
No sólo es Norteamérica: buena parte del mundo está en ascuas por el último caso de violencia con implicaciones racistas ocurrido en ese país. Es el homicidio del ciudadano negro George Floyd por un policía, ocurrido el pasado 25 de mayo de 2020, en Powderhorn, Minneapolis, Estados Unidos.
En la modernidad civilizada, el acontecimiento mundial más relevante con nítidas implicaciones racistas es la II Guerra Mundial, en buena medida desencadenada por la ideología supremacista aria.
Un acontecimiento controversial; según algunos observadores es un caso de brutalidad policial, no de crimen de odio de motivación racista; algunos, estando, en lo esencial, de acuerdo con la protesta, expresan su repugnancia por haber tomado como símbolo a un sujeto con nutrido prontuario delictivo; otros la condenan al hacerse evidente que la protesta se transformó en saqueos y salvajes disturbios activados por comunistas y sus aliados terroristas, en su propósito de desestabilizar las democracias occidentales. Cualquiera sea la perspectiva, el hecho es que el acontecimiento ha sido la gota que rebasó el vaso de la ira por los crímenes de odio de motivación racista, o con implicaciones de tal contenido, entrelazadas con la religión o cualquier otro componente ideológico. Aunque con consecuencias menos sangrientas que en Estados Unidos, lo cierto es que el racismo en diferentes matices tiene extensión mundial.
Hasta en países en los que el racismo luce absurdo, como Venezuela, se deja sentir esa actitud. Una articulista de un espacio de Internet patrocinado por el gobierno comunista arremete contra un líder opositor apelando al racismo: “Capriles, de descendencia rusa-polaco-judía por parte de su madre y judía sefardí por parte de su padre, muestra su herencia detractora cada vez que abre la boca; no tiene la más mínima gota de sangre de nuestro legado patrio: la de nuestros antepasados negros e indígenas”… (Yanethe Gamboa, Aporrea. 20 de julio de 2012). Es evidente el orgullo por el aludido “legado”, así como el desprecio por los omitidos hispanos, predecesores en la formación del mismo a la llegada de los negros (¡perdón!: en Venezuela, por mandato del gobierno debe usarse el neologismo afrodescendientes).
Evidentemente, nos encontramos ante una manifestación de supremacismo al revés, en el que líderes de colectividades injustamente relegadas proclaman la superioridad de su “raza” sobre las demás. El principal vocero en Suramérica de la irracional posición es el peruano Isaac Humala; sostiene que los humanos de la “raza cobriza” —refiriéndose a los nativos americanos de los Andes— están dotados de “inteligencia superior” respecto a los europeos, asiáticos y africanos, sin que se sepa de dónde sacó semejante idea.
Digamos, al desgaire, que el aludido personaje, abogado, líder del movimiento etnofascista y miembro del Partido Comunista Peruano, es el padre del ex presidente Ollanta Humala; influyó en la formación del escritor Mario Vargas Llosa y es el personaje central de su novela Conversación en La Catedral.
Tan viejo y extenso como la misma humanidad
El supremacismo racial es tan viejo y extenso como la humanidad misma. En los registros históricos y etnológicos consta su presencia en pueblos civilizados y primitivos, tanto contemporáneos como antiguos; a manera de ejemplo, cito un caso que nos es muy próximo a los venezolanos de hoy, el de la nación caribe, extendida por buena parte de la costa nororiental de este país. El padre Joseph Gumilla s.j. (1686-1750), cronista de Indias, reporta en su obra El Orinoco ilustrado que su grito de guerra era “ana karina rote”, traducido como “sólo los caribes somos gente” (u hombres), lo cual justificaba la subyugación de sus vecinos más pacíficos y su derecho a comérselos, por cuanto los caribes eran antropófagos alimenticios; capturaban niños de las tribus vecinas y los criaban como reses de consumo.
En la modernidad civilizada, el acontecimiento mundial más relevante con nítidas implicaciones racistas es la II Guerra Mundial, en buena medida desencadenada por la ideología supremacista aria. El eje Berlín-Roma-Tokio se estableció sobre una base supremacista; los japoneses se consideraban a sí mismos la raza superior; los alemanes también, y a propósito de justificar la alianza no encontraron ninguna dificultad en admitir que, en efecto, eran sus pares: la raza superior del lado del mundo que les correspondía; y los italianos se sumaron al jolgorio apelando a ser herederos de la raza latina, cuya superioridad se hacía evidente en la grandeza de la antigua Roma, que vendría a ser restaurada por el fascismo.
No hemos sido los hispanoamericanos ajenos a ese pensamiento. Se ha sustentado la tesis de la existencia de una “raza latina” o “ibérica”, conjunción de todas las bondades, de acuerdo a conclusiones del debate del Ateneo de Madrid en 1871. Una proposición que contó con el respaldo de pensadores de alto vuelo como Menéndez y Pelayo y Miguel de Unamuno.
El entonces presidente del Gobierno de España, Antonio Cánovas del Castillo, declaró al periódico francés Le Journal, en noviembre de 1896: “…creo que la esclavitud era para ellos [los negros de Cuba] mucho mejor que esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados. Todos los que conocen a los negros le dirán que en Madagascar, como en el Congo y en Cuba, son perezosos, salvajes, inclinados a obrar mal, y que es preciso manejarlos con autoridad y firmeza para obtener algo de ellos. Estos salvajes no tienen otros dueños que sus instintos, sus apetitos primitivos”. Se refiere a una consecuencia de la liberación de Cuba del colonialismo peninsular.
El boom del supremacismo
Aunque, como lo señalamos, el supremacismo ha existido siempre, fue en el período comprendido entre los siglos XV y XIX cuando se hace consistente en forma de una ideología generalizada, de tratados entre potencias que deciden repartirse el mundo y de literatura que lo justifica y divulga, como efecto de la más frecuente interacción entre pueblos desarrollados de Europa y otros que no habían alcanzado ese nivel, o que habiendo sido grandes civilizaciones se encontraban en decadencia.
Indios y negros se mostraban al público en jaulas, con frecuencia desnudos o semidesnudos. La gente no lo veía como una humillación, por cuanto ese era su estado natural.
La segunda mitad del siglo XIX ve eclosionar un interés generalizado por los pueblos primitivos y empieza a cobrar forma la antropología. Es la época en la que mucha gente se “educó” sobre el origen de la especie humana y saberes semejantes, y obtuvo pruebas irrefutables de la “inferioridad de indios y negros” en los zoológicos humanos que con fines pretendidamente científicos o recreativos se exhibieron en París, Londres, Berlín, Hamburgo, Amberes, Barcelona, Londres, Milán, Nueva York, Varsovia, etc.; fue una moda exitosa entre mediados del siglo XIX y principios del XX. Carl Hagenbeck, un comerciante alemán de animales salvajes y futuro empresario de muchos zoológicos de Europa, fue pionero del negocio en 1874; lo mismo capturaba bestias salvajes, que vendía a los circos, como seres humanos que también vendía o exhibía por su cuenta, entre éstos personas del pueblo nuba; hombres y mujeres de las naciones tuareg, malgache, las amazonas de Abomey.

Entre 1877 y 1912, aproximadamente treinta “exhibiciones etnológicas” fueron presentadas en el Jardin Zoologique D’acclimatation; indios y negros se mostraban al público en jaulas, con frecuencia desnudos o semidesnudos. La gente no lo veía como una humillación, por cuanto ese era su estado natural.
En los Estados Unidos, Madison Grant, director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, expuso en 1906 a Ota Benga en el Zoológico del Bronx. Ota era un pigmeo traído de África, junto con simios y otros animales. Lo mostró en una jaula con un orangután y le colocó un cartel señalándolo como “el eslabón perdido”, dando a entender que los africanos eran una especie animal intermedia entre los monos y los europeos.

Génesis del racismo
Cualquier persona inclinada a reflexionar sobre su entorno se preguntará cómo se forjó este fenómeno sociocultural persistente en el psiquismo colectivo de la humanidad, al extremo de conducir a Dylann Roof, un joven blanco de veintiún años, a masacrar a un grupo religioso en la Iglesia Metodista Episcopal Africana (Carolina del Sur, 17 de junio de 2015) con la intención de iniciar una guerra racial, inspirado por la idea de que “los negros estaban tomando al mundo”, en razón de lo cual “alguien tenía que hacer algo al respecto”.
La respuesta es multifactorial; la fuente del odio puede encontrarse en perturbaciones mentales de un individuo, sentimiento de inferioridad hacia sí mismo generalizado en un grupo respecto a otro; o en sentido opuesto: de superioridad; miedo, estupidez, ignorancia, retaliación por reales o supuestos agravios, identificación con modelos negativos, adoctrinamiento ideológico, competencia por los recursos escasos entre colectividades de diferentes etnias, etc. Sin embargo, creo que todos esos factores pueden condensarse en una variable de síntesis: el ambiente sociocultural; en efecto, según la observación de la maestra norteamericana Jane Elliott, “el racismo es una reacción aprendida, nadie nace sintiéndose superior, la superioridad se enseña”… Y ejemplificaré ese supuesto mediante la exposición de mi aprendizaje.
Digresión conceptual
Antes de exponer mi caso, creo necesario aclarar algunos términos de uso inevitable en este escrito.
Etnia (del griego, pueblo o nación) es un concepto antropológico referido a una colectividad humana cuyos integrantes tienen en común componentes culturales: visión del mundo, valores, historia, tradiciones, costumbres diversas, etc., y biológicos o naturales: herencia genética, vale decir, la raza, manifestada por características compartidas tales como color de la piel, contextura corporal, rasgos faciales, etc., desarrollados en su proceso de adaptación a determinado espacio geográfico y ecosistema a lo largo de las generaciones.
El planteamiento universalmente aceptado en los ambientes científicos es que todos los seres humanos pertenecemos a una sola y única especie, Homo sapiens, la única especie conocida del género Homo que hoy perdura, a partir de la extinción de la del Homo neanderthalensis, hace 28.000 años.
Como en cualquier otra especie reconocida en la naturaleza, ninguna razón sustenta la idea de que en su seno no existan razas; integrados los factores genéticos y las poco menos que infinitas variedades culturales, cobran forma las etnias; es un hecho que individuos de un tronco racial común organizados en colectividades configuran diferentes etnias, como efecto de sus propios aportes culturales. Lo rechazado por la ciencia, tal como el conocimiento está establecido en la contemporaneidad, es la existencia de una raza pura; si alguna vez la hubo, los intercambios genéticos a través de los milenios las han vuelto a todas en alguna extensión mestizas.
Con frecuencia el término “etnia” se usa como eufemismo de “raza”; aunque incorrecto según la definición, la vergüenza por el segundo de esos términos es comprensible; en efecto, es una palabra que se hizo poco menos que obscena a partir de las monstruosidades nazistas, fundamentadas en la ideología cuyo eje es el supuesto de una raza pura y superior, siendo ésta la aria. La reacción contra semejante pensamiento no sólo desplazó el vocablo del lenguaje propio de las personas ilustradas: también bloqueó los intentos de estudiar científicamente el fenómeno racial; el tema se hizo un tabú en los ambientes académicos, en los cuales tampoco tiene respaldo la creencia de la superioridad de alguna raza sobre otras; aunque viene a lugar reseñar que el principio de la igualdad de los seres humanos no se fundamenta en la ciencia, sino exclusivamente en razones morales.
En la escuela aprendimos que, según el color de la piel, existen cuatro categorías raciales: blanca, negra, amarilla y cobriza.
Inquietud de mi temprana juventud
Con el despertar de mi conciencia intelectual comencé a sentir inquietud por tales asuntos. Me interrogué sobre los diferentes niveles de desarrollo de las civilizaciones vinculadas a las variedades étnicas: sus evidentemente disímiles aptitudes, sus aportes en materia de artes, ciencia y tecnología, su hegemonía en el curso de la historia y otros aspectos de su presencia en el panorama de la humanidad. Busqué respuestas en el único recurso a mi disposición, los libros. Por la razón expuesta supra, la del bloqueo de la investigación sobre el tema racial, los trabajos propiamente científicos no existían, o eran rarezas; en cualquier caso, no estuvieron a mi alcance; en cambio, abundaban los que exponían las ideas de una corriente pseudocientífica denominada racismo desarrollada entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente, cuyas bases no eran la investigación metódica sino la inspiración, las impresiones y prejuicios del autor, las leyendas, las mitologías.
Una pseudociencia consiste en un discurso de apariencia académica sin fundamentos evidenciales de ninguna naturaleza, o de fundamentos dudosos o discutibles. Que algunos talentos de las ideas y la literatura lo hayan respaldado no da la menor garantía: se equivocaron; se dejaron llevar por la tendencia del momento creada por los medios y potenciada por los intereses políticos y económicos colonialistas.
Siguiendo la clasificación de las razas humanas inventada por el autor francés conde de Gobineau (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, mediados del siglo XIX), en la escuela aprendimos que, según el color de la piel, existen cuatro categorías raciales: blanca, negra, amarilla y cobriza; sentía curiosidad por el color asignado a los asiáticos; cada vez que me cruzaba con un chino en primer lugar me fijaba en su piel: jamás vi uno amarillo.

El conde de Gobineau afirma que las razas negra y amarilla son “variedades inferiores de nuestra especie”, sobre las que se impone “la superioridad del tipo blanco” y, dentro de este tipo, de la familia aria, poseedora del “monopolio de la belleza, de la inteligencia y de la fuerza”. El filósofo y diplomático francés decretó la superioridad de los nórdicos; para este autor la civilización es una consecuencia directa y exclusiva de la raza blanca.
La idea encuentra otro poderoso apoyo en el sociólogo y filósofo alemán nacido en Inglaterra H. S. Chamberlain (1855-1927); aportan a la formación de esa ideología autores franceses, ingleses, norteamericanos y alemanes, principalmente; pero lo cierto es que el racismo tiene sustentos notables en diferentes contextos, desde el propio Dios en versículos de la Biblia, hasta quien fuera líder del pensamiento moderno, el crítico social Aldous Huxley, poetas como Kipling y hombres de acción como Henry Ford, simpatizante de Hitler, y Cecil Rhodes, matador de negros en África. El supremacismo blanco fue el sustento ideológico del colonialismo europeo iniciado con el descubrimiento de América, y del III Reich.
Una singularidad aberrante en el colonialismo
Entre las muchas expansiones colonialistas inspiradas y legitimadas por la filosofía racista, quizá la más descarada y atroz fue la apropiación del Congo por el rey Leopoldo II de Bélgica.

También es un caso singular, porque no fue el reino belga el que lo asumió como colonia, sino el rey en forma de propiedad personal en la Conferencia de Berlín (1884-85), con la anuencia de otras naciones colonialistas europeas. A propósito de disimular lo designó Estado Libre del Congo (actualmente República Democrática del Congo). Explotó este país como una empresa privada, amasando una fortuna inmensa; lo gobernó con mano de hierro. Humillaciones y crueldades inconcebibles acompañaron la depredación de los recursos del territorio, principalmente caucho y piedras preciosas, utilizando a la población nativa como mano de obra forzada. Su régimen africano fue responsable de la muerte de entre dos y quince millones de congoleños. Sin embargo, Leopoldo II, habiendo sido ladrón, esclavista y genocida —en síntesis, uno de los más grandes hijos de puta jamás habidos en este mundo—, fue reconocido en la escena internacional como un benefactor filantrópico digno de admiración. Lo único bueno salido de su canallesca explotación del así llamado “Congo Belga” fue la narración extraordinaria El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad.

En las películas “de vaqueros” de mis tiempos mozos, el “muchacho” (coloquialmente, así designábamos al protagonista) inevitablemente es un apuesto anglosajón y los cobrizos indios sus sanguinarios enemigos.
La supremacía blanca
Aunque constante en la historia y presente en prácticamente todas las colectividades étnicas identificadas, entre sus diversos matices no existe otro supremacismo más difundido y de mayor impacto en la cultura y en la dinámica social contemporánea que el concerniente a la superioridad de la raza blanca.
Cayó en mis manos el tratado del mencionado Gobineau, quien afirma que los germanos eran los únicos en haber conservado su pureza racial en el continente europeo, aunque al desplazarse hacia el sur y mezclarse con los pueblos inferiores del norte de África originaron razas degeneradas como las de la cuenca del Mediterráneo.
Francamente, no lograba compatibilizar esa afirmación con la información disponible sobre las civilizaciones griega y romana; pero si lo decía una autoridad como Gobineau… Leí, asombrado, a su pupilo Nietzsche (alemán, segunda mitad del siglo XIX) y a Chamberlain; en la altamente respetable Enciclopedia Británica encontré esta joya: “El hombre negro es intelectualmente inferior al caucásico”. ¡Y ojalá hubieran sido estos autores los únicos!; en realidad, las ideas racistas estaban en el entorno y llegaban por todas las vertientes. En español el vocablo “negro”, si bien puede ser una expresión cariñosa, según la intención, debidamente calificado también es un insulto. En los idiomas occidentales la palabra simplemente denota un color, o si se prefiere verlo desde otro ángulo, la ausencia de todos los demás colores; pero su connotación es, por regla general, nefasta o fatal. Salvo tratándose de whiskies, trajes de gala, artes marciales y de algunas otras cosas en las que connota excelencia, el color negro es el de la noche y el misterio; se le asocia al silencio, al invierno, a la oscuridad, a la negación. Es el abismo, la muerte, el fracaso, la tristeza, la soledad; es el color de los ritos funerarios en la cultura occidental.
Una mis primeras influencias literarias fue Rudyard Kipling, y súbitamente descubro que el Premio Nobel creador del apasionante El libro de la selva, también escribió La carga del hombre blanco (1899), poema eurocéntrico e imperialista en el que exalta la supremacía blanca y el nacionalismo partidario de la dominación violenta de otras naciones por las más poderosas, y justifica como una “noble empresa, una ingrata y altruista obligación” la correspondiente a la raza blanca de guiar y educar a las razas inferiores. Al nacer mi interés por el cine de autor me empeño en ver las películas de un director considerado el “padre del cine moderno”, indispensables para todo aquel dispuesto a estar en algo con la cultura, y encuentro que El nacimiento de una nación (Griffith, 1915) es racista. En las películas “de vaqueros” de mis tiempos mozos, el “muchacho” (coloquialmente, así designábamos al protagonista) inevitablemente es un apuesto anglosajón y los cobrizos indios sus sanguinarios enemigos, entregados a vesánicas matanzas de colonos blancos y al escalpamiento, o mutilación del cuero cabelludo; en las películas, si acaso aparecían, los negros figuraban en roles subalternos o como personajes ingenuamente cómicos. El ideal de belleza correspondía al tipo anglosajón; las modelos publicitarias eran rubias preciosas; cuando hacia los sesenta empezaron a figurar chicas negras entre ellas, parecían blancas pintadas. ¡Hasta las historietas estaban saturadas de mensajes racistas! Leía con avidez las aventuras de Tintín (Hergé, 1907-1983, belga), asimilando por debajo del nivel plenamente consciente una visión del mundo claramente colonialista y racista (véase en particular Tintín en el Congo, 1946). Tarzán y El Fantasma (Lee Falk, norteamericano, 1936, precursora de los comics de superhéroes) son soberbios ejemplares de blancos dominantes en un mundo de negros; todas las novelas de Edgar Rice Burroughs (norteamericano, 1875-1950), creador del primer personaje, exaltan la supremacía blanca. El siguiente párrafo podría encontrar su lugar privilegiado en una antología de la literatura del desprecio: “Esta vez Tarzán no dudaba de que [los negros] entrarían en el pueblo y completarían la obra que un puñado de blancos resueltos habría realizado al primer intento con toda facilidad”.
En aquella avalancha pro supremacía blanca, tan sólo una luz tenue: el libro del etnólogo haitiano Anténor Firmin, por antinomia respecto a la obra de Gobineau titulado Tratado de la igualdad de las razas humanas (1885); un libro del que sólo tuve alguna información a través de comentaristas, por cuanto al no contar con la aprobación del establecimiento pensante europeo, nadie se preocupaba en publicarlo. ¿Quién iba a tomar en cuenta un ensayo escrito por un negro de una subdesarrollada y remota nación de negros? Actualmente se le considera una de las obras fundamentales de la antropología.

En términos generales, el panorama de la humanidad, desde el punto de vista racial, para una persona promedialmente educada a mediados del siglo XX, era más o menos el siguiente: la raza cobriza (vale decir, indios sur y norteamericanos y pueblos del Pacífico, eventualmente involucrados) casi no figuraba en el ambiente; ocasionalmente algún comentario reseñaba su exterminio en todo el continente por obra de los blancos europeos durante la conquista y la colonia; algunos dejaban colar la observación, de sabor racista, muy parecida a la del autor de Tarzán antes citada, referida a que un puñado de blancos europeos había sometido a naciones aborígenes íntegras del Nuevo Continente, sin explicar más nada. La raza amarilla equivalía a la idea de “chinos”, y éstos, bueno, estaban por allá, lejísimo, en Asia y el Lejano Oriente; unos cuantos andaban por este lado occidental del mundo ocupados en negocios de lavandería y restoranes, y vivían en proverbial discreción, formando colectividades cerradas, de las que sabíamos muy poco. El milieu sociocultural que nos concernía estaba integrado básicamente por individuos de las razas blanca y negra y los mestizos; pero si uno veía a un blanco con bata de laboratorio lo suponíamos un odontólogo o cosa semejante, en tanto un negro con dicha indumentaria si acaso era chichero o vendedor de dulces.
Los chinos crearon prácticamente todo en lo concerniente a tecnología y artes cuando los blancos europeos todavía mataban bisontes a pedradas.
Rebelión no precisamente en la granja
Conclusivamente, la raza blanca era superior: no quedaba más remedio que admitirlo; pero yo no podía aceptar plácidamente esa supuesta realidad, por cuanto no me contaba entre ella; muy en sentido contrario, por ser un mestizo en cuyo coctel genético se fusionan quién sabe cuántas variantes de ácido desoxirribonucleico, probablemente de blancos peninsulares y sabrá Dios de cuáles pueblos negros africanos, yo vendría a ser, en palabras del eminente Gobineau, un sujeto de una raza degenerada. Es fácil comprender que en mi aparato psíquico empezara a formarse algo parecido a un complejo de inferioridad; no obstante, me rebelaba e insistentemente debatía conmigo mismo.
A las tesis a favor de la supremacía blanca, contraponía argumentos descubiertos en otras lecturas y lecciones de la secundaria; los chinos crearon prácticamente todo en lo concerniente a tecnología y artes cuando los blancos europeos todavía mataban bisontes a pedradas; las civilizaciones del Medio Oriente, debidas a razas degeneradas, asombraron por su refinamiento a los europeos que interactuaron con ellas durante las Cruzadas, y asimilaron de su cultura una abrumadora cantidad de componentes que le darían impulso a su desarrollo a partir del siglo XIII. El escalpamiento se atribuye a los aborígenes norteamericanos, pero no se dice que sus practicantes más entusiastas fueron facinerosos blancos dedicados a la cacería de nativos; sus patrocinadores les pagaban por la cantidad de cueros cabelludos de acuerdo al plan de matar o desplazar a cuantos indios fuera posible a propósito de apoderarse de sus tierras. Y faltando indios, asesinaban a quienes lucieran pelambres similares, ¡órale!, a los mexicanos. En las películas “de vaqueros” hollywoodenses todos los valerosos cowboys eran blancos, cuando en realidad más del cincuenta por ciento de los ocupados del arreo de ganado fueron negros.
Recurro a la sabiduría del anciano
En esa búsqueda, también interrogué a mis mayores sobre el tema; entre ellos a un viejo que la gente tenía como sabio, cuyas elucidaciones orales sobre diferentes temas bebíamos con ansiedad de saber los muchachos con intereses intelectuales. De modo que en una oportunidad traje a colación el asunto; por razones obvias, lo focalicé en los negros, haciéndole ver la existencia de músicos admirables y grandes deportistas entre los de su raza.
El hombre guardó silencio por un rato y luego me respondió apologéticamente, a la manera de Cristo, en los siguientes términos: “Cuando yo era un muchacho, como usted, mi padrino tenía un negrito que ni para hacer mandados era bueno; lo enviaban a comprar una locha de papelón y medio kilo de frijoles, y se le olvidaba el papelón; siempre regresaba con el vuelto incompleto; le daban una encomienda, y la entregaba donde no era; aunque el pueblo era chiquito, se perdía, y mi padrino tenía que salir a buscarlo. Porque los negros sólo sirven para cargar bojotes, hacer bochinche, bailar y tocar tambora. Por la primera razón, que se explica porque son fuertes, son buenos para los deportes: un quehacer para el que, en verdad, no se necesita de mucha inteligencia. Por las tres últimas razones son buenos músicos. Y de música alborotada, ¡ojo!, porque no hay un solo Mozart negro”.
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