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Las leyendas de las rosas y otras confidencias

viernes 5 de agosto de 2016
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Rosas de Redouté
Una de las incontables láminas del llamado “Rafael de las rosas”, el maestro luxemburgués Pierre-Joseph Redouté (1759-1840).

Dedicado a la más Bella de las Rosas.

¡Cuánto más bella la beldad parece
si es la virtud la que la adorna encima!
Bella es la rosa, pero más se estima
por ese dulce olor que en ella crece.
Shakespeare, “Soneto LIV”.

La belleza de la rosa es inefable, no por otra razón el mejor recurso a propósito de definirla quizá sea la críptica frase acuñada por Gertrude Stein: “Una rosa es una rosa es una rosa”; y ni el nombre importa, porque “lo que llamamos rosa, con cualquier otro nombre no tendría perfume menos dulce” (Romeo y Julieta), a lo cual podríamos añadir: ni forma menos mórbida y voluptuosa. Se le llama la reina de las flores, y como tal fue cantada por Safo en estas fervorosas palabras: “Ante la rosa las reinas se avergonzarían”… Rosas han inspirado a poetas y pintores; entre los últimos, quizá haya sido Botticelli quien lograra la más bella representación de la flor en su Virgen de las Rosas; aunque cuenta con un competidor moderno en la figura del llamado “el Rafael de las rosas”, el maestro luxemburgués Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), con sus tres volúmenes de láminas a la acuarela titulados Rosas y su Les dernierès roses nouvelles. La rosa es símbolo del amor, de la virtud, de la confianza, de la virginidad, del misterio, de la infidelidad y del pecado: todo depende de su color. Cascadas de rosas han embellecido las ceremonias humanas desde tiempos remotos y en su versión heráldica es símbolo de ciudades y de familias; lo fue de facciones políticas: en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XV hubo una Guerra de las Rosas. La rosa tuvo riquísima significación en el contexto de la caballería y de las Cortes de Amor medievales; para los alquimistas era la flor de la sabiduría, de los iniciados en el misterio; también significó el pasar del tiempo y la fragilidad de la existencia; por eclosionar y morir en breve plazo, simbolizó lo efímero de la belleza; este sentimiento ya se deja sentir en los antiguos griegos y romanos y lo sintetiza el tratado poético Rosas de Décimo Magno Ausonio, cuyos versos reflejan una actitud epicúrea ante la vida característica de los clásicos y de enorme influencia en el sentir humano a todo lo largo de la historia:

Coge rosas, doncella,
mientras son nuevas la flor y la juventud
y recuerda que tu edad se desvanece
como la de ellas…

En el mito persa sobre las rosas todas estas flores eran blancas.  

Este tema se deja sentir en todos los poetas latinos y seguirá en la poesía de Ronsard, plagada de rosas (Mignonne, allons voir si la rose…), y de fray Luis de León, en el último como aliento de neopaganismo en la poética cristiana:

…la mano liberal, que esa azucena,
esa purpúrea rosa que el sentido enajena,
tocada, pasa al alma y la envenena.

Oda IX

En La Divina Comedia el Paraíso tiene forma de una rosa; en el pensamiento religioso hebreo ochocientas rosas adornan la morada de cada hombre piadoso en el Edén: “El amanecer era el reflejo de la luz de todas esas flores juntas, del mismo modo que el melancólico fulgor del atardecer reflejaba las llamas del infierno” (Rosamond Richardson). En la antigua Persia, la tierra de las rosas, cada flor estaba consagrada a un ángel en particular, pero las rosas eran exclusividad de un arcángel. Todavía en la modernidad, Shiraz, capital de la provincia de Fars, que dio nombre al imperio de los farsis (persas), se conoce como la “ciudad de las rosas”; los incontables poetas nacidos en su seno cantaron a las rosas, entre ellos el sabio vagabundo Saadi (n. 1184), autor del Gulistán, o Jardín de las rosas. En Damasco, en toda Persia, se seguía la costumbre refinada de enterrar en los jardines jarras de capullos de rosas sin abrir, que se desenterraban en ocasiones especiales para usarlos en la cocina; se atribuía un intenso poder afrodisíaco a los platillos preparados con esta especia.

En el mito persa sobre las rosas todas estas flores eran blancas, y así fueron hasta el sacrificio por amor del ruiseñor: incapaz de soportar la pena de una pasión no correspondida por la rosa, se abrazó a su tallo a propósito de clavarse una de sus espinas en su corazón, y lo hizo con tanta fuerza que brotó de la herida toda su sangre y tiñó de rojo la rosa.

Las hermosas flores también obsesionaron a los vates arábigo-andaluces, como se hace evidente en el más notable de ellos, Ben al-Zaqqaq, de Alcira (activo en el siglo XII):

Bebe el vino junto a la fragante azucena que ha florecido,
y forma de mañana tu tertulia, cuando se abre la rosa.
Ambas parece que se han amamantado en las ubres del cielo,
y que aquélla mamó la leche del alba y ésta la sangre del crepúsculo.

En el mundo islámico la rosa tuvo un sitio muy especial; de acuerdo con una tradición mística suya, el aroma de las rosas es un suspiro que musita “¡Alá, Alá!” cada vez que alguien lo aspira; por razones esotéricas, el material de construcción de las mezquitas se mezclaba con agua de rosas; en fin, la rosa estaba presente en todas partes: en su culinaria, en su cosmética, en sus rituales; era de rigor rociar con agua de rosas al invitado a una casa musulmana en cuanto llegaba.

En el ámbito de la cristiandad la rosa blanca es emblema de la Virgen María, simboliza su pureza e inocencia y la alegría de aceptar la voluntad de Dios; la roja, las penas de la madre del Redentor; en su advocación más delicada es la Rosa Mística, un símbolo medieval del amor, la sabiduría y el misterio. Sedulio, poeta del siglo V, refleja en sus versos una de las tantas paradojas de la rosa: la transfiguración de lo carnal en lo divino:

Tal como la adorable rosa, ella misma desarmada,
florece entre espinas, y se vuelve corona,
así, brotando de la raíz de Eva, María, la nueva Virgen,
expió el pecado de la Primera Doncella.

La belleza y el perfume de la rosa simbolizan el amor, y sus espinas, las heridas debidas al amor. La roja es el amor apasionado, la blanca, el amor casto; pero he aquí otra de las paradojas de las rosas: tanto como símbolos del amor, lo son de la muerte, de la más siniestra de las muertes posible. La rosa roja se vinculó a la peste, cuya primera manifestación es un brote de sarpullidos purpúreos de forma circular; la gente llamó “rosas” a esas máculas letales. Durante el Medioevo se hizo común asociar a la muerte la rosa blanca, por su lividez; fue de rigor hacer bajar a una doncella fallecida a su tumba llevando una de esas flores en su seno. “Habréis de cavar mi fosa allí donde el viento del norte pueda sembrarla de rosas”, escribió Omar Khayyam. Por alguna esotérica razón, hasta el día de hoy ignorada, un deseo similar de uno de los mayores poetas de todos los tiempos, Rainer María Rilke, no ha podido ser satisfecho; fue enterrado en un perdido cementerio del país de Valais, el 2 de enero de 1927, y antes de exhalar el último suspiro exigió que escribieran en su lápida sepulcral el siguiente epitafio: “Rosas, ¡oh, pura contradicción!, no ser el sueño de nadie, bajo tantos párpados”… y que lo dejaran descansar por toda la eternidad bajo rosales plantados en su sepultura, porque de acuerdo a una idea durante toda su vida anclada en su mente, las rosas sembradas sobre una tumba, al hundir sus raíces en la tierra se alimentan de la carne de los muertos, captan los misteriosos sueños del más allá y los hacen llegar al mundo material mediante su aroma; aunque solo los poetas, los demiurgos, los iluminados, los sensitivos y los locos pueden interpretar sus mensajes. Así se hizo, pero las rosas se niegan a prosperar en ese sitio. Dicen que a causa del gélido viento alpino. ¿Será verdad?

Dejando de lado las leyendas y consejas, el hecho real es que las rosas tienen un lado en cierto sentido maligno, porque así como su forma, olor y esencia ingerida en pócimas, refrescos y comidas estimula la líbido de unos, la creatividad de los artistas, el éxtasis de los místicos, en otros provocan reacciones alérgicas como efecto de las pequeñas cantidades de polen que esparcen en el aire; dichas personas sufren de fiebres y de los agobios respiratorios característicos del asma. Sexto Empírico, médico del siglo II a.C., menciona una enfermedad por él llamada idiosincrasia; a partir de los signos descritos, podría corresponder a una alergia al polen. La más remota referencia entre los protocientíficos de la antigüedad la encontramos en los escritos de Teofrasto (siglo III a.C.), para quien la rosa representaba la dualidad del universo, el eterno antagonismo entre el bien y el mal, pero la rosa era utilizada con fines medicinales, eróticos, ornamentales, místicos, mágicos y de otra índole desde mucho tiempo antes; se han encontrado rosas en las tumbas egipcias y fósiles de dicha flor con antigüedad de cuarenta millones de años. En 1556, el científico Amatus Lusitanicus, en su Cuadrivio Medicarum, describió la sintomatología de lo que él llamó acertadamente “fiebre de las rosas”, malestar más tarde atribuido, impropiamente, al heno, en razón de lo cual pasó a llamarse “fiebre del heno”; en honor a la verdad, este humilde vegetal es del todo inocente en dicha fiebre. Lusitanicus expone un caso observado por él, de un fraile impedido de salir de su casa durante la floración de los rosales en los jardines vecinos, porque “caía postrado, como muerto”; pero también el de un sujeto que en las mismas circunstancias experimentaba endurecimientos vergales incontenibles.

Una conseja en la que se entremezclan la historia y el mito cuenta que en los campos de batalla florecen las rosas nutridas por la sangre de los combatientes caídos, tanto más espléndidas y abundantes cuanto más atroz hubiese sido el combate.

Las leyendas sobre el nacimiento de la rosa son innumerables. Para los griegos, Cibeles, la diosa madre, la creó para vengarse de Afrodita, pues sólo la belleza de la rosa podía competir con la de la diosa del amor. Sobre el origen de la rosa roja una leyenda griega nos hace saber que originalmente todas las rosas eran blancas, pero algunas se volvieron rojas al recibir la sangre de Adonis, mortalmente herido por el jabalí. Otra versión dice que no fue la de Adonis la sangre que volvió rojas a las rosas blancas, sino la de Afrodita; la diosa se hirió con unas zarzas al correr a socorrer a Adonis. Más adelante la flor fue consagrada a ella.

Una antología de la poesía helénica consagrada a la rosa es un propósito bellísimo, pero sería interminable; Anacreonte (siglo VI a.C.) fue el primer cantor de la rosa en la poética griega; figura en Homero y en todos los demás vates de la historia hasta la modernidad. La isla de Rodas (rhodos quiere decir rosa) debe su nombre a la fabulosa cantidad de rosas en ella; rosas adornan algunos muros del palacio de Cnosos en Creta y existieron en los jardines colgantes de Babilonia.

Para los romanos, la rosa roja nace del rubor de Venus, quien se la regala a su hijo, Cupido; éste, a su vez, la cede a Harpócrates, dios del silencio; con ese gesto quiso dar a entender a los dioses su súplica de evitar habladurías respecto a la rica y diversificada vida erótica de su madre. La rosa también es hija del rocío, eso cuentan; también atribuyen su nacimiento de la sonrisa de Eros, o a que se desprendió de la cabellera de la Aurora una vez, cuando se peinaba. En otra versión, Aurora quedó encantada con una rosa blanca; al aproximarse a ella para disfrutar de cerca de su belleza y aroma, la cubrió con su sombra y la flor se volvió roja.

Una leyenda de inspiración bíblica cuenta que Eva, arrobada por el perfume y belleza de esas flores, se inclinó para besar una de ellas; la flor se ruborizó y así apareció la primera rosa roja.  

Los romanos asociaban las rosas a Baco, dios del vino, de la vendimia, de las orgías; una vez, al perseguir a una ninfa, sólo pudo atraparla al quedar ella enredada en un zarzal; al identificarse el dios, la ninfa tuvo vergüenza de haber huido de él y se sonrojó delicadamente; Baco quedó embelesado por la frágil belleza de su rubor. En agradecimiento al zarzal por haberla detenido para él, le hizo nacer unas flores del color de las mejillas, el cuello y el seno de la ninfa, y así aparecieron las rosas rosadas. Pero hay otras leyendas.

Una vez, cierta hermosa princesa rumana se bañaba en un lago, y el sol se paró en el cielo sin moverse durante tres días para contemplarla a su antojo y cubrir todo su cuerpo con sus cálidos besos. Su conducta puso en peligro el orden del universo y al darse cuenta Dios transformó a la doncella en una rosa y ordenó al sol seguir su camino. Por esta razón, dicen, las rosas bajan la cabeza cuando el sol las saluda.

Al principio todas las rosas eran blancas, pero algunas se volvieron rojas y otras rosadas a consecuencia del fatal romance de Tisbe y Píramo. Estos amantes vivieron en los tiempos de la reina Semíramis de Asiria; la soberana, encaprichada con el doncel, contrariaba su idilio; entonces la pareja decidió huir. Tisbe llegó primero al lugar convenido para encontrarse, un claro del bosque lleno de rosales silvestres. Para evitar ser reconocida llevaba ella el rostro cubierto con un velo, regalo de su amante; de repente apareció una leona; la muchacha corrió asustada, perdiendo el velo su fuga. La fiera lo cogió en sus fauces, todavía ensangrentadas por haber devorado antes un cervatillo, y lo desgarró. Píramo llegó más tarde y reconoció ese velo destrozado y manchado de sangre, en razón de lo cual creyó a Tisbe muerta por una fiera. Se sintió responsable de la supuesta tragedia por no haber llegado a tiempo a la cita y enloquecido por la pena se dio muerte con su propia espada. Volvió Tisbe al lugar del encuentro y al ver el cuerpo yerto de su enamorado no pudo soportar el dolor. “¡No te abandonaré jamás!”, exclamó, y sin vacilar hundió la espada en su pecho. Su sangre brotó con fuerza de su corazón, tiñó de rojo intenso las rosas blancas más cercanas, en tanto otras más distantes, sólo salpicadas de su sangre, se tornaron rosadas; las más lejanas permanecieron blancas.

El cristianismo hace sus particulares elaboraciones imaginarias en torno a la rosa. Hubo rosas en el jardín del Edén; una leyenda de inspiración bíblica cuenta que Eva, arrobada por el perfume y belleza de esas flores, se inclinó para besar una de ellas; la flor se ruborizó y así apareció la primera rosa roja. Las rosas rojas son las flores de los mártires; una tradición narra que una doncella cristiana, por rehusarse a renegar de su fe, fue condenada a morir en la hoguera; encendieron el fuego en torno a ella, pero en cuanto las llamas se aproximaban a su cuerpo se transformaban en rosas rojas. De acuerdo a otra conseja, con las ramas de una variedad de rosal, el escaramujo, se hizo la corona de espinas; al pasar Jesús al lado de un sembradío de escaramujos en su Vía Crucis, las plantas se lamentaron amargamente y le pidieron perdón al Señor por el uso pervertido que se había hecho de ellas; Jesús, además de perdonarlas, les concedió el privilegio de florecer en rosas rojas. Según otra leyenda, el primer rosal de rosas rojas fue un arbusto salpicado por la sangre del Salvador; esa rosa tiene cinco pétalos porque de igual número fueron las heridas de Cristo. La fragancia de la rosa es el aliento de Dios sobre la tierra. Un procedimiento infalible para hacer triunfar la perfección, la pureza y la nobleza sobre los poderes infernales es hacer un círculo cerrado de rosas blancas y orar en medio del mismo.

El culto a las rosas llega a Europa con el regreso de los cruzados, quienes lo descubren en sus andanzas por el Medio Oriente. La cultura islámica de la Edad Media era considerablemente más sofisticada que la europea en sus mejores manifestaciones; esos hombres bárbaros regresaron, como lo dice en un comprensible arrebato poético Diane Ackerman, con los sentidos deslumbrados por los placeres exóticos descubiertos entre los infieles; de su experiencia en el Medio Oriente volvieron con recuerdos, algunos horrendos —las matanzas de las batallas—, otros deleitables —las mujeres de harén, sensuales y lánguidas, existentes sólo para dar placer al hombre—; trajeron consigo una gran cantidad de cosas materiales y espirituales, y lo que probablemente fue lo más importante: también regresaron con una visión del cosmos diferente, la propia del misticismo islámico, en la que se entremezclaban con la sensualidad sibarítica oriental llevada al extremo los conocimientos científicos más avanzados de la época; en más de un aspecto esa visión del cosmos entraba en contradicción con los valores del cristianismo; pasemos por alto el saber científico (que en algunos aspectos, en los concernientes al orden y dinámica del universo en particular, eran dogmas religiosos en Occidente, no así en el Cercano Oriente) y las costumbres más sofisticadas de los árabes de la época, y tomemos como ejemplo un asunto pivotal de las escatologías cristiana e islámica: la idea del Cielo; se pregunta uno la magnitud del asombro, de la confusión y de la duda de fe de los europeos al contrastar su imagen del Paraíso ofrecido por Jesús, con el propuesto a los creyentes en Alá por el profeta Mohamed.

El primero, según los teólogos del III milenio, “nunca podrá ser descrito ni por revelación ni por imaginación poética”, es mencionado en forma un tanto vaga o metafórica en las Sagradas Escrituras judeocristianas; en su ansiedad por darle forma a lo sobrenatural, fue concebido por la imaginación popular como un espacio no muy claramente definido, ubicado por encima y muy lejos de la tierra, entre remotas nubes, donde las almas impolutas, después de haber sufrido los rigores purificadores del Purgatorio, pasarían la eternidad —¡excesivo!— rindiendo adoración a Dios y escuchando los cantos de alabanza a Él de los ángeles, serafines y demás entes espirituales de la corte celestial. Según las enseñanzas de san Agustín en el siglo IV, el Cielo cristiano es un lugar donde reina la armonía, la paz, la luz y la alegría; a partir de esas ideas, los pintores y poetas del Renacimiento se tomaron muchas libertades en cuanto a imaginar al Cielo como un lugar pleno de placeres divinos, pero esa visión de sesgo hedonista jamás fue compartida por los reformistas católicos ni por los protestantes; los últimos lo concebían como una posibilidad no material de existencia, hierática y austera, de las almas puras en fusión con Dios. De acuerdo a una intuición del obispo de Hipona, en el Cielo no se verían las lacras que desfiguran la belleza humana ni se harían sentir las necesidades corpóreas, ergo, en el Cielo cristiano no habría sexo. En palabras más breves y coloquiales, desde el punto de vista ortodoxo ese Cielo es un sitio aburrido hasta la saciedad; ¡y en tales condiciones el cristiano que hubiese alcanzado la salvación debería pasar la eternidad!

En sentido opuesto, el Al-yannah o Jardín de las Delicias de los islámicos es mencionado en el Sagrado Corán ciento cuarenta y siete veces y descrito en términos de un lugar idílico, siempre fresco, pleno de rosas perfumadas, con ríos de leche y miel y fuentes de vino que no embriaga. El creyente podía alcanzar ese lugar de inconmensurables placeres mediante una vida de pobreza, por la muerte en el combate por su religión, o yihad, y por la purificación, y una vez hecho su tránsito al más allá tendría a su disposición, además de deleites sensuales y espirituales, un montón de preciosos efebos y un número indeterminado de huríes, quizá setenta, de acuerdo a estudiosos modernos del Corán: hermosísimas muchachas en la flor de su juventud, de piel blanquísima, frondosas cabelleras, ojos negros y perpetuamente vírgenes, no porque fuese prohibida su desfloración, sino porque el himen se les regeneraría después de cada cogida; de ese modo la esperanza célica satisfacía la obsesión erótica suprema del hombre árabe, que no es otra que la de desvirgar núbiles a diestra y siniestra, cuanto más tiernas, mejor.

Muchas de las innovaciones culturales transportadas por los caballeros cruzados a su regreso: instrumentos musicales, formas poéticas, palabras árabes que enriquecieron los idiomas locales, conocimientos científicos, costumbres refinadas, nuevas actitudes y valores respecto al significado del confort y el lujo, especias, los aceites esenciales de rosas y otros perfumes, entre quién sabe cuántas más cosas, se pusieron de moda de inmediato en los ambientes europeos, “y sugerían todos los placeres pecaminosos del Oriente, tan seductores e irresistibles como prohibidos”, dice acertadamente Ackerman.

Señalan como iniciador del culto a la rosa en Europa a un personaje entre espléndido y siniestro, Thibault, conde de Champaña y de Brie, hacia 1254. De inmediato fascinó a enamorados, místicos, pintores y escultores decoradores de catedrales, poetas, jardineros…; en fin, a todo aquel dotado de una pizca de sensibilidad ante la belleza. La obra maestra de la literatura ficcional medieval es precisamente Le Roman de la Rose, alegoría galante compuesta por Guillaume de Lorris y Jean de Meung entre la segunda mitad del siglo XII y las primeras décadas del siglo XIII.

Los cuentos de hadas, cuyo origen se encuentra en el folclor medieval centroeuropeo, en el céltico y en el nórdico, están llenos de rosas. Bella Durmiente yace en un castillo defendido por los cuatro costados por rosales de agrestes espinas; los acontecimientos en La Bella y la Bestia los desencadena exactamente una rosa: aquella robada por el padre de la Bella en el jardín de la Bestia para satisfacer un capricho de ella; de ahí proviene el decir “Está pidiendo la rosa”, usado a propósito de referirse a alguien empecinado en tener una cosa muy difícil de conseguir. En otro relato fantástico escrito siglos después, Alicia, la del País de las Maravillas, tres jardineros aparecen sumamente atareados pintando de rojo las rosas blancas. Y no contenta con ornamentar la literatura de todo el mundo, la rosa también sirvió de inspiración a los músicos; uno de los preciosos lieder de Schubert se inspira en un poema de Goethe y se llama Heidenroslein (Rosa silvestre); el llamado a ser más tarde el autor del monumental Fausto escribió ese juguete ingenuo y romántico en sus años mozos con la intención de halagar a Federica Brion, de quien estaba enamorado. No mucho tiempo después el joven Strauss estrenaría uno de los más famosos valses vieneses, Rosas del Sur, composición emblemática de su opereta El pañuelo de la reina. ¿Acaso podía faltar en el teatro musical?; si en el ligero la puso Strauss, Johann, hijo, de darle a la rosa un sitio de honor en el género del teatro musical de mayor envergadura se encargó otro Strauss, Richard, con El Caballero de la Rosa.

En el marco del ballet se le rinde tributo a la flor en la que tal vez sea la mayor prueba de fuego impuesta a una primera bailarina, el exquisito Adagio de la rosa, de La bella durmiente (Marius Petipa, mus. Tchaikovski, 1890); aunque su mayor celebración ocurra con El espectro de la rosa, creado por Fokine en 1912, sobre música de Weber, a partir de un poema de Gautier, cuyos primeros versos dan la clave de toda la obra:

Je suis l’espectro de la rose
que tu portais hier au bal…

Los romanos se sentían seducidos por las rosas, y ese aspecto de su carácter fue hábilmente aprovechado por Cleopatra cuando quiso —con éxito, sea dicho de paso— seducir a Marco Antonio.  

Una crítica de la época, Mme. de Noailles, deja el siguiente testimonio de la interpretación de Nijinsky: “…Helo aquí representando lo imponderable. Gracias a sus invisibles alas, mimaba el pensamiento de la joven, el suspiro, el aroma; evolucionaba, embalsamaba, expresaba el nacimiento del deseo”…; “era un soplo aromático, era verdaderamente la sombra misma de la rosa, del vértigo, de la ensoñación y del sueño”. El grand jeté final de esa pieza, con el que el espectro de la rosa sale de la alcoba de la doncella a través de una ventana, es uno de los momentos culminantes del ballet de todos los tiempos.

A la rosa

Eva del oro, reina de las flores
copa del amor donde aquél que escancia
engendró el primero de los néctares;
dulce criatura de las horas jóvenes
y gracioso semblante de la belleza.

John Davies, poeta inglés del siglo XVI

Si la mitología es arrobadora, tratándose de la rosa su historia es no menos fascinante. Las fuentes y los baños públicos romanos rezumaban de agua de rosas; las casas y hasta las calles las perfumaban con el aceite de dicha flor; adornaban sus pisos y mesas con rosas; coronas de rosas ponían en las cabezas de sus invitados y guirnaldas de rosas llevaban las bailarinas y músicos que amenizaban sus banquetes; en ellos comían paté, jaleas, miel y budines de rosas, a todo lo cual atribuían propiedades afrodisíacas; con los romanos nace la idea de ver a la rosa como un afrodisíaco analógico, porque, siendo prenda de amor y voluptuosa en su forma, su esencia, presente en su materia comestible y en su olor, sólo podía tener el efecto de enfervorizar el deseo sexual. Los romanos se sentían seducidos por las rosas, y ese aspecto de su carácter fue hábilmente aprovechado por Cleopatra cuando quiso —con éxito, sea dicho de paso— seducir a Marco Antonio, quien las adoraba. La pequeña historia narra que la primera vez que habrían de acostarse juntos la soberana de Egipto hizo cubrir el piso de su alcoba con una alfombra de pétalos de rosas de medio metro de espesor. “¿Utilizarían el suelo como cama y harían el amor en un colchón de suaves pétalos fragantes? ¿O preferirían la cama, como si estuvieran en una balsa que flotaba en un mar perfumado?” —se pregunta, con travieso candor femenino, Diane Ackerman. La sagaz Cleopatra también se valió de la pasión de Julio César por el no menos afrodisíaco ajo, para rendirlo a sus plantas.

Los chinos, desde épocas perdidas en el tiempo hasta el presente, han preparado exquisiteces a base de pétalos de rosa; es famosa su ensalada de rosas; en ese platillo le confiere un efecto excitador de la líbido la combinación de langostinos, pétalos de rosa perfumada y ajo. Richardson da noticia de un curioso platillo medieval llamado “picadillo de pollo con rosas” —de intenso poder afrodisíaco, según otra fuente— a partir del cual se hacen ciertas hamburguesas de pollo con rosas, cuya receta cito a continuación:

Moler el pollo, y también los pétalos de rosa… Batir los huevos completos y mezclarlos con el pollo, los pétalos y la miga de pan. Sazonar a gusto con sal y pimienta. Agregar la salsa worcestershire y al fin la crema de leche, para que la mezcla sea más manejable. Dar forma de hamburguesas y freírlas en aceite vegetal hasta que queden doradas por ambos lados.

Tortas, refrescantes batidos, salsas, postres diversos, galletas, helados, conservas, aderezos… se hacen con rosas; además, los pétalos de rosa son componentes esenciales de innumerables pócimas amorosas y de hechizos para atraer al amante o para hacer volver al amor distanciado; la rosa tiene aplicaciones salutíferas y cosméticas: hay un colirio de rosas y una crema de rosas para los labios.

Desde los tiempos remotos de los druidas, la rosa representó lo esotérico; su cerrada estructura simbolizaba la espiral sagrada de la inmortalidad. Una rosa puesta en la mesa en torno a la cual se celebraba algún concilio daba a entender absoluta confidencialidad; todo cuando ahí se dijera, ahí debía quedar.

Coger una rosa a medio abrir. Acariciarla despacio, despacio, introduciendo entre los pétalos el dedo del corazón. Ir separando suavemente hasta que la flor quede abierta por completo. Aspirar entonces. Su perfume es intensísimo. Llevármelo a la boca. Hundir contra sus pétalos mis labios mientras intento con la lengua tocar el fondo.

Ana Rossetti, poeta y erotofílica

Rubén Monasterios
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