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Ojos que aún siguen ahí

sábado 23 de mayo de 2020
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Ojos que aún siguen ahí, por Ariel F. Cambronero Zumbado
Retrocedió dos pasos al ver lo que yacía debajo: una montaña de miel de abeja con muchos glóbulos oculares que no cesaban de girar con vehemencia.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

Tras varias semanas de confinamiento debido al Covid-19, Marco pensó que tenía todo bajo control; no por nada había vaciado su cuenta de ahorros para comprar todos los suministros necesarios para sobrevivir: naranjas, potes interminables de vitamina c, limones, galones de alcohol en gel, litros de vinagre, kilos de jengibre, miles de bolsas de sal, una miríada de miel de abeja y un centenar de papel higiénico. Él jamás permitiría que esa plaga apocalíptica se adueñara de su cuerpo y, mucho menos, que le arrebatara el alma. Había cortado todo tipo de comunicación con el mundo exterior, tanto física como virtual. Por suerte vivía solo, así no tendría que eliminar ningún posible portador. Marco realmente pensó que tenía todo bajo control. Maldito iluso.

La alarma de su celular anunció las 3:00 pm con su clásico concierto de marimba. Marco despertó y, entre bostezos, se estiró como un gato intentando alcanzar el aparato. Una vez silenciado, se levantó mecánicamente, como había hecho todo ese tiempo desde la cuarentena, y bamboleó hasta el baño. Echó a la basura una vieja caja vacía de ziprasidona y otra de quetiapina, y alzó la tapa del inodoro. Con los ojos como platos, retrocedió dos pasos al ver lo que yacía debajo: una montaña de miel de abeja con muchos glóbulos oculares que no cesaban de girar con vehemencia. Se restregó los párpados y volvió a mirar con la esperanza de que se tratara de un sueño. Los ojos aún seguía ahí, analizándolo meticulosamente de arriba abajo.

Se apresuró a tomar un vaso de agua, pero todos albergaban ojos atrapados en el cristal.

Con la respiración acelerada, Marco bajó de un golpazo la tapa y se dispuso a huir del baño; sin embargo, justo antes de salir se detuvo. Con lentitud y el corazón retumbándole cada vez más fuerte en la garganta, giró la cabeza hacia el espejo: un nido de ojitos viscosos lo observaban con necedad. Gritando como un completo desequilibrado mental, estampó una serie de puñetazos en el cristal. Al advertir que los ojos aún seguían vivos en cada fragmento vítreo, salió corriendo hacia la cocina deformándose el rostro con un sinfín de expresiones que mezclaban todas las emociones humanas en una sola. Se apresuró a tomar un vaso de agua, pero todos albergaban ojos atrapados en el cristal. Hiperventilando como un asmático, derribó la alacena: una sinfonía de lamentos vítreos retumbó por toda la casa.

Tragando saliva de forma compulsiva, Marco se apresuró hacia el grifo. Al abrirlo, una catarata de ojitos sonrientes y sardónicos emergía sin cesar. Marco explotó en llanto. Caminó hacia atrás hasta caer sentado en el porcelanato. Tembloroso, se agarró la cabeza con ambas manos y se contorsionó entre los escombros frenéticamente, baladrando como un cerdo en el matadero. De pronto, percibió un parpadeo en una de sus manos: varios glóbulos oculares se hacían paso entre la carne y los tendones para salir a la superficie. Chirriando las muelas, escarbó en su piel y arrancó todos los ojos que pudo. Conforme continuaba, más ojos nacían, cada vez más grandes y rechonchos, con los vasos capilares a punto de estallar y las pupilas dilatadas como un agujero negro. Un cosquilleo lo embargó el resto del cuerpo: más de aquellas canicas surgían de sus poros, de su lengua, de sus encías, de sus dientes, de sus propios ojos. Podía verse tanto por dentro como por fuera.

Hecho una masa de ojos, se arrastró por el vidrio de los vasos en busca de una salida. Asió un par de cuchillos y reventó uno por uno todos los glóbulos oculares. Entre risoteos y llanto, hizo de su cuerpo una carnicería. Carcajeándose como una hiena, sobre un charco de sangre, Marco chapoteaba como un pez fuera del agua, sintiendo otra legión de ojos nacía de él. Todos sus otros sentidos se desvanecieron. Ahora todo era vista. El último sonido que escuchó fue el del mensaje que llegó a su celular, el cual notificaba lo siguiente: “Ojos: ¿nueva epidemia o terror colectivo?”.

Ariel F. Cambronero Zumbado
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