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Cinco poemas de Ariel F. Cambronero Zumbado

lunes 17 de junio de 2019
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Madre Iriria

Sólo cuando el último árbol haya sido cortado,
el último río haya sido envenenado,
el último pez haya sido pescado,
sólo entonces descubrirás que el dinero no se puede comer.
Proverbio indio cree.

A través del ingenio de Sibö,
nace Iriria entre pisadas de fuego:
cacao primigenio que al abrir sus ojos
engendró el cordón umbilical
que une a cada ser viviente bajo su tegumento.
Todos somos uno con ella:
una deidad partida en mil fracciones,
viviendo de múltiples formas
a través de la genética del tiempo.

Ahora Iriria se está pudriendo.
El secreto de la vida se esfuma con ella
cada vez que su vientre es desgarrado
y mordisqueado por sus propios hijos.
Le destripamos los ojos con alegría
como pago por alimentarnos,
violamos su cerebro con brutalidad
por darnos posada en su cuerpo,
y anulamos su origen…………..y el nuestro.

Iriria baladra desesperada en busca de ayuda:
una ayuda cada vez más lejana,
una ayuda que prefiere los hipotéticos altares de Marte
o los potajes imaginarios de algún dios Kepler.
Iriria tiembla y se resquebraja.
Su estertor se hace un nudo de espinas
al imaginarse acabar igual a Venus:
todo un infierno errante en órbita.

El atardecer se despinta ante nuestros pasos,
teme que le robemos sus colores
y desmembremos al sol por codicia.
Aún puede oler la sangre del mar en nuestras palmas
y el precio del bosque en nuestros bolsillos.
Un coro de niños jaguares
se suicida entre el fuego cantando:
“Maldito el día en el que el humano perdió la razón
y nos vendió por treinta monedas de plata”.

Sólo una luz inicial podría lavarlo todo,
zurcir la creación agonizante en cada ser.
Si tan sólo apareciera antes de la muerte de Iriria…
Si tan sólo apareciera, si tan sólo apareciera…

 

Juguete desechado

En un rincón tapizado con máscaras
se oculta un niño entre sus tinieblas:
le aterra lo que es y nunca llegó a ser.
Mira cómo su piel es devorada,
devorada por la luz que siempre anheló besar;
mira cómo sus sueños son violados,
violados por sus pesadillas:
grifos e hipocampos de paja.

Pobre fantoche abandonado,
espera con la cabeza bajo la guillotina
a aquellos ojos que alguna vez lo acariciaron,
sin recordar que ya lo olvidaron.
Pobre muñeco desmembrado,
guarda el anhelo de extender sus alas
y volar hasta devorar el infinito,
sin recordar que ya las deglutieron las termitas.
Pobre juguete desechado,
agoniza en un teatro enfermo,
habitado por cuerpos vacíos,
donde no es siquiera nada.

 

Agridulce

Mis vísceras vacían mi nacimiento:
perforan mi vientre,
trepan hasta mi cuello
y lo engullen hasta decapitarme,
como una turba de sanguijuelas
dominadas por Satanachia.

Todo es tan dulce como una pesadilla:
me arrancan los miembros
y penetran cada uno de mis poros
hasta explotar en semen
y dar a luz a un pantano de larvas
que copulan con mi cadáver.

Todo es dulzor:
las larvas ahora son ranas,
cuyas lenguas se turnan para envolver mi pene
y sacarle el último orgasmo;
las larvas ahora son moscas,
cuyas maxilas examinan la calidad de mis desechos
para masturbarlos sobre una cama de hostias;
las larvas ahora son mariposas,
cuyas espiritrompas se drogan con mi peste
para evadir su corta realidad.

Todo es agror:
las larvas ahora son esponjas de mar,
cuyos atrios encierran mi esperanza,
me crucifican con sus espículas de sílice,
para luego susurrarme al oído:
“Somos un todo en un agujero negro”.

 

Radiestesia

Camino con mi péndulo
por las costillas del desierto
en busca del oasis
que me haga despertar.
Tal vez ese oasis
no sea más que un cadáver bajo la arena,
una llama que se ahoga
entre dunas y fantasmas.

Grito un nombre que quizá ya dejó de existir,
quizá nunca existió.
Sólo escucho espejismos:
una sarta de llaves sin candados
que me fuerzan a engullir trozos de vidrio,
rasgar mis entrañas,
vomitar cúmulos de arena
hasta profanar el sol
que la oscuridad me ofrece a diario.

Percibo tus latidos agonizar en mis vísceras:
le fabrico puertas a mi piel
y despedazo todos esos órganos que nos separan,
sajo todos esos ríos que me alejan de tu pecho,
excavo y cavo hasta llegar a la última puerta:
el vacío se burla en mi cara.
Mi péndulo se agrieta:
mi radiestesia no es suficiente para alcanzarte
dentro de este mundo de cactus y tuercas.

¿Acaso este es el castigo
por el deseo escrito en el ADN
de un agujero negro?
Mi péndulo explota:
me hundo en mi propio lodo,
como una llama que se ahoga
entre dunas y fantasmas,
y que un radiestesista ha de buscar.

 

Frente al espejo

Acomodo mis ojos:
devano una mirada con las alas de una mariposa,
ceniza de mis pensamientos.
Abro mi boca:
los lobos se comen mis labios,
retozan en mi lengua,
buscan su tumba en mi saliva.

Tomo un peine de gusanos:
mi melena se deleita con el hedor a estulticia
de los insectos devorados por el saber.
Me zafo los dientes y los mastico:
me masturbo saboreando la agonía del semen
que repta por mis comisuras
hasta ahogarme en su complejo de macho.

Reviento mis pómulos
con la quijada de un burro:
el brío de su culpa me desfigura la máscara,
la máscara a la que llaman rostro.
Me arranco los iris:
eyaculo orugas y polillas,
cuyos colores se arrastran entre mis venas,
plantan huevecillos en toda mi carne,
eclosionan y mis poros vomitan
larvas de pus que explotan al tacto.

Al son de los zorros de la medianoche:
mi espejo me alaba,
me prepara una misa negra;
yo alabo mi reflejo,
le preparo una orgía de demonios y vírgenes…
Escucho las voces de los otros insectos
retumbar fuera de la habitación:
debo volver a existir.
Cubro el espejo
y finjo de nuevo ser uno de ellos:
homo sapiens.

Ariel F. Cambronero Zumbado
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