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La resiliencia de Fractura: un alarido justificado

lunes 4 de noviembre de 2019
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Hiroshima en septiembre de 1945
Hiroshima en septiembre de 1945.

La literatura de la bomba atómica, también conocida como genbaku bungaku, se encuentra en la linde entre la censura por parte de algunos gobiernos como el de Estados Unidos, considerándola amoral, y los márgenes de la sociedad japonesa, al elucidarla como un reflejo material real y doloroso de las catástrofes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Andrés Neuman, y su obra Fractura, servirá de excusa en este examen para estudiar el límite de la moralidad, la diégesis como purgación de aflicciones y la resiliencia de los supervivientes que no escapa a los ojos más críticos de la censura alienadora.

Así, hemos de plantearnos en primera instancia hasta qué punto las catástrofes naturales y desastres tales como los de la bomba atómica a la que aquí se hace mención, y el accidente de Fukushima, forman parte de los idearios culturales de un país y, más aún, del estudio de la literatura.

 

“Fractura”, de Andrés Neuman
Fractura, de Andrés Neuman (Alfaguara, 2018). Disponible en Amazon

Una cicatriz, una historia para la censura

Si el desastre nuclear se confunde peligrosamente con la catástrofe natural, no es sólo por el relato interesado de quienes querían ocultar la responsabilidad de la guerra, sino también por su violación del antropomorfismo, por el carácter infraorgánico de los isótopos radiactivos que provocan el mal invisible como una fiebre enigmática que inunda lo real, que es lo real: el aire mismo de un mundo transformado por completo en axila que registra la fiebre (Cabello, 2018).

El fin de la Segunda Guerra Mundial supuso un cambio de panorama dentro de las fronteras entre el mundo conocido, hecho que se manifiesta con especial inri en la literatura. En Japón, después de 1945, tras haber sido vencidos por Estados Unidos, la censura se instauró tratando de acallar las denuncias más realistas sobre la condición del país, las consecuencias del desastre y, en suma, de la guerra. Numerosas publicaciones niponas quedaron recluidas en cajones estancos llegándose a crear, incluso, una lista de temas prohibidos sobre los que no se podía hablar, algo que, sin embargo, no evitaba que los miles de supervivientes mantuvieran el resto de su vida, aquellos recuerdos de horror grabados en su memoria: el rememorar de la bomba atómica.

El recuerdo o la vuelta a la memoria de tales acontecimientos, a través de la literatura, de aquellos sujetos que sobrevivieron a la masacre, se convierte, en la mayoría de los casos, en medio para sobreponerse a aquella experiencia traumática. Un asincronismo que provoca, en la identidad fracturada de cada uno de estos individuos, la convivencia de diversos tiempos cronológicos dentro de la realidad nipona: el recuerdo sistemático del pasado en cada recodo de ceniza; la evidencia de un presente desolado, y el olvido de un futuro que les habrá sido, para siempre, arrebatado.

La necesidad imperante de contar sus experiencias personales, de dejar de verse como el daño colateral de la guerra de otras personas, o de expresar su iridiscencia; motivó la prolífica manifestación en el ámbito de las letras, principalmente, de lo que se conoce como literatura de la bomba atómica, entre la que podemos destacar la archiconocida obra Black Rain, de Masuji Ibuse, que encarna el más fiel testimonio de desgarro invertible. Ejemplificaciones de estas mismas implicaturas sobre un tiempo que ha dejado en sus vidas de ser fluencia, subyacen a lo largo de la obra de Neuman en sentencias como:

Si por arte de magia me permitiesen repetir alguna edad, estoy segura de que evitaría ser demasiado joven. Añoro como mucho mis circunstancias de entonces. O mi falta de circunstancias. Todo lo que pude haber sido cuando todavía no era nadie. Si pudiera retroceder a aquella época, lo único que haría es quedarme inmóvil, maravillada, contemplando la amplitud brutal del porvenir. Es lo más parecido a la felicidad que se me ocurre.

Así, como si de objetos fractales —“cualquier cosa cuya forma sea extremadamente irregular, extremadamente interrumpida o accidentada (…), un objeto físico (natural o artificial) que muestra intuitivamente una forma fractal” (Mandelbrot, 1967)— se tratase, los acontecimientos trágicos pueden transformarse en bellísimas producciones artísticas. En otras palabras, según Omar Calabrese, profesor e investigador italiano, las nociones de orden y desorden que se oponen como “un principio de regularidad, azar, caos”, motivan que:

(…) cualquier objeto se torne en objeto estético sólo después de una valorización por parte de un sujeto individual o colectivo. Sin embargo, también es verdad que las figuras fractales poseen al menos un carácter capaz de ser valorizado como estético: lo maravilloso (Calabrese, 1994).

No obstante, se les niega a los hibakusha —en su traducción literal “persona bombardeada”, o supervivientes del desastre— el derecho a expresar su desolación, dolor o pérdida mediante la censura considerando la rememoria de estos acontecimientos como límite de la moralidad. A este respecto pueden extraerse dos calibraciones: en primer lugar, la búsqueda de imposición de silencio por parte de los órganos gubernamentales que se sirven de la censura para acallar estos alaridos estremecedores desde el inicio. Este hecho combate frontalmente con el principio básico de toda literatura (a excepción de aquella de carácter político, filosófico…): la falta de un principio práctico, la existencia de literatura por el mero hecho de existir, una diégesis en la que la propia literatura es la consecuencia directa, cultura locutiva que se agota en su totalidad. En segundo lugar, la existencia, precisamente, de objeciones para con este hecho, evidencia, en voces como las de Shinoe Shoda o Terai Sumie, que la denuncia acallada bajo un ámbito tan, aparentemente, relegado de la política o de la historia, no significa sino contemplar en el reflejo del país la identidad de la tragedia, sacrificar el futuro ya destruido por el dolor del pasado anclado en el presente.

Mi niño duerme
en esta tierra azul
con radiaciones.
(Sumie, –)

Así, la censura y la represión se instauran como negación y obstáculo para toda creación artística. Para J. M. Coetzee, “bajo la censura no florece la literatura”, sino que, en casos como este, configura con total nitidez lo que, en palabras de Isaak Bábel, podemos considerar como “género del silencio”. Una mudez sepulcral con consecuencias tales como la presencia de palabras, pues de la misma forma que la denuncia puede evidenciarse como grito, también es capaz de hacerlo como quietud abrumadora, como suspiro que quiebra el último halo de esperanza o vida. Esto es, si cada palabra tiene consecuencias, también lo tiene cada silencio.

El señor Watanabe siente a menudo que en su interior bulle una marmita de emociones contrapuestas, y él se encuentra sujeto de manera aleatoria a los giros de la poción. Qué relación guarda esto con su dificultad para asentarse en un lugar, o posicionarse de manera firme respecto a las cuestiones que más le importan, continúa siendo un misterio para él mismo. Paradójicamente, esta indefinición define su carácter. Lejos de encontrar alivio en ellos, los matices lo asedian y refutan sin descanso.

Frente a esto, la legitimación perdida en el derecho de estos supervivientes, y una atribución de libertades para con el mundo, parece regresarles con el devenir temporal. En otras palabras, pareciese que la cicatrización de los recuerdos más recientes permite que “la fenomenología de la memoria se reelabore en función de la distancia temporal” (Ricoeur, 1998), que se le devuelva el curso natural a la memoria en tanto sea capaz de estabilizar lo percibido y convertirlo en icono de superación o tiempo estanco.

 

Una vez que la censura alienadora ya ha quedado atrás, la literatura se convierte en una purgación de aflicciones.

De repente, libertad

Será precisamente en Fractura donde veremos claramente cómo “los caminos, desplegados como surcos en la exterioridad del espacio, se entreveran con los pliegues de la memoria, avanzar es de modo explícito transitar precariamente por los suplementos que, al tiempo que las subrayan, vuelven habitables, transitables, las grietas (…). Una grieta que se hurta a la percepción y remite al movimiento. Y no puede, en puridad, contemplarse; no se extiende para mostrar, como un cadáver, su anatomía. Más bien, una grieta es una discontinuidad en el espacio, una especie de lazo invisible que anuda las cosas con el tiempo: que registra la huella de sus accidentes pasados; que amenaza con su ruina futura. Como Watanabe piensa al ver los desperfectos que su colección de banjos ha sufrido tras el terremoto: todas las cosas rotas ‘tienen algo en común. Una grieta las une a su pasado’ (25). A su pasado. De modo que esa fisura que escapa a su fijación como presencia remite al mismo tiempo a la singularidad: es el registro, la marca de una vida” (Cabello, 2018).

Sólo veía lo que iba quedando atrás. Como si corriera de espaldas.

Así, una vez que la censura alienadora ya ha quedado atrás, la literatura se convierte en una purgación de aflicciones, en la lluvia que cae sobre un suelo calcinado dejando únicamente un petricor de podredumbre, la certeza de saberse instrumento de transformación política y social. Desde obras comprometidas que dan testimonio crítico de la realidad nipona de la época para agitar las conciencias de los lectores, como Flores de verano, de Tamiki Hara, hasta la presencia de manga denunciante de las injusticias sociales y la falta de libertad, como pudiera ser la obra de Keiji Nakawaza.

En este sentido, pudiéramos elucidar la escritura naciente como una literatura testimonial pues relata las experiencias personales de los sujetos y coloca al superviviente en el centro de la escena tendiendo a la máxima referencialidad; hasta la total elaboración ficcionalizada o la realización estética de la experiencia, en la que el autor filtra algunas marcas autobiográficas. En cualquiera de los casos, cabe recordar que “incluso cuando existe íntima relación entre la obra de arte y la vida del autor, nunca debe interpretarse en el sentido de que la obra sea simple copia de la vida” (Wellek y Warren, 2009). Ni siquiera considerándolo autobiografía pues:

(…) esta literatura adquiere un valor significativo en los procesos sociales de construcción de la memoria, puesto que, si bien los relatos suelen aludir a una experiencia privada e individual, se conectan con las vivencias de un colectivo o una comunidad que se ha visto damnificada, recluida o excluida, y que está representada en el texto. Los testimonios, por tanto, cumplen una función pedagógica en la medida en que alertan a la sociedad con el fin de que no se repitan los hechos, convirtiéndose en instrumentos al servicio de la memoria (Simón, 2014).

En este punto la literatura conecta con la historia desde el comparatismo para recuperar la memoria colectiva; en otras palabras, el conjunto de “recuerdos que atesora y destaca la sociedad en su conjunto” (Halbwachs, 1968), y se configura así como puente entre las distintas artes que conecta cada una de ellas como un continuo complementario y no como distinciones taxativas, como resistencia al individualismo e independentismo de las artes en general que, en este caso particular, es capaz de engarzar desde la letra escrita hasta la historia y la política naciendo de una conciencia común.

(…) La historia no es todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado. O, si se quiere, junto a una historia escrita se encuentra una historia viva que se perpetúa o se renueva a través del tiempo y donde es posible encontrar un gran número de esas corrientes antiguas que sólo aparentemente habían desaparecido (Halbwachs, 1968).

Cabría preguntarse entonces por qué el reflejo material tan vívido y aparentemente irremplazable de lo sucedido ocupó un lugar tan marginal dentro del campo de las letras. El rechazo o la condena del Estado, de la crítica oficial o extraoficial, constituiría, en suma, la respuesta a esta pregunta en la que los recuerdos sólo serían el motivo y el olvido, el fin.

No obstante, la literatura, lejos de acallarse —si bien nació en ecos de marginalización en una sociedad un tanto reticente a la hora de manifestar emociones—, emergió con posterioridad a modo de reflexiones, sirviendo como catalizador del dolor. Podríamos recurrir en este punto a la teoría de los polisistemas para explicar este devenir pues, según ésta, en todos los sistemas hay dos tipos de estructuras, una céntrica y una periférica, que necesitan adaptarse para mantener un equilibrio. Así, verbi gratia, la literatura nipona, en cuyo centro, en este siglo, obligaba a situarse a obras no comprometidas con una realidad social con motivo expreso de la censura, y en cuya periferia encontraríamos esta genbaku bungaku, provocará una tensión tal entre ambos elementos que el núcleo no podrá sino sensibilizarse ante esta fuerza colindante.

Lo que se explica con esto no es sólo que la literatura de la bomba atómica se configure como ente vivo que se relaciona con otros sistemas, sino que llegará a influir hasta tal punto sobre otros ámbitos, especialmente tras el accidente de Fukushima, que el gobierno no tendría más remedio que plantearse si el uso de la energía nuclear, verdaderamente, es una opción. Una vez la fuerza periférica ha adoptado el rol de la céntrica y viceversa, las tornas giran nuevamente gracias a la obra de Neuman para situarnos en el foco de la cuestión: el horror de la catástrofe constituye una constante en la literatura japonesa, la pregunta que ha de hacerse ahora es si la resiliencia de la nación también lo es.

Nunca termino de evaluar muy bien qué significó no haberme muerto, no haber sido torturada. Cómo funciona el trauma de lo que podría habernos pasado.

 

El señor Watanabe representa la resiliencia de la población nipona, es el símbolo más nítido de un reflejo descompuesto.

Algo de belleza en la herida

La memoria de la nación queda evidenciada a lo largo de la obra de Neuman mediante una doble vertiente que no conforma, en ningún caso, una dualidad antagónica. Por un lado, nos referimos a la conciencia colectiva del resto de países sobre la catástrofe y que somos capaces de evidenciar mediante las implicaturas de las distintas mujeres a las que el narrador va cediendo voz en una pluralidad que permite la reflexión. Para contribuir a este hecho, además, el autor se sirve de una fragmentación constante en el actante que conduce la diégesis, lo que impide la identificación con estos individuos y, con ello, nos niega la conducción de la alienación a lo largo del relato; en otras palabras, obliga conscientemente a la presencia de un lector activo que tan sólo es capaz de conocer aquello que quiere que se sepa. Así, el tiempo constituye un imprescindible que, del mismo modo que las heridas lentamente van cicatrizando, nos va cosiendo el corte del desconocer palabras y agujas de saber.

Por otra parte, el señor Watanabe representa la resiliencia de la población nipona, es el símbolo más nítido de un reflejo descompuesto, aún sanando y sangrante, que no puede dejar atrás el recuerdo para encadenarse al olvido, pues copa el pasado como intrínseco a su presente. Pulsión vital, conflagración entre el desear volver a una normalidad, entendida ahora como negada, y el saberse costura de un roto; la obra se postula sobre la literatura de la bomba atómica como halo de esperanza sobre la continuidad que empuja a seguir y alzar la voz en la quietud del silencio.

Si para él los verdaderos hibakusha son aquellos que enfermaron mortalmente, en su caso los daños resultan de una equívoca invisibilidad. Quizá por eso nunca se decidió a inscribirse en los censos de víctimas. Ni a reclamar al Estado una indemnización que, desde el punto de vista económico, podía darse el lujo de rechazar. Un poco más de dinero, se justificaba, no le devolvería a su familia. Y en cierto sentido le hubiera atribuido un precio. Las muertes de los suyos eran únicas. No merecían confundirse en un trámite con tantas otras, ahogarse en la contabilidad de una lista sin fin. Al menos eso solía argumentar. Así que prefirió seguir moviéndose. Olvidar lo inolvidable (132).

Cuando se recurre a esta doble vertiente, la colectiva y la propia, confesadas siamesas que comparten una misma memoria, la del horror, se comprende cómo la literatura y el lenguaje, en confidencial intimidad, son capaces de trenzar los itinerarios y el paradigma de un conjunto de personas que, habiendo sido despojados de su rumbo y ciclo vital, no tienen otro remedio que vagar en busca de la nueva reconstrucción de su propia identidad. Desde la teoría literaria lo explica Yuri Lotman en su Estructura del texto artístico: la propiedad del arte de construir modelos de la realidad hace que cada receptor proyecte el mensaje “no sólo sobre la estructura de su experiencia artística, sino también sobre la estructura de su experiencia de la vida”. De este modo, la literatura germina de esta doble memoria a modo de experiencia de hallazgo del yo, superación del ayer y encuentro del hoy.

 

Bibliografía

  • Cabello, Gabriel (julio de 2018): “Del icono a las voces. La perspectiva de la grieta entre Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais, y Fractura, de Andrés Neuman”. En: Ciberletras, revista de crítica literaria y de cultura, Nº 40. Universidad de Granada.
  • Calabarese, Omar (1994): La era neobarroca. Trad. Anna Giordano. 2ª ed. Cátedra, Madrid.
  • Caudet, Francisco (1986): “Notas sobre la literatura y marginación”. Actas IX. Universidad Autónoma de Madrid. Cervantes Virtual. Consultado el 29 de septiembre de 2019.
  • Costa, Analía, y Beatriz Velázquez del Pozo (2016): “Hadashi no gen y las atrocidades de la bomba atómica”. En: Las batallas del comic. Perspectivas sobre la narrativa gráfica contemporánea, pp. 97-106. Colección Anejos de Diablotexto. Editores: Javier Lluch-Prats, José Martínez Rubio y Luz Celestina Souto.
  • Cubas, Romhy (29 de agosto de 2018): “Genbaku bungaku: literatura de la bomba atómica”. En: The Objetive. Consultado el 29 de septiembre de 2019.
  • El Espectador (6 de agosto de 2018): “Literatura sobre Hiroshima y Nagasaki”. Consultado el 29 de septiembre de 2019.
  • Halbwachs, Maurice (1968): “Memoria colectiva y memoria histórica”. En: La mémoire collective, París, PUF, 1968. Consultado el 29 de septiembre de 2019.
  • Lotman, Yuri (1982): Estructura del texto artístico. Istmo, Madrid.
    . “Consideraciones sobre la tipología de las culturas”. En: Revista de Occidente, Nº 103, pp. 5-19.
  • Neuman, Andrés (2018): Fractura. Alfaguara, España.
  • Noguerol, Francisca (2018): “Equilibrio precario, un acercamiento a la obra de Andrés Neuman”. En: Ínsula: revista de letras y ciencias humanas, Nº 857, pp. 12-16. Universidad de Salamanca.
  • Ricoeur, Paul (1998): La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid, UAM.
  • Simón, Paula (2014): “La literatura y las catástrofes históricas del siglo XX, un novedoso objeto de estudio comparatista”. En: 452ºF, Nº 10, pp. 220-240. Universitat de Barcelona.
Sofía Bernardo Méndez
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