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El escarabajo canta a una Nereida

viernes 25 de marzo de 2016
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Ayer, mientras permanecías sentada mirando
a los pájaros y su resplandor sobre las ventanas y los automóviles,
me decidí a profanar la ingenuidad de tus ojos.
Quería saber si en tus ojos el Mundo es verde, azul o nacarado
como las hojas de Central Park en otoño;
si en ellos la espuma revela la idiosincrasia de los dioses marinos
que pasan las noches jugando al amor con tus hermanas;
si los insectos, en verdad, cargan el salivazo hermoso y punzante
de los poetas sin poesía.

No dejo de preguntarme
(y esto ralentiza la pulsación de mis venas
como si estuvieran cargadas de mercurio),
por qué el iris de tus ojos tiene un color que recuerda
a esmeraldas conmoviendo el pensamiento de la tierra;
una ternura inesperada,
como si fueran el pan que da un último consuelo al hambriento;
y una luz propia, más brillante
que las bombillas eléctricas en sobrecarga
y que los faros cuando besan dolorosamente el hombro desnudo
de un navío.

Y es que yo podría decirte,
como hacen todos hoy en día,
que mirarte a los ojos me dejó sin aliento
(los pulmones más secos que la cáscara de un limón).
Sin embargo, en realidad, tienen el efecto contrario:
de un momento a otro yo respiraba incluso por los dedos,
seguramente porque en mi ansia de palpar tus pupilas,
de investigar sobre su constitución que fecunda
todo cuanto alcanzan a vislumbrar,
mis átomos se abrieron al aire.
(Una parte de mí piensa que tus ojos son aéreos.)

Para el inexperto, de cerca pueden parecer
mortíferas antorchas que prenden fuego a las calles,
a los comercios y a los diccionarios,
pero son como el Universo que abraza todo el tiempo
a sus hijos de papel,
como el firmamento cuando da de beber a los ríos
que se desviaron del camino.

De esto último estoy muy seguro.

 


 

Mujer, amor mío, estrepitoso pétalo de alcanfor,
mármol salino bajo la sombra de un dios noctámbulo,
pareces infinita cuando estás callada.
No queda otra que recorrerte.
Busco entonces todos los meridianos de tu cuerpo.
El reloj no sospecha que devuelvo a tus manos la edad de las niñas
que devoran, con sus pequeños ojos, astros que terminan ascendiendo
por sus tobillos blancos como la harina.
De pronto me detengo.
Estoy en tus manos cuando de pronto descubro
otros horizontes que no esperaba;
en algún lugar entierro un sol
para solidificar el encanto de tus ojos en mi carne;
envenenado de ti, de este liviano invierno
(con pájaros astutos cantando a Franki Valli)
recorro los matorrales buscándote.
Es un viaje sin término porque los árboles están hechos de tu voz,
igual que los insectos y las fibras del pasto.
Naturalmente, voy con el tiempo encadenado a mis tobillos,
arrastrándolo como a un saco de piedras hipersonoras,
como a un montón de vocablos que perdieron su fuerza primigenia.
Tres, cuatro, cinco años;
me voy guiando por los rincones de tu pecho enardecido:
aún buscando el dínamo de tu corazón
para clavar en él una espada que me otorgue
la tranquilidad de saberme libre de ti.
Pero no lo consigo.

 


 

El veintitrés de abril,
que es el día de las oropéndolas fugaces y los mirlos escarlata,
los sauces penetran esta tierra dulce
con sus raíces como pensamientos de batalla;
así entro yo en tu costado cuando cae la noche,
la noche en que tu pubis de acero bien forjado
resplandece como las luces de Cartagena.

Hay una locura de arena esperando espuma y gaviotas,
un canto marino que nace en cada gota de luz
resbalando por tus brazos,
una pronunciación de combate celeste
en cada uno de mis cabellos.

La Luna nos cubre con su manto de cristal
y un fuego que moviliza con mayor ímpetu
el motor de nuestros besos:
el amor conquista alfombras y ventanas,
rosas y tarjetas postales.
Se injerta en nuestro pecho
acelerando nuestra respiración,
acercándonos al límite del sueño.

 


 

Acciones premeditadas

Arrójame,
enciéndeme como un fósforo,
ensalívame con tu sexo y con tus ojos.
Fecúndame, arrástrame,
conjúgame en pasado y en futuro.
Aliviáname retirando eso que tú sabes
que me sobra.
Reconstrúyeme, desínflame
como a una nota,
como a una almohada en que se han acumulado demasiados sueños
y muérdeme como los crustáceos
y reviéntame como a una fruta
y enjuágame en tu voluntad marina.
Después dóblame, tiéndeme,
subráyame, resúmeme, ensáyame
como una respiración en altitud
y mírame también caer con la locura de los astros
que caen al mundo;
pero al final, por lo que más quieras,
arráncame de mí mismo que ya no aguanto
este amor.

 


 

Un canto para la tierra

Los escarabajos también han aprendido a cantar
bajo los pies de la noche, entre el ruido de los automóviles
y las blasfemias indefensas de los locos.
Los niños cantan aunque no saben que lo hacen:
cantan en vez de respirar.
(Yo mismo te canto con la boca repleta de insectos incandescentes).
Pero ningún canto como el que corre, limpio y sereno, entre tus labios:
música del cielo que duerme bajo tu lengua
y espera el momento exacto en que las palomas bajen la guardia
para tomarlas por sorpresa
(una paloma desprevenida adquiere un color distinto).
Tú con decir “pan luminoso”, “Luna”, “azul eterno”,
haces germinar la vida donde quiera:
dices “Qué linda tu corbata” y después parece que la corbata
va probando el clima, las miradas inquietas y el rastro de noche
que algunas muchachas dejan tras de sí.
(Donde quiera que van los hombres,
ahí está el fruto incandescente de tu verbo.)

Las flores, por ejemplo,
las que nacen cuando dices “Voy contigo” o
“Qué suave el sol de tu pecho”;
algunas tienen, como la sangre que corre por tus venas,
el místico rubor de la mañana;
otras, con el cielo enredado en sus cabellos,
dan giros y giros sobre mi cuerpo.

 

II

¿Has visto?
De abejas y colibríes temerarios se cubren tus corolas.
Cuatro días y cinco noches las golondrinas se dedican a festejar
el hijo maravilloso de tus labios,
el que se disputa un conjuro contra la fiebre
con poetas ruiseñores y jóvenes cometas andariegos.
Y no hay quien no celebre los milagros de tu voz.

Suenan las campanas del mundo,
y las nubes imitando la forma esbelta de tus labios
besan también la tierra.
Qué feliz se pone entonces el hombre:
donde quiera que vaya puede admirar el fruto de tu boca.

 


 

Mañana será el día de las golondrinas que han tenido
éxito en su profunda meditación.
En Buenos Aires los niños saldrán a jugar con sus cometas
bien atados a los tobillos;
en París las muchachas saldrán de sus alcobas, con las manos
más rosas que nunca, para ofrecer sus ojos al sol;
en Tokio pondrán a quemar incienso para dormir de nuevo
un millón de dioses;
y yo, junto con mi corazón escarabajoso, llevaré a tu puerta
cálidas flores-isla con su estrella-náufrago incluida:
vestidas con el blanco maravilloso de tus manos,
cantarán día y noche
con la garganta encendida de amor
y tendrán sueños livianos que cubrirán tu espalda como un manto
de hojas frescas
o de golondrinas alocadas por el susurro equivocado de un cronista.
(En su música sonará también el rayo
que ha fecundado el corazón de los hombres.)

Sí, mañana, a las tres en punto, mi corazón
encarnará la conversación armoniosa de la noche,
y ésta, aplastando los semáforos y las miradas indiscretas,
te dirá cuántas veces
traigo la memoria de tu boca a estos labios,
a este pecho y a estas manos
que ya no componen ilusiones como antes.

Ebrio de amor,
abrazará tu imagen
como aquél que abrazo la Luna
y en ella floreció hasta la muerte.

 


 

Es cierto, soy un hombre sencillo:
me gusta salir a respirar el aire fresco con su perfume de pájaros y hojas
que caen sin horario establecido;
buscar, bajo los zapatos, palabras que faltan en el diccionario;
mirar cómo un perro trata de seguir los pasos de un poema;
y, sobre todo, despertar por las mañanas para verte rondando por el mundo,
como leona en busca del horizonte más antiguo:
aguardando siempre el instante preciso,
el movimiento en falso,
un abrir y cerrar de ojos
en que puedas hendir la carne del ciervo que soy
cuando pierdo la batalla de los besos.

A veces pienso que nos llegará el amor
con ese temblor que tienen los cardos al llegar la primavera:
pronto han de extraviarse en lo ajeno, en espejos sin retorno
que deberán poblar hasta que alguien los libere.
O quizá llegue con la desesperación de los ansiosos y afligidos;
entonces el día será testigo del primer beso:
impredecible, lento, electrizante.

Podría ser un día de estos, sin querer, pero
con toda la intención de que nos empapemos con la mirada del otro.
Podría ocurrir en la esquina,
justo cuando se detienen los niños y los autos;
en algún parque, frente al local de una agencia de viajes
o en el ascensor.
Entonces, en medio de tanta gente
que va a ninguna parte
para dejarnos un minuto a solas,
inventaremos el mundo de otros colores más brillantes.
Pondremos nuevas sonrisas a los edificios.
Otras embarcaciones saldrán a dominar los cielos.

(Dejarás de buscar horizontes
para seguir el calor de mis manos.
Proclamarás que tus ojos encienden mis pulmones.)

Y tú, al caer la noche, recostada sobre mi cuerpo, serás más leona;
y yo, dormido en el clima de tus pechos,
más ciervo.

 


 

La mañana es limpia y amable:
un salivazo hermoso y rápido humedece las hojas de una magnolia
dotándola con otros colores;
en la lejanía, un navío saluda a un habitante de Plutón;
un fruto cae en las manos de un niño y empieza a echar sus raíces
que son sonidos de estrellas y gatos.
Y tú, después de ser aire,
besas mi muslo herido
y descansas un rato más tus meridianos en mi cuerpo.
Igual que el escarabajo del invierno,
cuando hace sonar sus cascabeles de nieve
al pensar en el seno de una rosa primaveral,
así pienso yo en ti y tu forma de avanzar entre las multitudes.

Hoy, como cualquier otro día,
me parece que tu piel jamás anochece en mi cuerpo;
que tu piel y su perfume permanecen en mi lengua incluso bajo la lluvia.

Lo confirman los jilgueros: amaneció y por eso todos cantan:
los niños, que corretean los sonidos del agua;
las señoras, que preparan rezos y plegarias en el campo;
y el gato, que duerme hecho musgo o lama sobre las sillas.

Y yo me alegro, entonces, de que estés aquí a mi lado
para reinventarte con cada nota de Grieg.

 


 

Al caer la noche, alguien, en algún lugar de la Tierra,
te conjura con otro nombre, otra edad, otros ojos.
Entonces, cuando los locos por fin se han dormido,
vienes montando tu caballo de espuma:
rápida y sin censura.
De pronto te posas en mi pecho igual que un montón de insectos
y viertes en mi sangre el instinto de los gorriones;
adquiero un rumor recién fabricado con ese gramo de inocencia
que aún resguardan tus labios.

No eres un sueño común,
donde están los besos de esa otra muchacha
descendiendo en cascadas interminables.
(No te pareces en nada a ella).
Más bien eres de aquellos donde uno
quisiera despertar para salir volando:
tus pies son raíces que son lenguas cubriéndome
absolutamente todo de musgo y corteza mojada;
tus manos disuelven su mármol en mi piel para hacerme
estatua en medio del campo donde posas tus miradas;
tus cabellos son ríos de agua clara
escondiendo anémonas que enmudecen todo cuanto tocan.
Tu boca es agua dulce que vuelve la tierra dulce
que vuelve las rocas dulces,
pero que a mí me mata entre vocales marinas y peces-espejo
donde me disipo.
De pronto te desbordas
y yo me aferro a tus hojas de pino y abeto fresco
mientras deslavas los cimientos de la alcoba.
Pero yo no abro los ojos, o no me doy cuenta de que lo hago.
Y me parece que el tiempo es otro,
que la noche es otra,
que Dios es otro niño bajo la Luna.

Ojalá alguien me lo dijera
(¿alguien debe saberlo, cierto?)
que sólo eres un sueño
a punto de terminar.

 


 

Hoy tengo ganas de soñarte limpia como las alas
de los aeroplanos que se dirigen a Betelgeuse para poblarla
con palabras que no necesiten estar sujetas a un diccionario;
reinventarte dos o tres veces hasta que tus ojos
alcancen el clima idóneo;
nacer contigo tres metros bajo tierra, con tu corazón en la mano
para que seas parte de mí y yo de ti.
Entre toda la gente, entre los automóviles
y los bibliotecarios, tú partirás conmigo hasta la rodilla
de otro continente, y yo en ti permaneceré durmiendo:
en tus párpados o bajo tu lengua.

Hoy quiero edificarnos un mundo para volar
libres, rudos, impredecibles como hacen la golondrina y el quetzal
cuando rompen los calendarios y los relojes;
libres para amarnos como se aman la noche y el día:
sin restricciones ni compromisos,
sin falsos velos ni celos “necesarios”.

Sí, ven, voy a ponerte entre mis brazos dos minutos
y después entraré en ese recinto de tu pecho
donde aún permanecen intactos los besos y las fotografías.

En el vaivén de nuestros cuerpos
fundiré estos corazones para alimentar las entrañas de la Tierra.

Axel Ulises Vite Navarrete
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