó toda la ropa. Mis expectativas crecían tanto o más que mi pene presionado contra la camilla. Se puso un poco de crema en sus manos y comenzó a masajear la planta de mis pies. A los pocos minutos me sentía extrañamente relajado, mis pensamientos fluían como un patinador ruso haciendo filigranas sobre el hielo. Sus manos me recorrían con maestría, sentí su respiración, sus pechos sobre mi espalda. Y fui feliz. Sobre todo, en los momentos de la frotación y el clímax que, en efecto, fue explosivo. ¿Cómo se sintió? Muy rico todo; gracias.

Me volví un cliente asiduo al spa Eureka. Lo visitaba en semanas alternas, casi siempre a las tres de la tarde. Tocaba el timbre de la verja, ladraba el perro, escuchaba sus tacones, aparecía ella. ¿Cómo ha estado ese hombre hermoso? Me hacía pasar al dormitorio donde ya estaban prendidos el incienso y las velas. Luego el frasco de crema humectante y el playlist de baladas que llegué a tararear de memoria. Como un código no escrito, obviábamos felaciones y penetraciones. Me permitía acariciar su culo torneado en el gimnasio y besar sus pezones rosados y perfectos. Me hablaba de su novio (su profesor de matemática financiera), de sus planes de ahorrar para comprarse un Suzuki Baleno, de lo amargadas que le parecían las feministas. También me preguntaba por el negrero Ramírez (mi jefe), por mi hijo, si tenía planes de reconstruir mi vida con otra mujer. ¿Y por qué piensas que mi vida está deshecha? Era sólo un comentario. ¿Vos necesitas un hombre en tu vida? Yo soy la masajista. Se generaba entre nosotros una intimidad que iba más allá del intercambio de fluidos. Intimidad y camaradería; se parecía mucho al amor. Tenía razón mi amigo, una experiencia por la que estaba dispuesto a pagar los doscientos pesos que costaba cada encuentro. Era preferible a tener que soportar la incertidumbre de mis noches de cacería.

¿Qué le pasa a ese hombre hermoso? Le eché la culpa al estrés, a mi digestión y al negrero Ramírez.

Hasta que un día mi pene no alcanzó la tensión requerida y no pude eyacular. No por falta de esfuerzo de Anabel, ella estuvo a la altura. Incluso tomó mis manos y las puso en sus pechos, se movió, gimió como si estuviese tremendamente excitada, sacó a relucir trucos inéditos. Nada. ¿Qué le pasa a ese hombre hermoso? Le eché la culpa al estrés, a mi digestión y al negrero Ramírez. Mi cabeza daba vueltas. ¿Se había agotado la capacidad de activar mi libido de un buen masaje tailandés? ¿Mi castigo divino venía con retraso? ¿Se avecinaba tormenta?

Luego de despedirme de Anabel, mi razonamiento había cambiado. Era cuestión de valor, de llamar las cosas por su nombre. Me había refugiado en un atajo a una felicidad mediocre. ¿Por qué recurrir a los remedios milagrosos cuando había un mar de estímulos afuera y era cuestión de salir y pelear? Mis argumentos tenían tufillo a manual de autoayuda, pero era mejor que refugiarme en aquel verso del divino Borges que bien podía ser el mantra del cobarde: ya no seré feliz, tal vez no importa, hay tantas otras cosas en el mundo.

 

2. Andante moderato

Pensé: un poco de visibilidad y de reafirmación social le hará bien a mi psiquis y multiplicará mis probabilidades de interacción. Reactivé mi Facebook; estiré hasta ochocientos mis amigos virtuales. Convertí mi muro en un concentrador de información: el tráiler de la última de Christopher Nolan, una receta de pudín de chía, la explicación de un padre a su hija sobre qué es el socialismo y por qué fracasa. Me convertí en un mercader del like: regalados y recibidos, recompensas virtuales, disparadores de dopamina; con un efecto más efímero que un masaje tailandés (y sin orgasmos).

Una noche me llamó Lautaro para contarme que ya sabía sumar con acarreo. Al colgar, y por asociación, pensé en Glenda. Volver con Glenda era, digamos, mi plan B. Había pasado el tiempo que lima asperezas, donde hubo fuego cenizas quedan, etcétera. Una imagen se desplegaba ante mí con frecuencia: Glenda y sus vestidos floreados con abertura lateral. Glenda podía ser esa playa segura para salvarme del naufragio. Sin embargo, meses atrás, al pasar por Lautaro para llevarlo a sus clases de taekwondo, me había recibido y mientras hablábamos, yo había tocado accidentalmente su antebrazo y ella había reaccionado crispándose como un gato. ¿Rechazo al contacto? ¿Conmigo o con el resto de la humanidad? Desde nuestra separación, Glenda se había acercado a lo que ella llamaba nuevas espiritualidades que en realidad era esa mezcolanza new age tan de moda: yoga, meditación, feng shui. También apadrinaba un hogar de ancianos y un refugio para animales abandonados. La nueva Glenda se enfocaba en la caridad y al parecer no sentía la necesidad de aventurarse en una relación amorosa, menos aún al contacto cuerpo a cuerpo, menos conmigo. ¿Otra que tomaba atajos a una felicidad mediocre? Dicho con otras palabras: la caridad era para Glenda lo que la loca Anabel era para mí. En resumen: encarrilar mi plan B requería sintonizar con la versión espiritual y filantrópica de Glenda, vencer su resistencia a que le tocara el antebrazo y, sobre todo, reinsertarme en un hogar que irradiaba armonía, feng shui y aburrimiento.

Recibí un mensaje de mi amiga Mariana, productora audiovisual. Me preguntó si me animaba a participar en un comercial para Tramontina, la marca de utensilios de cocina. Había visto mis fotos y yo daba el perfil. ¿Cuál es el perfil? Hombre maduro y churro que transmita calor de hogar. Yo no soy ese. Por favor, a última hora se nos cayó nuestro Sean Connery. ¿Cuánto pagan? Trescientos dólares por una jornada. Saqué cuentas: justo lo que ganaba después de una semana de sobarle el culo a Ramírez. Acepté. Mariana me citó para el sábado a las siete.

Mientras me probaban la ropa, Mariana aprovechó para darme detalles del guion.

Llegué puntual y me reporté con Mariana, quien me llevó con la encargada de vestuario, una señora de pocas palabras y cinta métrica al cuello. Mientras me probaban la ropa, Mariana aprovechó para darme detalles del guion. El spot transcurría el día de las madres, yo cocinaba para mi esposa, me acompañaban mis hijos y mi suegro, todos felices. Entró el director, un chileno de pelo largo y sandalias; me saludó con amabilidad, dio el visto bueno a mi vestuario y se fue. Mariana me indicó que era todo, podía pasar a desayunar; me acompañó para presentarme al resto de los actores.

Alfonso era mi suegro, viudo, banquero retirado de expresión bonachona; nunca había actuado y para llegar temprano y en forma, se había levantado a las seis de la mañana para recortarse el bigote. Mi hijo se llamaba Salem, era estudiante de derecho, aunque su verdadera vocación era ser millonario. Según un libro japonés que había leído, si uno quería amasar una fortuna antes de los cuarenta tenía que generar ocho negocios distintos. Alfonso soltó una carcajada y dijo que en su tiempo los jóvenes aspiraban a casarse y formar una familia. Mi hija era Jackie, de doce años, experta en publicidades porque su madre la había metido en el mundillo desde los siete. Su currículum superaba los veinte spots; su sonrisa de niña tierna y feliz era una franquicia. Por último, Dalia, mi esposa. Su personaje vestía una blusa azul celeste que combinaba bien con su chaqueta beige de mangas largas y su piel saludable y bronceada. Hablaba poco y sonreía mucho y su sonrisa era radiante y su cuerpo firme a pesar de sus casi cuarenta.

Más tarde, mientras Alfonso y Jackie grababan primeros planos y Salem fumaba en la calle, pude conversar con Dalia. Había estudiado arquitectura y este era su segundo spot, aunque en el anterior, para una compañía de seguros, sólo se habían visto su nuca y su hombro derecho. Siempre le había atraído la actuación y le hubiese gustado explorar ese camino. Pero la vida… Y sí, siempre la vida.

Para la cena familiar habían preparado la mesa con lo más chic de la colección de Tramontina. El ambiente tenía que ser distendido y, como no se grababa sonido, podíamos decir cualquier cosa con tal de mantener la buena onda. Salem dijo que ni cagando le cocinaba a su madre fideos con vegetales. Risas. Jackie le contestó que seguro no sabía cocinar porque los millonarios no saben cocinar. Más risas. Alfonso comenzó a hacerle cosquillas a Jackie. El director me pidió que mirara a Dalia, que aparentara amor y que Dalia sonriera, también enamorada. Lo hicimos; hubo química inmediata. El director me pidió repetir la toma, pero esta vez tomándole la mano. Chicos, denme intimidad. Mirar a los ojos de Dalia, el contacto de su mano y la palabra “intimidad” me produjeron una sensación conocida: erección moderada, ganas de coger. La imaginé desnuda; más ganas de coger. Para el director, fue una imagen natural, íntima y sincera.

Terminamos la escena y fue el final de la jornada para Dalia, Jackie y Alfonso. Después grabaron los planos donde Salem y yo cocinábamos mientras revolvíamos la olla de pastas y nos lanzábamos el salero. Para cuando se deshizo la ficción, ya Dalia se había ido.

Llegué a casa, comí algo, me di un baño y me acosté pensando en cómo gastar los trescientos dólares que me pagaría la productora. Quizás comprar una licuadora y algún regalo para Lautaro. Pero lo que más quería era ver otra vez a Dalia; su sonrisa y el contacto de su mano habían tenido resonancia, mi intuición me decía que ahí había algo, que no había sido sólo ficción.

 

3. Moderato espressivo

Le rogué a Mariana que me pasara su número. Accedió, pero me pidió que fuera discreto, que ella no estaba autorizada a dar información sobre actores. Al otro día le hablé. Le sorprendió escuchar mi voz, pero no me preguntó cómo había conseguido su teléfono y hasta aceptó mi invitación al café de la librería Bovary. Quedamos en que el miércoles a las seis.

Ocupaba una de las mesas del fondo cuando llegué. El cabello mojado le caía y le tapaba el rostro. Había pedido una taza de té y escribía algo en una libreta de notas. Me acerqué, no reparó en mí. Vi que tenía un tatuaje a la altura de la vértebra cervical, tres aves volando y la palabra freedom. Alzó la vista cuando dije “hola”. Sonrió, cerró la agenda, me invitó a sentarme.

Si bien no fuimos más allá de lo trivial, al menos supimos que ambos éramos divorciados, ella con una hija de dieciocho, de intercambio en Suiza.

Le costaba mirarme a los ojos, se movía en su silla y probaba compulsivamente pequeños sorbos del té. Yo también me sentía tenso, pero con el transcurrir de los minutos pudimos hilvanar pequeñas porciones de diálogos. Si bien no fuimos más allá de lo trivial, al menos supimos que ambos éramos divorciados, ella con una hija de dieciocho, de intercambio en Suiza. También me contó que era funcionaria pública, planificadora en el Plan Regulador, nada de que enorgullecerse, no veía la hora de tomarse un año sabático y viajar. Me habló de lo mucho que le gustaba conocer otras culturas; mientras lo hacía, yo intentaba adivinar la forma de sus pezones. No se impresionó cuando le dije que yo era administrador de empresas y que mi mayor logro había sido rescatar de la quiebra a Candy City, caramelos y golosinas. Hubo una pausa en el diálogo. Ella volvió a tomar un sorbo de su bebida y dejó la mancha de su pintura labial en el vaso. A esas alturas yo sabía dos cosas: que esa noche no se sentiría cómoda y que, por tanto, no íbamos a coger. Antes de irse compró un libro: La bailarina de Auschwitz, de Edith Eger. Al salir de la librería llovía. Nos despedimos afuera con un beso en la mejilla y los dos corrimos a nuestros respectivos vehículos.

A los tres días nos encontramos en el mismo lugar y a la misma hora. Llovía cuando llegué. Al llegar, me miró a los ojos (los de ella eran cristalinos y dulces). Me dijo, sin preámbulos, que la vida era corta, que hacía más de dos años que estaba sola. Yo, al verla tan lanzada, le dije que pensaba que entre nosotros había algo. Sonrió, supuse que estaba de acuerdo. Me contó que se había divorciado después de dieciocho años de matrimonio, de los que más de la mitad habían sido un desperdicio. Su ex marido era nutricionista, lo sabía todo sobre el sistema digestivo. Para el amor, el más inútil de los sistemas; ¿qué importa tener una buena digestión cuando la rutina te carcome por dentro? Tenía un recuerdo amargo de aquellos años “desperdiciados” (insistía con esa palabra), años de manipulación, de anulación, de nivelarse hacia abajo, de vivir con culpa. El infierno a fuego lento. Después de la separación le había costado arrancar. De hecho, aún creía que avanzaba a media máquina. Dudas, viajes, terapias, amigas, 50 mg de eleval al día. Poco a poco se sentía más liberada. Había aprendido a expresar sus sentimientos y sus deseos. Quitar filtros. Al pan, pan y al vino, vino; gimnasia recomendada por su última terapeuta de veinte dólares la sesión. ¿Cómo funciona? Comer, amar, tirar; vas a disculpar si a veces te parezco muy directa. Su gimnasia me excitaba. Esa noche tuvo que irse antes porque tenía una cena con una amiga.

Volvió a llover el día de nuestro siguiente encuentro; pensé que esa coincidencia podía encerrar algún simbolismo, luego caí en la cuenta de que estábamos en febrero y era normal que lloviera. Esa tarde, a eso de las cinco, me había llamado para decirme que su jefe había salido a una reunión y ella deseaba verme, pero su auto estaba en mantenimiento. Me pasó la dirección de su oficina y me pidió que le hablara por teléfono cuando estuviese afuera. Le pedí a mi secretaria que, si el negrero Ramírez preguntaba por mí, dijera que se me había vuelto a joder la glucosa y había salido al médico. Dejé la oficina a eso de las cuatro.

Entró a mi auto chorreando agua. Sin palabras, nos besamos. Fue un beso largo y pensé que eso lo destrabaría todo y que era cuestión de minutos que nos sacáramos la ropa; pero respiró y me pidió, por favor, ir al café.

Volvió a dirigirse a su habitual mesa del fondo. Una mujer de rutinas, pensé. Nos sentamos, me dijo que había algo que no me había contado. Antes de entrar en detalles, ordenó un té verde. Tengo una relación de amor y odio con mi cuerpo. No supe qué contestar. Ella se levantó el pelo que le cubría la frente. ¿Ves esta cicatriz? Tenía la marca de una vieja herida. Contó que se la había hecho a los doce años al caerse de una carreta. Durante mucho tiempo esa cicatriz condicionó mi corte de pelo; se lo debo en gran parte a Roberto, me hacía sentir expuesta. ¿Roberto? Mi ex marido; pensé que te había dicho su nombre. Creo que no. Todo esto es parte de mi terapia; presiento que puedo confiar en vos. Puedes. ¿Cómo manejas el sexo? Fruncí el entrecejo. Perdón si te perturban mis preguntas. Respondí con un montón de lugares comunes. Ella me habló de Soledad Coloccini, sexóloga argentina con quien intercambiaba correspondencia. Los consejos de Soledad me iluminan para afrontar la vida. Yo la miraba, me gustaba lo que veía, me gustaban sus tatuajes y su jean roto en las rodillas a pesar de sus casi cuarenta. Quería recuperar el tiempo perdido, era obvio; pero también la veía como una de esas personalidades impredecibles, que además de la cicatriz en la frente mostraba todas sus costuras. Me ha costado mucho llegar hasta aquí. Entiendo. La verdad, por momentos entendía menos. Dijo que quería hombres seguros pero imperfectos (su intuición le decía que yo era uno de esos), que si se aventuraba en una relación era para crecer, que ella no era de las que calculaban riesgos, más bien todo lo contrario, que le gustaba experimentar en el sexo, en la cocina y en la vida (otra vez las experiencias) y que tenía muchos proyectos por cumplir y se sentía casi siembre desbordante de energías. Poderosa.

Esa noche fuimos los últimos en irnos de la librería, cuando ya los dependientes levantaban las sillas. Salimos al parqueo. Había parado de llover y ella dijo algo sobre las bacterias que producen el olor de la tierra después de la lluvia. ¿No te dice algo eso? ¿Qué cosa? Que una de las experiencias más sublimes sea producto de desechos de bacterias. Sacó la mano para parar un taxi. Pensé que yo te llevaba de vuelta. Es mejor así, necesito pensar. Se inclinó sobre el taxi para negociar el precio de la carrera. Luego nos despedimos con un beso en la boca. Creo que estoy lista, dijo al despedirse. La vi subir a su vehículo. Recordé a aquella otra mujer que me había apretado la mano aquel día en que habíamos filmado una publicidad sobre cacharros de cocina.

 

Las velas ardían y Anabel, sentada a horcajadas sobre mi espalda, hacía su trabajo.

4. Molto vivace

¿Cómo ha estado ese hombre hermoso? Como la mierda. ¿Por qué así? Hoy tenía una cita que podría haberme cambiado la vida. ¿Y…? Aquí estoy. Si estás aquí es porque no te convencía. Las velas ardían y Anabel, sentada a horcajadas sobre mi espalda, hacía su trabajo. Detuvo un momento su rutina, bajó de la camilla, fue hasta el equipo de música, localizó una balada de Aerosmith y subió el volumen. Regresó; yo la seguía a través del espejo, la vi sacarse el sostén y sentí un cosquilleo sabroso a la altura de mi entrepierna. Se concentró en mi espalda, me habló de las pelotas a la altura de mi omoplato derecho. El estrés, soy un adicto al trabajo, un tipo cuya mayor competencia es resolverle la vida a los que cortan el bacalao. No diga eso. Lo digo, y digo más: mi tren de vida está afectando mi salud, hoy en la mañana tuve un bajón de azúcar, confundí a Ramírez con Bruce Willis. Por si acaso, siempre quise ser Sonia Braga. Hablo en serio. Hombre hermoso, no se queje; levántese como san Lázaro. ¿Y usted cómo ha estado? Bien. Siembre dices bien. Porque siempre estoy bien. Había roto con su amante, el profesor de matemáticas financieras. Mejor así. ¿Otro hombre? No, gracias. No había más que verla: vivía sola y nunca se derrumbaba, merecía algo mejor que masturbar a cuarentones frustrados. Te haré un regalo, Anabel. Gracias, pero no tiene que molestarse; guárdelo para esa reina que algún día le robará el corazón. No creo. ¿Qué es lo que no cree? En las reinas; además, no se puede robar lo que no hay. No exagere. No exagero; usted se lo merece; el regalo, quiero decir. Usted es un gran hombre; me gustaría salir con usted algún día. Sentí la mano de Anabel deslizarse por debajo de mi entrepierna y alcanzar mi pene. Era un atajo poco habitual en su rutina. Comenzó a masajearlo y yo comencé a disfrutar, como en los viejos tiempos. ¿Quién dijo crisis? ¿Se acuerda de Nahir? No. Esa morena que estaba conmigo en el cine, cuando nos vimos, hace un par de meses… Ya. Dijo que usted se veía muy bien, que quería probarlo. ¿En serio? Es zorra, pero buena gente. Sentí activarse mis resortes, mi sangre invadía mis cavidades esponjosas. Dese la vuelta. Obedecí. Tocaba disfrutar la vista y el tacto de un cuerpo torneado a base de aeróbicos. Yo no quiero a tu amiga, te quiero a vos. Anabel sonrió traviesa y reforzó el efecto del momento con una sabia manipulación del glande. Con mucha crema. Bon Jovi cantaba Bed of roses. ¿Puedo tocar? Usted siempre puede. Su piel es… única; y sus caderas; y su corazón… Mi grito de placer espantó unos gorriones que habían bajado al patio por una migaja de pan.

Alejandro Suárez
Últimas entradas de Alejandro Suárez (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio