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Oda a la música, de Axel Ulises Vite Navarrete
(selección)

viernes 15 de junio de 2018
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Oda a la música
Axel Ulises Vite Navarrete
Poesía
Astromelia Ediciones
Oaxaca, México, 2017

Primera parte: El llanto del Mundo
Poemas VIII-XI

VIII

Podríamos encontrar el consuelo y la sonrisa idónea
en un beso corto, suave, inesperado;
pero, ¿quién nos asegura que recibiremos labios con arcoíris y no un pedazo de tierra?
Hoy en día podemos acercarnos a una boca —con instinto de hueco obscuro—
donde la saliva hierve minerales pesados y esteriliza los movimientos de la lengua ajena;
o encontrarnos una boca poblada con escarabajos pudriéndose,
todos ellos esparciendo por la atmósfera un hedor de muerte y resignación.

Y no olvidemos que la modernidad
—siempre la modernidad, con sus ideas de progreso—
ha patentado besos que caen como espadas, abriendo la carne para escocerla;
besos duros como la piedra donde duermen los moribundos,
estériles como el acero que se trabaja en las fundiciones
o fríos, como un planeta congelado.

 

X

¿En un batir de alas que despeine la nebulosa?
Desafortunadamente gracias a nosotros no existe ave tan veloz, ni tan valiente,
que sea capaz de aventurarse entre cometas y enanas blancas:
hemos acobardado a los paseriformes, a los gorriones y a las golondrinas,
a los buitres y a las lechuzas;
de modo que ahora sólo pueden atreverse a surcar una mirada
arriesgándose, incluso, a ser amputados del cielo
por la indiferencia de nuestra estirpe.

Y de la misma forma hemos sometido a la poesía,
a los colores y a los relámpagos, a la madera de todos los árboles
y a los insectos que deberían tejer el vestido de la noche.
¡Como es natural en nuestra especie, necesitábamos tomar las riendas del horizonte
y subyugar la noche, aprovechar la mansedumbre del idioma
y utilizar la madera a nuestro antojo!

 

XI

Aun así existe un hechizo, una provocación insólita,
capaz de aliviar cualquier dolencia, el espasmo más doloroso
e incluso la incertidumbre que suele comernos la lengua cuando más la necesitamos;
una declaración
capaz de brindar consuelo al hombre que pierde una esposa bajo el hachazo de la rutina,
aliviar a la mujer que se descubre amputada de un río
que mojaba los pies de la aurora,
y calmar al anciano que sueña con la metralla obscura de la guerra.

¿Dónde podemos encontrar un milagro de esa naturaleza?
Se encuentra en todas partes, incluso en los lugares más inesperados:
entre los pichones, con las abejas, cabalgando las vocales y las muelas,
bajo las manos de un niño que sostiene su gorrión,
en el aliento de un recién nacido y en el pasillo de un autobús.
Y para invocarlo y depositarlo en la flor del oído
no se necesita ser matemático, ni dominar veinte idiomas;
no se requiere portar un estandarte cristiano
ni mucho menos haber sobrevivido a un estallido de luz neón.

Sólo es indispensable un poco de locura, movimientos audaces,
un corazón desbordando la sangre para regar el arcoíris y obligarlo a florecer,
un corazón capaz de silenciar los aullidos y los disparos.

¡La Música, es la Música! Ella es el milagro, el hechizo, la promulgación;
la espada que desinfla el cáncer y la mirada que fulmina un charco de sangre.
La Música, eterna, antigua y tan exótica como un ángel
habitando esa muchacha que cruza la calle o la golondrina
que vemos en centellas.

 

Segunda parte: Salutación para la Música
Poemas I-II

I

Bendita seas, Música, cuando enciendes el pecho de los estorninos
y su canto emociona los cristales de una flor.
Bendita seas, tú, que reinas en las entrañas del oboe y la guitarra.
Bendita cuando aceleras el aullido de Ginsberg y diriges todos los cantos de Neruda.
Cuando el motor ruge con torpeza y tú, majestuosa, inesperada,
te asomas entre los engranes y el aceite —más desnuda que una vocal,
tan hermosa como la voz de Afrodita—, dominando toda la materia para enaltecer
la valentía de Orión y el amor de Sita.
Cuando mis manos rozan la piel de la niña azul, y tú, dulce y tibia,
aprovechas la fricción de los átomos para tocar la melodía interior.

Bendita, porque los oídos existen para buscarte y disfrutar tu chapuzón
por los rincones del cerebro —ahora que es tan pobre como un páramo yerto—,
siguiéndote como el perro a su amo,
adorándote como el anciano adora el recuerdo de todas sus batallas.
Bendita, más bendita que los santos y los huesos de Cristo.

¿Encontraron una flor capaz de escupir cometas, una vocal insólita,
un ojo que no envejece incluso cuando lo invade la noche?
Nada de eso es tan bendito como tu presencia
arrancando el sopor de mi carne y la fragilidad de mis labios.

¡Sólo escúchame! Yo podría cantarte cien años y cien años más,
aunque la tierra reclame mis órganos y los hombres se vuelvan sordos.
Te cantaría, sí, aunque mil metrallas interrumpan mi voz;
aunque un escupitajo corte los hilos de mi voz;
aunque pase una flecha por mi garganta
y mi voz se derrame como la pus de los enfermos.

Te cantaría, es cierto, porque todo lo que impregnas se vuelve mucho más ligero.

 

II

Mi canto romperá la constitución del planeta espumoso que no hemos conquistado,
el coral y los carrillones que han levantado su orgullo.
Las mariposas lanzarán una declaración de batalla que ningún muro podrá contener
cuando mi voz reptante seduzca los átomos y las formas se quiebren,
liberando la música interior de todo cuanto existe y existirá.

Mi canto será tu espada arrojando raíces en el corazón de todos los hombres:
matemáticos, astrónomos, poetas y antipoetas, politólogos,
reprimidos sexuales y reprimidos mentales;
ninguno escapará de mi voz, surtidora de hechizos.

Cada hora, cada segundo, en ríos que inundarán calles y mercados,
mi voz repartirá el mito de tu creación:

“Solitario y adolorido de tanto silencio, rodeado por una noche infinita pero estéril,
Dios tomó su corazón y lo sacudió sin misericordia.
Los átomos tronaron como el presentimiento de mi sonrisa
y repentinamente dejaron escapar un murmullo que parecía fluir
y arrastrar los vanos pensamientos del Todo;
aunque pequeño y temeroso,
el sonido complació tanto a Dios que éste continuó agitando su órgano
hasta que finalmente dejó escapar todo su contenido en una explosión cósmica.

Maravillado con las primeras manifestaciones de la materia,
pero, al mismo tiempo, inconforme, él decidió crear planetas y estrellas
para tocar la primera rapsodia del universo y su composición se alzó en ramificaciones
que enloquecían de amor a las nebulosas.
(Una a una, las estrellas que mueren aúllan en Do, Re, Mi, Fa, Sol, La y Si.)

También creó la Tierra:
añorando un himno insondable decidió crear el mar y las olas del mar,
el zumbido de las abejas y el pesado croar de los sapos,
el relámpago y el crujir de los minerales.
Dios escuchó la música de la naturaleza y eso fue bueno:
la melodía era tan hermosa
como los restos de su propio corazón calentado por adjetivos feroces.
Sin embargo, más tarde, enloquecido y eufórico,
vislumbrando un himno que podría animar las neuronas de su cerebro,
Dios creó la garganta de los estorninos y el relincho de los caballos.

Pero aún necesitaba más música, himnos y rapsodias infinitos,
adagios que despeinaran la corona de un aguacate,
sinfonías para despertar el sexo de los corales.
Entonces Dios creó al hombre bañándolo con ansias de música,
y el hombre comenzó a crear sus primeras composiciones utilizando
todos los recursos a su alcance: las manos, su lengua, dos o tres piedras
y el crepitar de la madera.
Pero no era suficiente, y entonces Dios regaló al hombre el ingenio necesario
para inventar guitarras, oboes, violines y campanas.

Cuando el hombre tocó, la música alegró a Dios”.

Axel Ulises Vite Navarrete
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