La ciudad desnuda
En esta ciudad sólo habitan grietas.
Aquí sólo queda el esqueleto de una guerra,
la hora indecisa de la tierra temblorosa,
un lago crecido que apesta a heces,
troncos desnudos sin copa,
la taquicardia de adictos a las balas.
Sólo quedan unos pocos
—cada vez menos—,
los que no se resignan al olvido,
los héroes de mármol con antorchas en sus camas.
Los edificios están vacíos.
Un niño apunta a transeúntes
dibujados en el pavimento
y grita con periódicos en el estómago:
¡La ciudad ha sido destruida!
(De Ruinas del árbol, Editorial 400 Elefantes, 2017)
Derrumbe
Lo triste no es morir.
Es nuestra salvación,
la manera de conceder al destino el privilegio
de resolver lo que no hemos concluido.
Lo triste es quedarnos a punto,
con la miseria ensartada en las manos llenas de mierda,
con el ¡Dios mío! a medio grito,
con la herida de hambre medio abierta,
y la cabeza desnuda y sin techo,
fracturada por el último derrumbe.
Promesa en el abismo
Quizá mañana sí te ame.
No estoy seguro
pero hoy sólo quiero prometerlo,
como me prometo todas las noches
despertar temprano
y no cumplirlo.
La última hora
Quisiera mantener apagada la luz por el resto del tiempo
para no saber del vómito de mi sombra en exilio
para evitar el reclamo lánguido
de la irreversible hora de la muerte repentina
a media luz.
Deslave
De todo lo circunscrito a la penumbra
del paisaje en la cumbre del colapso
sólo quedan las quejas de ancianos
desesperados por respirar
que mucho se esfuerzan por remover las cadenas
de sus fauces llenas de lirios podridos.
Y ahí, abierta la sepultura de sus glorias,
en la esperanza del grito del juicio
nos traspasan la antorcha inútil de vida
prófuga de cantos de revoluciones inconclusas
en la mañana aterida.
Nací enfermo de incertidumbre.
Sigo desnudo
con barro vendando las fracturas de mis guerras.
No tengo madero al que abrazarme
frente al deslave que se avecina.
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