XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Cinco odas de Luis Enrique Yong

lunes 18 de febrero de 2019

Oda a los mangos

Pulcros y brillantes amanecen por las mañanas. Imparten el escarlata robado del fuego.
Como pezones colgados conceden sus sabores
a las lenguas del viento. Son los rubíes que sugieren desde sus coronas,
por aroma y cáscara,
la consagración al jugo,
portadores de las simpatías a las mesas y de la jalea,
la luminosa jalea que jala la paz al paladar.
A los mangos que cuelgan, a los mangos en el suelo; a aquellos mangos: verdes, amarillos, rojos;
a los pequeños como piedrecitas,
a los de pechos de mujer, bien densos;
los nombro y los proclamo el fruto para mí
y que dulcifica mi oda,
la fruta que alimenta a mi suelo, la otra integrante de la cesta.
Los mangos y sus raciones para los merodeadores:
para el niño que tumba el racimo pulposo, para el ave que deja la herida amarilla
en su óvalo.
Todos los comen, no sólo para alimentarse, sino para divertirse con el juego
de su forma rechoncha.
Serías el viático suculento en los viajes, amor frutal de los pueblos.
Y al asomarse mayo a la puerta, en las manos celestes
se engruesan lentamente minerales con el color de la hoja
o la de un sol binario.
Un estado de gravidez abundante ocurre en el árbol
hasta acumularse
toda la ganancia en sus brazos,
como para atiborrar las talegas de la ciudad. Mangos para el hambre del hombre, mangos que visten con bocas a las mesas: dedico una visita solemne por tu aparición en el patio de mi casa,
pues con solemnidad llamas a mis ojos y con ese mismo hecho
cumples con tu especie.

 

Oda a la mujer

Mujer, esta oda
va a decir mucho de ti, de nosotros; pues somos tan comunes
como las lluvias en las selvas,
o como los propósitos de las ventanas. Somos nativos de un vientre del mismo sexo, y amamantados con su leche,
fuimos ángeles sueltos en nuestra infancia: gateamos, hablamos, nos hicimos caminantes, pero llegaron las órdenes de la pubertad
y desde entonces nos distinguimos. Pudieras ser mi madre,
pudieras ser mi hermana,
o pudieras ser hecha de otra sangre, como de hembra;
y es precisamente a esa
a la que me refiero en esta oda: agua para mi garganta,
artista de la culpa,
demonio básico en la carrera del hombre, cortina del hombre.
Todo este argumento tiene peso
y lo digo para que escuches mis verdades, aquellas que pienso
y que son las más naturales.
Ahora, mujer, ¿me dirás que tengo razón?
¿Repasarás lo mencionado?
¿Buscarás comparaciones?
No preguntes nada, sólo acompáñame en este camino trazado a nuestra medida,
escribamos la historia como amantes, dejémonos llevar ingenuamente
bajo este concepto
que es el más seguido en el mundo.
Te ofrezco la cama para compartir caricias, y saludarnos
con una colisión de labios, y para que tú misma
seas la esfera
en la celebración orgiástica. Mujer, ¡qué más silencio!
¡Qué más amparo
medido con la agonía de la amistad!
Celebremos tu cuerpo
y demuéstrame cuán ágiles
se pronuncian las curvas que te arman. Cómo convocarlas ante los ojos: vasijas o lunas;
subidas a tu cuerpo
para cultivo o para admiración.
Para una edad fue el primer contacto de la boca, pero sin embargo, es cálculo del hombre; señales que preceden la entrada a tu cuello.
Valorar, valorar, es el verbo exacto
que fija la balanza de lo que ahora asumo. Y es ahora, en esta hora,
que hemos tomado del púrpura su protagonismo y consejo,
asumimos lo que antes era un pensamiento, ejerciendo en cada segundo un movimiento cálido, una vibración tan pura
entre especímenes,
con la única intención de saberse y de dedicarse las pieles y las emociones.
Hemos agregado un nuevo término a nuestro léxico.

 

Oda a la noche que cae en ti

La noche cae en ti y soy testigo.
La pena se va, apareciendo aquello que no sucedió
en la hora clara.
No veo tersas tus palabras, tan sólo el seno libre
y la cortina virgen tapando la luz del planeta.
Y el abrazo surge cual deseo de no pasar sin el calor.
Por cuanto tu piel y mi piel son hojas vestidas de púrpura. Estamos y te dejas,
así acontece. Se consagra la marcha de nosotros dos, los únicos seres holgados en una reunión natural.
Madera y barro, juntos, íntimos; corriendo sin la culpa
de alguna caída o absurdo. Pues digo y has querido ligarte a mis palabras
y a la situación específica. Ahora los dos —más notables— pasamos otras cumbres, saltamos nuevas líneas, tendimos nuestras faltas
y las olvidamos.

 

Oda por un dolor

Porque tengo en mi pecho un dolor, un dolor de llaga,
de llaga viva.
Porque es mi voz, la voz de calvario; y a mi mirada la ceniza la ciega
como si ocultarle quisiera para siempre su aurora. Y se me presenta la esperanza,
la única que ayer me alababa la sonrisa, sin soltura aparente ahora.
Una crecida me adviene, deslizando rastrojos de charco luctuoso,
de negra suerte
degradando lo que anida aún en mí. Es pena, es sufrimiento, es congoja, fundiéndose y definiéndose;
y a mi conciencia,
desequilibrados pensamientos desfilan, nociones inestables
por el beso vuelto nostalgia y enfriándose, y el abrazo vago por la despedida.
Poso suplicante ante la luna que me brinda su halago,
fortaleciéndome con el matiz de su plata consoladora con que endulza a diario a sus amantes noches.
Sólo ella conmigo.
Ceñirme nuevamente en aquellos labios,
y humedecerme con el calor de aquellos brazos que fueron mi fundamento para la dicha,
pero el otoño entra para desocupar a la primavera de mis fechas.
Un rosario de ocasos alíneanse en mis horizontes, postrimería de la ilusión
ubicada para extraviarse.
Ya su voz la desconozco
y difícilmente procura ella en tratarme; lo sé, así lo siento.
Pero… no más el llanto
que desfigure mi semblante con lágrimas; orientarme a nuevos episodios voy, renovadores como el fénix,
para mis sentimientos inestimables y equilibrarme el corazón.

 

Oda a la inquietud natural

Por un beso me entrego,
por un abrazo me fortalezco y caliento; pero por las líneas soberbias
que aparejan la comarca de tu cuerpo, pierdo —y es justificado—
la razón de la mirada. Contemplar uno a uno los segmentos que rigen la integridad de tu piel es asunto del género que me domina.
Prescinde del misterio, casi oceánico, y considera
la sinceridad de las olas siempre visibles.
Mujer, ese yugo fijado a tu cuerpo quiébralo;
no dejes imponer
la extravagancia de la sociedad en ti; haz de tus cortesías
forma sagrada para el mundo. Los trazos elípticos en tu torso, cubas de madera leve, espirales que sugieren pasión; contrasta con mi pecho,
como un abismo corpóreo que me incita a lanzarme
y desgarrarme en su amenaza.
En la vihuela de tus caderas sonoras, pelvianas, inquietas,
oigo los acordes
que han afinado el hembraje en ti;
¡oh escenario oportuno para exponer el concierto de mi alma, profundamente alumbrada!
Mis dedos están maduros, dispuestos para tañer.
Taciturna se ve,
sepultada como una semilla entre muslos acompañantes;
para mí la hoguera, mujer, la hoguera; variablemente crepita
con flama triangular y magnetiza y noblemente simboliza
tu cautela, pudiera decirse
la insondable y acechada.

No me juzgues por ser ansioso al divulgar tu densidad.
Sólo expreso
lo que inevitablemente me inspiras y nada más, sin ofensas;
tan sólo tú y lo tuyo. Descifra el mensaje de mis palabras
y sabrás que no afano ligerezas, sino la bisagra en ti
que sostendría
el torno que esconde la medida de mi ser.
Tú sabes muy bien
estas verdades, tú las sabes.
Fuiste pensada
para fundirte con el horizonte. Colmarse sin derramar,
beber sin embriagarse.
Sería la noche la ruta favorable
al testimonio de lo que soportas bajo el enredo de esa tela,
y de seguro arderían penumbras
y cada esquina de oscuridad abierta a esa hora.
Lo sé, lo harás,
no por mis razones
sino por tu inquietud natural.

Luis Enrique Yong
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