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Poemas de Roxana Elvridge-Thomas

lunes 26 de junio de 2017
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Roxana Elvridge-Thomas

Esta selección de poesía corresponde a una de las voces mexicanas más vigentes. Roxana Elvridge-Thomas juega con las estructuras poéticas: el verso tradicional, medido o libre; la prosa; el diálogo; incluso lo que podría denominarse la poesía novelada. La poesía de la autora reproduce los hechos, quienes generan el logos, la razón discursiva que expresa una sensibilidad modernista, me refiero a Rubén Darío. En varios de los poemas esto es notable. Igualmente, sobresale algún tipo de collage, pues combina el verso, la narrativa y cierta historia que muchas de las veces refiere a algún paisaje natural, alguna situación o a cierto tema religioso o místico. Es decir, la poeta asimila distintas tradiciones temáticas y formales para crear su propia impronta.

Fernando Salazar Torres
Responsable de la selección

De la serie Voces actuales de México

De El segundo laberinto:

El ala de tus ojos
ha batido mi piel
la cubrió de olivos verdes
que ha sacudido mi piel.


Se enreda paloma
se cuela
entre sombra de parras.
……Canela
…………..la desata
……………………..en su rumor.

 

De La fontana:

Pegaso

Briosa fuente alada espumea entre belfos larga vida. Su coz abre luz en áridas penumbras.

Ágil bestia, desata en su relincho un manantial, asciende entre sus plumas, desliza su pelambre por el viento, atisba con sus húmedas orejas el rumor de los jardines.

Su solo nombre incita el resplandor del agua.

Vástago de un torrente rojo, trepa firme, frío, ardiente, las escalas que le tiende el aire.

 

Coronada de luz

I

Es la entraña viscosa de una gruta, la tibia exhalación de los murciélagos que, ausentes, buscan sangre de becerro que ofrendar a la extranjera. Ratas de agua husmean los brotes cenagosos de la orilla, asaltan la madera de esa barca que disipa su contorno en la caverna.

Y ella flota, aromada, perdida entre las márgenes del sueño, pétalo de cera que se mece en la enorme pupila de la acequia y levanta de las ranas un triste rumor bajo el lienzo de humedades.

—¿Dónde surge, pequeña, esta niebla luminosa?

Sólo escucho resonar el agua que cae en mi sueño.

La noche es más oscura en esta poza. Ignora el gemir retinto del ocaso ahogado en el cauce que la nutre y el torvo rostro de quien mira resplandores en la mártir que se acuna sobre aguas coaguladas.

El silencio se apodera de la charca, del monótono arrullo de mosquitos, del ojo que se sueña con una ninfa dentro, iluminando las sombras profundas de sus líquidos.

¿Son quizás luciérnagas que bordan una aureola a la difunta?

¿O es el sol que se ha escondido en sus cabellos y ahora se refleja en ese rostro pálido?

Sólo turba su hermosura esa cuerda que se aferra a sus muñecas y no abandona, aun con la humedad, las blancas manos, que aprisiona a la muchacha al aire y no la deja sumergirse en la memoria de las aguas, esperar toda la noche a que el pozo la recree, mientras sueña sus antiguos ojos y la suave mirada en que se hunde.

Son espejos, obsidianas que al contacto con la joven se disipan y toman trasparencias de su cuerpo, de la blanca vestidura que refulge con el círculo de plata sobre el rostro y concede una fecha a la turba silenciosa de las aguas.

 

II

¿Qué hacer cuando año a año, en una noche tibia, al momento en que el crepúsculo es tragado por el río, surge la silueta de la santa?

Dicen que aparece buscando la piedad de aquel mancebo que entre sombras presenció el flotar de sus despojos. Espera que pronuncie su nombre y la expulse de esa muerte, de la tenue memoria de la charca.

Si no sabes su nombre verdadero, aléjate de aquí la noche en que el verano regresa a pisar las sombras. Serás esclavo silencioso del cieno o criatura de mercurio en las fauces de la gruta.

El mancebo murió hace muchos años. Sus ojos escarchados continúan atados a la fosa y, umbroso, se asoma en esa noche a contemplar la flor de cera que se hunde lentamente en la penumbra. Cada año es el vigía desesperado en los umbrales de la gruta y parte, con sus armas, los ojos del intruso, la lengua que no atina a pronunciar el nombre que lo salve del círculo sediento de la espera.

 

La trampa

La mirada circular de un pozo y las trenzas desatadas de la niña abren, silenciosos, los goznes del líquido que ondea entre paredes enlamadas. Los cabellos —cobre húmedo— se van destiñendo en el ámbar de esta agua coagulada y su rostro se deslava, se hunde, se hace carne del abismo que la ciñe. El cuerpo se derrite entre pétreos caminos circulares.

Ella vio en el fondo una ardiente naranja y es ahora quien evoca resplandores en la trampa, reverbera frutas en sus sótanos sedientos. Y tú, al atisbar, encuentras a la niña siempre viéndote, en el fondo, con sus ojos que nunca desembocan.

 

Coronada de flores

I

Pacen los nenúfares sedientos. El sol se fragmenta al besar el agua. La doncella canta envuelta en velos. Canta solitaria sobre el manso cauce, dejándose llevar por húmedos caminos.

—Muchacha, deja que te siga, por debajo del río, detrás de tu voz. Permite que mi aliento, como el tuyo, sobrevuele la corriente.

(Cae la niña, impasible, al lado de una rama desgajada.)

Y ella canta, ceñida la cintura con azahares y jacintos, ondeando en su frente una orquídea por diadema.

Mece su rostro en las aguas, sus manos adormecen los capullos silvestres que sujeta, su aliento embalsama juncos.

Clama al sauce entre campanas, abre los goznes que circundan la otra orilla, invoca el tiempo de los sueños.

Colma de rocío el tronco que no muere.

En tus plegarias, Ninfa, acuérdate de mis pecados.

Los vestidos van cediendo al hartazgo de bebida, tejen con cieno puntillas silenciosas. Y ella canta antiguas rimas que se tiñen de púrpura al gemido del arroyo. El canto endulza las aguas.

Exhibe el río —satisfecho— su presa en cristaleras.

 

II

¿Qué sueña la muchacha en su silencio perfumado?

El sauce inclina una gruesa rama sobre el río. Su cabeza en el agua refleja un tronco incendiado. Las frondas canosas se vuelven de plata: leve cardumen de peces cuando suben a gustar esa sustancia que simula fuego y flota sin embargo húmeda y lejana.

Ellos, mudos, reciben a la orquídea en su lecho de musgo, rozan sus escamas por los dedos fríos, enredados con tallos de violeta y raíces de juncos ribereños.

Pero Ofelia quiere dormir, un pájaro se acerca, canta un arrullo sobre el pecho bordado y siente el letargo aterido de su aliento. Sube, temeroso, a observar desde una vara el lento alejarse de la muerta.

Los dedos de sus pies se confunden con raíces lechosas de algún liquen. El brocado de su túnica forma ramilletes con las flores, frescas, que ondulan en ofrenda voluntaria a su sopor.

El bosque reverbera en sus pupilas de riachuelo. Flota entre el follaje, entre el cielo luminoso que contiende con los peces al hacer ondas doradas, entre hinojos y romero.

Al caer la tarde sólo encontrarán las flores esparcidas, los trinos del gorrión, un sauce reflejado entre lirios.

Ella duerme en su féretro de agua, su canto ahora es el rumor del río.

 

De Imágenes para una anunciación:

Del Ángelus matutino
(allegro)

Un estrépito de aldabas.
Sus bronces incitan clarines por las cóncavas esquinas de la tierra.
Despiertan del letargo altivas bestias. En los manantiales nace la respiración del mundo.
Con su oro desperdigan por el cielo semillas de girándula. Para el alcatraz es llovizna, para los pichones un halcón en acecho.
Cimbran cavernas, afluentes, palabras. Resuenan piadosas en el sueño último de un niño —el más placentero, tocado de soles.
¿Quién irrumpe así en el aire, quién las toca?
Pasado ya el estrépito, después de dos segundos —¿u ochenta años?—, dijo uno:

Cesó todo y déjeme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

 

Imágenes para una anunciación
(lento)

Vuélvete paloma, que el mensajero arde en un bosque.
Prudente. Arrodillado.
En el límite dirige su gozo.

—Ahoga en los alveolos terso aullido.
—Hace elocuentes a las járcenas.

Inmóvil presencia —existir vigoroso— pliega con su escápula el silencio.
Entre el follaje nos mira. Su rostro, como el del jardinero que poda un árbol, muestra su piedad atrás de un nido de tórtolas. Su aliento se irisa de columnas: maslos nuevos de un matojo de geranios.

Estás o vuelves o reapareces en el extremo límite.

Soy dueño de lo afín. De lo errabundo mi mano hace luz. Si uno ambas palmas, en nuestra mirada la cadencia se parece a un alcatraz.

—No te ocultes en la almendra, no impregnes de su piel tu vestidura, mira que el canto de tu apego se desgrana.

(No salgas, ay, jamás paloma al campo, que no podremos retener sus rizos).

Despliega ahora lo entornado, deshabita de aromas a las lajas.
Dónde ha ido tez marrón de esa semilla donde duermes.

—¿Qué somos, paloma, al no escucharle?

Adolescer perpetuo, sombra de la faz de su belleza cuando parte.

(Para Coral Bracho)

 

De los gratos oficios
(scherzo)

Cocineros

¿Por qué nunca los pintan cocinando?
Si ellos dan aliento a los bocados. Consagran sal cernida en sus trompetas. Para los comensales, sosegados o indigestos, sus legiones disponen un lechón relleno de castañas. Por su oficio crean en los durmientes caterva de sabrosos —o estragados— pobladores.
Será que entre sus artes está el secreto del Jefe de Cocinas, que dice sin ámpula:

Dar a los nacidos en el aire un tañido de luz.
Dar a los mortales muchos granos, como a las aves.

Tal vez este afán tan desdeñado impida a los pintores sorprenderlos desplumando perdices, amasando harina bajo la bruma del ángelus.

 

Jardineros

También cuidan los jardines del Supremo Jardinero.
Con su túnica dan lustre a plantíos de alcatraces y animan por lo bajo blandos granos, como en un invernadero.
Velan por los brotes, el ocaso, el adulterio. Ajustan el tramado de la hiedra, azafranan los pistilos y los ojos del doliente, matan los gusanos con incienso.
Venden a mortales sus extractos amorosos. Con la esquirla de cuerpo que reciben, injertan sus magnolias y obtienen nuevos bálsamos que empapan la sangre de ponzoña, hacen a enemigos lamentarse como ovejas o injertan de insectos las arterias.
En jardines sí los pintan, aunque no de jardineros.

 

Regresan los cocineros

¡Quién dejó su música por guisos!
Rossini, voraz de trufas, mirando desde su cocina una cigüeña. En Pesaro, entre quesos y oratorios, siente en su puerta la llamada de los ángeles.

Dan visas de entrada al recinto donde surten al mundo de fruiciones. Y muestran, entre el vaho, los misterios de aliñar a los infantes, hacer uso de mandrágoras y abrir gloria en el cielo de la boca.

Un amigo suyo dijo que un bocado —o una cucharada, no recuerdo— provoca un nuevo ensueño si es cambiado de lugar en la cadena que lleva al paladar los alimentos.

Si crean los manjares de la noche, arrebatos del virtuoso y remotos pasatiempos en los niños, ¿por qué nunca los pintan cocinando?

 

Panaderos

Y ellos, si los hay, son panaderos, e insertan en el centro de sus bollos un anillo. Así al tragarlo alguna niña sospecha que algo alado e invisible corrió por los pasillos de su casa.
Crearon las almejas de alta concha azucarada, las tersas entrañas de la miga, incluso un bizcocho extenso y glaseado. A ese lo pusieron en el cielo por la noche. Así alumbra sus hornos con bruñido manso y fértil e imprime en el aire un aroma anisado.

 

Del Ángelus vespertino
(allegro)

Un estrépito de aldabas.
Sus bronces incitan trompetas en los álabes del orbe.
—Despierta de la siesta una gata con sus críos. En su tazón de leche nace la respiración del mundo.
Con su embate desperdigan por la tierra ceniza de elefantes. Para el alcatraz, llamadas; para las palomas un enjambre de difuntos.
Irradian cavernas, afluentes, plegarias.
Resuenan piadosas en el sueño inicial de un niño —el más abismal, entre los suspiros de la santa y los gritos del hada.
¿Quién irrumpe así en el aire, quién las toca?

 

Dorfán
(solo airado)

Llega sigiloso para todos, nadie se percata de su arribo, sólo quien espera ya su anuncio.
Lanza dagas a las ingles —injusto— goloso de fluidos. Es entonces cuando sorbe el sudor del moribundo, el sollozo de quien vela a su lado —si hay quien vele— y sopla hacia otro extremo la giralda de los cuerpos.
Toma luego un alazor y decora con sus jugos las entrañas y los ojos.
Se deleita en la indolencia, en la industria de insectos que ulceran, en inútiles coleadas del enfermo para echarlo. Mil veces maldito y sin embargo servidor de alta casta, cocinero inspirado (adoba el lento cuerpo para íntimos festines).
Y no es el más voraz. Posee compañeros que se ensañan con la espera y lo amarillo de la vista; otros que prefieren breves tajos, no por eso menos dolorosos.
Cuando parte lleva a alguien, pero deja los jardines devastados.

(Para Mario Santillán, in memoriam)

 

Toque del cenit
(recitativo, contralto)

Midi le juste y compose de feux
P.V.

Un carámbano de aceite que arde.
Justo arriba.
Derraman sobre el rostro de la tierra óleos calientes, como aquel cuento nocturno —debía serlo— donde un grupo de ladrones derrite su osamenta entre zumo de oliva que contienen las tinajas.
Los objetos pierden sombra.
Es la hora en que salen los vampiros —esa historia de que le huyen a lo claro es errónea, sólo escogen mediodía para no hacer notoria la omisión de su reflejo opaco— y bullen al son laxo de badajos contra el bronce.
El hombre, cuando sabio, dejaba en este grado en que la miel se espesa sus labores y rogaba por la marcha de este instante, por cerrar las puertas —francas, ya que los vigías derraman cera— al que busca, aprovechando los descuidos, agenciarse sombra y alma de la gente.
Sin embargo parte la hora, viene el gato y los ladrones se retiran a esperar, por doce horas, el próximo momento aciago.

 

De La turba silenciosa de las aguas:

Río Grijalva

Repta bestia entre montañas.
Horada con paciencia el tiempo musgoso de laderas.
Reverbera
gran selva putrefacta:
verde rumoroso de oquedades.
Emana en su desgano olor de vastedad
y escamas descompuestas.
Su mole es surcada por troncos desgajados
y esos otros —los falsos—
que abren fauces y se roban a los cerdos
y a los niños
de la orilla.
Es su propia ociosidad
es el sueño largo y verde
que sumerge a los vivientes en su extenso sopor.

 

Río Usumacinta

Bate, poderoso, los extremos.
¿Es furia o sólo hambre incontenible que despierta
oscuramente del letargo?
Manso lumen líquido.
Animal que arquea su torso a los lagartos y engulle,
cual palomas, las moradas de los hombres.
Crece, arrastra, torpe y ágil, su basta elocuencia de caudales.
Por su cuerpo transitaron, ese año, algunos barcos.
Tomaron para sí los pobladores, las riberas, cada
grumo, cada ave que surcara.
Y hoy, por otro cauce, entra nueva flota.
(Subyuga los rescoldos que acomete).
Boga por plaquetas, entre humores.
Mientras ojos de la presa ven pasar el río cargado de
despojos, el resto está tomado.
Las naves han llegado al rincón más vulnerable y claman ya victoria
de otra lengua sobre el vivo territorio al que acosan.
Río que barre esferas, que inunda cada poro con su talle.
Dejarse arrebatar por las aguas, por las naves.

(Para Ilse Cimadevilla)

 

Cementerio

I

Oro viejo como el marco de los óleos venerables.
Oro en lajas con su pátina de herrumbre crepita bajo el paso abrumado de zapatos.
El otoño descendió, piadoso, hace unos días.
Bajó disimulado entre las briznas.
Permitió que sus pestañas —rubias, antiguas— se posaran entre el oro desgastado y crujiente de los suelos.

 

II

Las puertas se han abierto.
Es noviembre y el aliento congelado de los muertos ha venido a desojar las ramas.
Los dedos silenciosos fracturan sus falanges —amarillas, de pellejos arrugados y sedientos— y las riegan, en su juego, entre las hojas.
Por si alguno de los vivos se la lleva entre las suelas a su casa.

 

III

El otoño ha bendecido estos campos con sus gamas y las tumbas pacen, claras, en medio de un barullo de hojas secas, por debajo del manto —de lana oscura— con que el cielo cubre del frío sus orejas.

Y esa música extraña que brota del silencio y los pies rezongones sobre el tapete desgreñado de las hojas.

 

IV

Si la muerte es una sepultura, qué delicia descansar debajo de estas piedras, qué alegría ser simiente de abedules y velar por las hojas que año con año se desprenden.
Conversar sobre el clima y las mortajas.
¿Y si eso es la muerte?
Luz discreta de lápidas.
Conversación en calma de todos los amigos.

 

V

Es un pilar con su nombre grabado.
Un pilar blanco sin relieve de umbral en el infierno.
¿Qué anónimas manos, querido Gerard, abrieron pájaros celestes a la piedra, hicieron rondar alas bermejas y trinos en noviembre?
¿Qué extraña serpentina dio color al mármol, incendiándolo de flores?
Son una lápida y un pilar alzado con su nombre.
La memoria de los ríos, la amapola cuajada del ocaso, los enormes gajos de las frutas, han dejado recuerdos luminosos en la piedra debajo de la cual se convierte en ceniza su osamenta.

 

De Fuego:

Verano

Se esparcen mieles densas por su cuerpo.
Derrama adormecidas infusiones,
espesa la sangre lentamente para luego aletargar a los mortales.
Pasta en los sudores que alienta,
bebe de la sed que explora pieles,
deambula por cordura enardecida.
Es sabio y cruel.
Goza el descaro, la impaciencia, el terror.
Ceba ira
……….seducciones
luego engulle a los caídos en sus garras.
Es ánfora de aceite donde escalda a los endebles,
Lengua que pasea su sequedad entre los pliegues,
golpe de vapor insospechado,
clamor que graba el aire de candelas al marcharse.
Al cabo de los ciclos volverá.

 

Nómadas

I

Algo les quema la planta, antes dócil hábito de arena.
Algo prende húmedas entrañas desoladas.
Algo interrumpe melodías.
Algo les recuerda que adolecen.
Y parten.
Dejan lo que es ya recóndita efigie, obelisco de indómitos umbrales que calcinan cada paso con su aliento.
Tierras arrasadas por la bruma que enceguece manantiales.
Buscan.
Cuecen ojos de difunto en la sal que se agolpa a sus espaldas.
Siguen el clamor de sus heridas, la senda abrasada en la que inmolan todo rastro.
Anhelan.
Emprenden con la marcha un nuevo rostro,
………..otro aire purifica las entrañas,
………………….nueva carne da forma a los afanes.
Encuentran, a lo lejos, fértil territorio,
se amoldan al perfil de una mirada.
Creen que han encontrado el paraíso.
Un camino de luciérnagas se borda entre sus pliegues.
Algo les quema la planta.
Y parten.

(Para Gabriela Balderas)

 

II

Parten.
Surcan nervaduras de silencio.
Las guía esa antorcha que abrasa su entretela,
esa sed que no permite un instante de sosiego.
Labran la cantera con un bermejo acento desolado.
Parten.
Son llamadas.
Algo dota a la intemperie de vestigios.
Algo hace evidente ese abismo que se agolpa en las honduras.
Un sonido, un aroma, aviva un tumulto de rumores.
Punza una pregunta por los pliegues ¿qué hago aquí?
Mojan sus cabellos en apremio,
Engarzan a su aliento nuevos cielos y un lejano ensueño que suspenden los humores.
Parten.
Aromadas, inconformes, errantes.
Inundan su torso de calderas,
celebran su rastro sobre el filo que separa los terrenos.
Un presagio en colibríes conduce esa marcha alumbrada a otra quimera.
Bordan ahí nueva existencia.
Son felices.
Algo prende húmedas entrañas desoladas.
Algo interrumpe melodías.
Algo se quiebra.
Y parten.

(Para Blanca Luz Pulido)

 

J. Beuys se interna en la hoguera del horizonte

La ceniza da cuenta del incendio.
Soy ceniza y soy miel y tres vasijas
que encaminan al ocaso sus señales.
Y soy yo entrando ahora a otra hoguera donde un libro me dicta proteger la flama
y me pregunto cómo cuido aquello que me abrasa.
Y soy yo en el avión envuelto en llamas cayendo por jirones de aire,
después envuelto en grasa y fieltro.
Oruga, invertebrado.
Como el ave que calcina sus emblemas y renace en turbia larva lubricada.
Y soy yo encendido por ese pensamiento que es destreza y es creación,
que inflama mis sentidos y mis obras, y mis manos.
Y soy las tres vasijas donde viajo entre mieles a fundirme, al fin, ceniza con la flama.

 

Nocturna persuasión

Nocturna ocupación de los sentidos, que enciende de rumores la epidermis.
Despliega la elocuencia de un aroma y pliega en los alvéolos mil sabores presentidos, mil tormentas anunciadas en asomos de abordaje.
Un sigilo de entretela se cierne sobre ávidos tizones.
Ser adictos al aroma de pantera que emana de los cuerpos, al vértigo que embriaga todo tacto incapaz —aún— de bogar a libre arbitrio entre alforzas.
Arte exacto que involucra lluvia y yemas, el cómplice latido del contrario.

Nocturna ocupación de los alientos, entrelaza sin tregua ambos furores.
Abrevan en el fuego que se escinde cuando espiran.
Inundan de profanas oraciones cada poro que se cruza, cada trozo que se funde por los vahos.
Mansa ponzoña, arranca voluntades.
Suave acero, marca miembros transitados, paraliza al contrincante en esteros de amapola que surgen de entre labios.

Nocturna ocupación de las entrañas, presiente al otro cuerpo en los resquicios.
Ansían las células su soplo, ritmo interno se preludia, se acompasa, vierte a un tiempo sus fluidos y el coso se atempera en herrajes que acrisolan.
Palpitan los rumores soterrados.

Nocturna ocupación que nos seduce e inclina los baluartes al arroyo.
Enciende recovecos aturdidos, incita a la piel, a sus ranuras. Ofrece de sabores un retablo, de pétalos los párpados se embriagan.

Nocturna ocupación es la palabra. Invade cada pliegue de sentido, templa todo vello, todo artejo, cada huella inasible.
Envuelve a quien la alienta en las vísceras de un higo, en sutiles espirales que desprenden los rescoldos del silencio.

(Para Ignacio Escárcega)

 

De Umbral a la indolencia:

I

Si logras que un gato te mire a los ojos
y miras muy fijo en los suyos
y sientes que el oscuro ronroneo
pasa a tu cuerpo
y vibra cuando respiras
y ves que no es confuso,
sino parte de tu piel y tu mirada.
Y ves más fijamente
y los colores de su iris van cambiando
y brillan. Pero en el centro
la pupila, alargada, crece
y se entreabre
y te muestra
sus jardines, los rumores que lo inundan,
los pliegues pequeñitos de las cosas
que son grandes y flexibles y misteriosos
y te llevan a otros mundos, con colores y sonidos
y sensaciones que no sabías que existían.
Pero si te asustas
y cierras los ojos,
pierdes el mirar fijo y el ronroneo.
Y él parpadea
y se cierra esa puerta
hasta que vuelvas a lograr
que un gato te mire a los ojos
y mires muy fijo en los suyos.

 

XII

Un gato luminoso deslizó sus huellas por mi sueño,
rondó el espacio en el que habito,
encendió con rumores las bujías
que pensaba fundidas para siempre.
Trajo en las pupilas el remedio
que ayuda a atravesar todo abismo.
Entre el pelo de su lomo
vivía una legión de seres asombrosos
siempre listos para el tósigo, las alas
y el balance sempiterno de las lunas.
Su luz alimentó los pliegues de estos muros,
hizo cóncava la almendra en que reposo,
bordó mil manantiales al contacto de sus patas.
Ahora, que emprendo nuevamente la marcha,
vuelvo el rostro hacia el lugar donde solía morar
y veo al gato iluminando la ventana.
Cierra los ojos.
Comprendo que se ha ido.

 

XIII

Cuando tañe una campana
se abre un camino en el aire
y una llama cruza entre los vientos
mientras reverbera el eco.

Cuando tañe una campana
un cuchillo alado parte en dos el tiempo
y abre una grieta luminosa
por donde se cuelan pétalos y aromas
y un calorcito se respira
y late dentro de nosotros.

Cuando tañe una campana
las estrellas se detienen un momento
a escucharla
y las bestias aspiran su presencia luminosa.

Cuando un gato te mira muy fijo
y maúlla alto, claro, diciéndote un secreto,
tañe una campana entre los pliegues de los mundos.

Roxana Elvridge-Thomas
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