Dicotomía de seres a la deriva de la mansedumbre,
entelequia de la luna humedecida de ajeno llanto
que surca como faro atrofiado de esperanza,
resplandor púrpura como el fuego
que abrasa a débiles sobrevivientes de la aldea.
La inclemencia de los desposeídos
que juegan con el reloj de arena, en sus últimas horas.
Por acá, hombres hirsutos
de gris anonimato
criaturas cuya desdicha
no es casual.
Corazones desterrados
que van de tumbo en tumbo
por el sendero equivocado.
Montañas como senos de mujer
amamantan secretos de otros tiempos,
aquelarre de ocasión en sus viejas faldas.
Como en el principio,
el barro en la tesitura de la vasija,
manos dadoras del ensueño celeste.
La grafía de los ríos
descifrada por nuestros bisabuelos
desde la incontenible soledad
que estremece, como relámpago
en pleno mordisco de la serpiente.
Clamor zorzal a medianoche
cuyo regazo plantea interrogantes
como la bruma obstinada en el relevo
como la sombra al filo del acantilado
como el revoltijo de las hojas
y del viento de mal agüero.
Sed de pantano, de obsidiana, de piedrecillas
que aguardan calladas el abrazo de los siglos,
aroma que atormenta los amores recónditos
en la llaga incontrolable del reposo.
Diminutos peces de carpa dorada
agonizan con la panza hinchada,
obesidad del escarnio
y desidia de sus deudos
en la tibieza del acuario.
La cascada incrustada
en los párpados del visitante, desprovisto de ropaje,
abertura de la tierra
como designio de ciclos sacramentales,
sonido de tambores de cordero sacrificado
y la caracola en el eco convocante de la danza
como milagro de verano.
La uva fermentada
en la fábula humana
en el paladar anhelante del hechizo escarlata,
zumo de la bienaventuranza
y profecía que limpia el calvario,
mientras los dioses mitológicos y contemporáneos
sacian promesas intrusas
con la miel del antiguo Egipto.
No hay lluvia que detenga
la pesadumbre del romeriante
ni rocío que cultive trigo en los pies descubiertos.
Caben gotas de cristal en el suelo andino
y toda la luz como resplandor de sus macizos y cóndores.
Sin piedad,
los troncos padecen del despojo pirata
como profanación en la furia del bosque,
sus raíces quedan deshabitadas
aunque el aroma es un placentero viaje
a mi escritorio en donde el cedro tiene la figura de lápiz.
Entonces, el leñador desde su trinchera
firma la carta de defunción,
leyenda difuminada por la ventisca
en el recuerdo del lago sin aves plumíferas
como bifurcación de otoño (sutil espejismo)
y atajo de otras realidades.
Desde el poniente
los astros reiteran el misterio
de jardines extraviados
en donde las fronteras
son imaginarias eclosiones
en la cavidad planetaria.
Porque al final de estas grafías
lo que corresponde es la semilla
en el renacimiento del hombre,
témpano que resiste la embestida del toro
en la corrida con derecho a sangre y cigarrillos
en la intemperie cuyo veneno corroe en las madreselvas,
contemplación de enredaderas en medio de la fe desnuda.
La luz del altar como iniciación de un ritual
se ofrece voluntariosa para el festín de los leones
que conocen el reino ensimismado de catacumbas,
ruido de luciérnagas que lastiman la penumbra.
Usurpación de la roca y la promesa
como recurrente secuela
ante la ambición del prójimo, con ansia desprolija
por morder el rumor de las manzanas.
¿Los vestigios delatan los orígenes de la higuera, cuyo dulce
atrae la melancolía de pequeños pájaros que gozan de sus frutos?
Posiblemente no haya respuesta pragmática,
pero sí el anhelo que disipa la maldición escrita en el libro mayor.
Somos retoños que exhalamos el aire verde
como fuente de emociones, ante la mirada taciturna
de arrayanes custodios.
En el huerto, el labrador no sólo cosecha
verduras
también sonrisas que lucen radiantes
luego del té y la sobremesa.
Las bondades que emanan de los círculos arcillosos
son necesarias para la revelación
que vence al hastío, devolviendo las alas
al inocente niño.
El desafío está en establecer las pautas del conjuro
sin miedo a las consecuencias
con la opción de redescubrir especies y espacios
en la vastedad del universo aquel
cuyo vientre contiene y contempla
el antiquísimo oráculo
entre estrellas y líquidos invisibles.
El mar encandila el empeño del navegante
porfiado en sus desventuras,
solícito, porque su embarcación reciba honores de rigor
en el puerto,
extenuado ante semejante brío dentro y fuera de la proa
(vano esfuerzo tratándose de asuntos mundanos).
Al menos queda la hierba
el páramo en la pupila y en los huesos
la pureza vertebrada de los cayos
la sílaba, cadencia leve en el oleaje,
los pasos redentores,
huella de nuestros nombres en la corteza
para la eternidad o para lo que reste
en esta deliberada manera
de expandir
de expandirnos
como un simulacro insignificante
de orfandades.
(Este poema fue incluido en De repente, la vida: 20 poetas ecuatorianos, antología de textos sobre los cuatro elementos publicada en 2021 por El Ángel Editor, de Quito).
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