Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

César Moro:
“La palabra designando el objeto propuesto por su contrario”

miércoles 19 de agosto de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
César Moro
Retrato de César Moro, firmado y dedicado: “César Moro a Carlos Raygada, en Lima, 1925”. Colección: Archivo de obra plástica, documental, bibliográfica y fotográfica de César Moro, Tenerife Espacio de las Artes. Número de registro: TEA_CD-003_F_001.
“Uno da todo para no tener nada. Siempre para comenzar de nuevo. Es el costo de la vida maravillosa”.
“La palabra designando el objeto propuesto por su contrario”.
César Moro

1. El Surrealismo

La creación de obras de arte bajo el influjo o dictado de la real maniobra del pensamiento —automatismo psíquico—, es lo que en 1924 André Bretón en un polémico manifiesto acuñaría bajo el término de surrealismo.1 La acción torrentosa de la sinrazón, manteniendo firme la convicción de que la libertad de expresión se sustenta en un desenfreno inusual del reverbero meníngeo, es, para muchos, fuente de las más preciadas obras de arte. Por citar un ejemplo mito-paranoico, el genio pintor español Salvador Dalí.

El volcar pensamientos que suceden como en un sueño, sin un orden establecido, sin lógica, y que provocan de la manera más deleitosa sensaciones que superan al éxtasis, es la acción automática del cerebro, el “automatismo psíquico”.

Para Moro, un general de la milicia podía ser tan hermoso como un vendaval.

A partir del surrealismo se han empezado a desarrollar diversos modos de expresión, todos ellos partiendo de una ruptura, no sin un previo dominio establecido de la técnica, porque el rompimiento de las formas clásicas de la poesía tiene como pilar fundamental el dominio de la técnica. Así, César Vallejo fue en Trilce (1922) “surrealista antes que los surrealistas”; James Joyce, en Ulises, publicado el mismo año, muestra una narrativa compleja, que quiso imitar la máquina mental. En el monólogo del último capítulo del Ulises, exento de signos de puntuación, Joyce desarrolla una intromisión psicológica en el cerebro de Molly Bloom, esposa de Leopold Bloom. Molly, aquel personaje con defectos como cualquier mujer mortal, aspiraciones y las más candentes fantasías. El desarrollo de este personaje fue un verdadero reto no sólo para el autor, sino para las legiones de lectores que hasta hoy consideran toda una aventura intelectual el leer y entender el Ulises; entender el Ulises, aventura poco recomendada para quienes van apegados a formas clásicas de expresión en la novela canónica, muy pareada al folclórico lector de espacios narrativos lineales y diálogos que se intuyen en silvestre lector de tomito obsequiado primorosamente sentado a la mesa de noche. Ulises. Tan complejo como su lógica con la que fue concebido: la sinrazón.

 

2. El surrealismo de César Moro

César Moro, quien parte a París en 1925 para estudiar ballet, portando consigo un espíritu de rebeldía intelectual frente a un orden establecido, es sin duda el poeta más representativo de esta corriente en el Perú.

Para Moro, un general de la milicia podía ser tan hermoso como un vendaval; un muro de agua iluminada podía desvanecerse al influjo del sol al atardecer, y su mismo cuerpo, sucumbir ante una realidad cruda y trastocada, lagrima a lágrima en un mundo de olvido.2

Imágenes limpias en la poesía de Moro. Una fauna vigorosa a lo largo de un caos constante por mantener un paisaje onírico, a torrentes imaginéricos. La fatalidad marcada en su destino, ser un poeta fuera de serie, era como su espíritu, rebelde, solar; preocupado por romper esquemas, y ante todo, defendiendo cualquier acto humano artístico, que, opuesto a la muerte constante del espíritu renovador del hombre, evitara su declinación espontánea.

Pintor, poeta y lúcido intelectual, César Moro fue un ícono del surrealismo y su obra recién se difunde tras su muerte, en 1956.

Un surrealismo vigente el de Moro, bajo el influjo de una voz personal, la que fue construyendo sobre un fortín de emociones explosivas, detonantes.

Pasión solar que fue incomprendida por el entonces institucionalizado surrealismo, dirigido por André Bretón en los años veinte.

Tras abandonar esta corriente del automatismo psíquico, el surrealismo, César Moro vira su expresión hacia formas poéticas más concisas. Deja atrás la lógica deliberada, maniquea; a ratos, exacerbada expresión automática, laxa de sentido lógico, la propalada por el surrealismo; y cambia su poética por una lucidez avasallante, plasticidad de imágenes y economía léxica; más sólida y sorprendente; la misma que apreciarían sus lectores en el Perú, en revistas como Las Moradas, dirigida por su amigo, el poeta Emilio Adolfo Westphalen, en los años treinta.

Desde la aparición póstuma de su obra maestra, La tortuga ecuestre, en 1957, único poemario escrito en español, su idioma materno, tras su muerte, el Perú recién empezaría a tener contacto con el surrealismo.

A excepción de esta obra, las demás estuvieron escritas en francés. Hacia el año 1980, en que se publica en el Perú el primer tomo de su Obra poética, cuando recién se constataba que se había mantenido silenciado a un verdadero ícono de la poesía surrealista, mucho tiempo exiliado entre París y México.

Aquel personaje que bajo el disfraz de profesor de francés dictaba clases en el Colegio Militar Leoncio Prado. Aquel menudo y rubicundo hombre de mirada transparente soportando burlas obscenas en torno a su preferencia sexual —Moro respondía ante el hostigamiento de los cadetes adolescentes con cierta ironía, aspecto que hacía desistir a los reclutas en el intento de mortificarlo.

Completamente desconocido, erguido como quien pasa por una ruin humanidad fijada en el traje herrumbroso al viento flameante, César Moro es el pseudónimo de Alfredo Quíspez Asín.

Después de las clases de francés, el espigado y ecuestre alarife esplendente volcaba toda esa rabia en lo extenso de su habitación: “Solo como un extranjero enloquecido dentro de una casa vacía”,3 en el rabioso, iluminado refugio de la poesía, lejos del horizonte del mar.4

Es ahí, en la soledad de su cuarto, donde evocaba momentos de rabia y amor uranista, plasmados en sublimes versos deliberados bajo la influencia de una energía mental, entre la línea del sueño y la vigilia automática.

Los breves y contados libros que César Moro publicara en vida son: La Chateau de Grisou (1943), Lettre d’amour (1944) y Trafalgar Square (1954), aparte de algunos poemas aparecidos en revistas que él consideraba honestas.

Tras la muerte de César Moro, ha quedado en el Perú un legado poético jamás igualado, y su poesía es y seguirá siendo un reto para la mente y el espíritu: “Un grito repetido en cada teatro vacío a la hora del espectáculo indescriptible”.5

 

3. Un enloquecido surrealista en una casa vacía

Completamente desconocido, erguido como quien pasa por una ruin humanidad fijada en el traje herrumbroso al viento flameante, César Moro es el pseudónimo de Alfredo Quíspez Asín, elegido de un libro de Ramón Gómez de la Serna. Nacido a la plúmbea sombra de una Lima provinciana de principios de siglo, en lo que significaba un proceso de modernización, abundancia, dinero fiscal, crecimiento y burocracia. Protestas. Imperialismo. En pleno auge del Partido Aprista Peruano, donde el socialismo se incubaba, pleno de ideales y teorías bien arraigadas en sus seguidores con postura social y escaso ánimo por valorar lo estético. Poetas como Augusto Tamayo Vargas, Manuel Moreno Jimeno o Mario Florián, prefirieron lo social o lo político, lo regional, lo citadino, en lo que a expresión poética se refiere. Y más adelante, quienes servirían de nexo entre la corriente de Bretón: Xavier Abril, José Carlos Mariátegui, César Vallejo, y el mismo César Moro. El primero le proporciona la dirección del mentor surrealista, abocado al funcionamiento y flujo de ideas, el mismo que se le asociaba al psicoanálisis; el segundo “abrió las páginas de la revista Amauta y puso de relieve la crisis de la civilización capitalista a través del análisis de las propuestas de algunas escuelas vanguardistas que cuestionaron el paradigma del realismo decimonónico”;6 y un tercero, crítico despiadado, frente al discernimiento de una orquestación vanguardista, la del Surrealismo, de sala trasnochada, para beneplácito de gallinas Segundo Imperio.7

La aparición de un poeta deslumbrante, amigo de César Moro, Emilio Adolfo Westphalen (1911-1999), con Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la muerte (1935), significó para la poesía surrealista peruana un bastión creativo que, junto a La tortuga ecuestre (1957), publicada en su versión completa, póstumamente, por su albacea literario André Coyné, bajo el título de La tortuga ecuestre y otros poemas, seguirán dando trabajo a la crítica, inclusive bajo los sesudos cónclaves de lo recreado a partir de las apariencias, únicas premisas ciertas de lo propuesto por la imaginación y el exilio.

 

4. Vuelta a la otra margen8 surrealista

Partamos de la definición de Surrealismo. La palabra surrealismo proviene del Vanguardismo, que sugiere adelanto, época vigente, nuevos métodos y formas expresivas hasta entonces inéditas. No permanencia, jamás escuela. Apuntando la flecha sorpresiva hacia el cambio y renovación de ideas y estilos, siempre. Desde 1880, según German Bleiberg, “la estética vanguardista se caracteriza por la negación consciente del pasado, la afirmación de la originalidad, el internacionalismo: Marx, confusión y correlación entre todas las bellas artes”.

El poeta rumano Tristan Tzara, en 1918, escribió este manifiesto para demostrar que se pueden hacer juntas dos acciones opuestas en una sola y franca respiración: “Yo estoy por la acción y por la continua contradicción. No estoy ni en pro ni en contra, y, además, no lo explico porque detesto el sentido común. ‘Dadá’: abolición de la lógica, danza de los importantes para crear; Dadá: aullidos de los colores crispados, entrelazamiento de las contradicciones grotescas y de las inconsecuencias: la vida”. El dadaísmo fue un movimiento de corta duración, pero preparó la revolución surrealista, que según el rumano “nació de las cenizas del dadaísmo”. “Sur-réalisme”; sobre, supra; superrealismo, según la etimología de la palabra. André Bretón, en 1924, lanza el Primer manifiesto surrealista: “Automatismo psíquico puro, por el cual se pretende expresar, sea verbalmente o por escrito, el funcionamiento real del pensamiento. Un dictado del pensamiento con ausencia de todo control ejercido por la razón, al margen de toda preocupación estética y moral”.9 Philippe Soupault, Paul Éluard, Louis Aragón, Benjamin Péret, Robert Desnos, Queneau, René Crevel, Antonin Artaud… son algunos de los nombres que suelto a la deriva del mar de los imprevistos y de las causas perdidas a faro de guía interdicto. Varios de ellos, amigos de César Moro, quienes incluso firmaron manifiestos y publicaciones de única aparición (Dyn, Le Surrealisme au service de la revolution).

César Moro representa una propulsión solar en la poesía surrealista escrita en francés.

El Surrealismo se manifiesta, de igual modo, en Jean Cocteau, Supervielle, Michaux y, cómo no, en el gran refugio y punto de partida para siglos de crítica e influencias a lo largo de la literatura contemporánea, desde su aparición en 1922: el Ulises, concilio, matricial del surrealismo que tiene en el monólogo de Molly Bloom, y último capítulo de la novela, una fantaseada muestra que repite las intermitencias maravilladas e inacabables que la mente humana tiene como sensual quicio, a los horizontes fragorosos que representa el pensamiento inabordable.

Pero en las letras españolas, ya antes, Juan Larrea habría de tropezar en esta impronta que no deja huella más que en los seres sorprendidos. E. Hinojosa; posteriormente, Rafael Alberti, con La arboleda perdida (1959). Vivanco, Prados; Altolaguirre, Vicente Aleixandre; todos ellos integrantes de la llamada “Generación del 27”; amén de los postsurrealistas como Carlos Edmundo de Ory y Eduardo Chicharro. Dentro de los hispanoamericanos, César Moro representa una propulsión solar en la poesía surrealista escrita en francés. Aldo Pellegrini, en Argentina; E. Molina, F. Madariaga; Gómez Correa, y el mismo Octavio Paz, en México, Premio Nobel de Literatura en 1990, para cerrar la fila de lúcidos bardos de la surrealidad de estas viñas.

Movimientos vanguardistas posteriores surgidos de la misma base surrealista, como el Ultraísmo, muy difundido por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Nora Borges y Bioy Casares, en la revista Sur, encontraron un medio muy divulgado para ese entonces; lo que representó no sólo la difusión de nuevas formas expresivas, diríase hasta metatextuales, que incluso con el relato, volcado de un tirón como su propio autor lo refiere, “Casa tomada”, de Julio Cortázar, serían el punto de arranque para lo que hoy se conoce como una vasta obra narrativa de múltiples escisiones de género de la ciencia literaria, vista a entuertos disciplinarios; exentos, eso sí, de gárrulos eventos de salón de fotoparlantes, primeros planos de diario pueblerino, entre otros artificios citadinos. Podríamos llamar hasta subgéneros, mentores todos de una cuasi literatura experimental, que sigue dando nuevas camadas de intentos y hasta medianamente cuajados narradores en Latinoamérica. Algunos de ellos escriben en inglés.

Aparte de este movimiento ultraísta que abolía el cinturón literario en ese entonces impuesto, eliminando la puntuación inútil; dando pie, como se acaba de ejemplificar, a importantes generaciones en los últimos tiempos, tenemos al Creacionismo, con Vicente Huidobro a la batuta, quien tuvo el famoso altercado literario que encontró su máxima expresión pendenciosa en “Vicente Huidobro o el Obispo Embotellado” (1936), texto de sugerida dosis biliar donde César Moro lo ataca, pertinazmente acre, a raíz de haberlo llamado “plagiador”; panfleto tardíamente publicado en mayo de 1935, y que nació de la dupla surrealista César Moro/Emilio Adolfo Westphalen, quienes organizaron la Primera Exposición Surrealista Latinoamericana, en la Academia Alcedo de Lima, y donde Moro desvela un rasgo patológico, hasta megalómano, del poeta chileno de marras, de consignar como fecha de escritura (al menos inicial) de Altazor, la de 1919. Dicho libro fue publicado en Madrid, en 1931. Se propugnaba el creacionismo “no como una escuela que yo haya querido imponer, es una teoría estética general que comencé a elaborar hacia 1912” —afirmaba Huidobro. Aquí algunos versos que dan cuenta de su efímera existencia:

¿Por qué cantáis a la rosa, ¡Oh poetas?
¡Hacedla florecer en el poema!
El poeta es un pequeño Dios

Junto con Trilce, de César Vallejo, el Ulises (1922), de James Joyce, vendría a ser la primera forma expresiva, antinovela, metanovela, collage celestial de ángulos cósmicamente difusos, que da muestras de la genealogía de este movimiento, plagado de citas, chistes irónicos tomados al vuelo del oidor salvaje, a quien no se le va un signo, un gemido de ese humano pulular implume, bímano, durante el cenit de la masa bullente y sudorosa que representa a la humanidad en potencia, expresivamente mostrenca desde todos los poros de gracia que la hacen sudar y dignifican su pedestre existencia, acaso perra existencia, en tarot desgraciado.

El Ulises, como su autor irlandés lo predijo, y mientras se limaba las uñas para que sus personajes hagan y deshagan lo que él maquinaba in vivo, ha dejado trabajo crítico para varios siglos: es, por antonomasia, una obra maestra del surrealismo.

 

5. Moro estos reinos angustiosos

El Perú daría a luz una flor maligna, acre, lesiva, del surrealismo, recaída como umbrío punto esplendente en la noche reverberante del pasado; el mayor y más lúcido, solar representante de esta corriente, a borbotones sorpresivo, ininteligible, sudorosamente edulcorado en la palabra en sí como destino que parte de sí, valiéndose a sí misma como objeto con unidad y función propias, tal surrealismo: César Moro.

En 1925 Moro contaba veintidós años. Se embarca a París. Su sueño y rebeldía danzaban en su esbeltez corporal de menudo y rubicundo muchacho, prospecto de trasnochado bailarín, que pronto encontraría vida propia y empático génesis poético en los albores de una ciudad luz que comenzaba a intrigar desde los cafés, en sendos grupos de poetas brillantes, su más insigne expresión de corte anarquista (en el buen sentido, de vital rienda para el espíritu, alejado de corrientes supinas a la politiquería).

En ese entonces, a un año de haberse lanzado el Primer Manifiesto Surrealista, o superrealismo, César Moro comienza a escribir en francés a la par que dictaba clases de español, ganándose también el mendrugo como jardinero u hostelero, entre otros oficios, que le permitían una vida digna de no confundirse con orates vagabundos. Él dignificaba su vida de trabajador de la palabra que no dependía de la extravagancia noctámbula, muy característica en el modus vivendi que aquellos secuaces aedas enarbolaban como baluartes, que más se arrimaban al surrealista árbol en boga, que honraban el campo de batalla creador, para esa época nueva en sus confines.

César Moro entre 1925 y 1933 participa activamente, siendo uno de sus miembros, de la aparición del Movimiento Surrealista en París.

A finales de 1934, Emilio Adolfo Westphalen conoció a César Moro. La poesía del primero evidencia un fragmentarismo que destruye el sentido poético y diluye la voz del poeta. Leyendo el prólogo sesudamente ensayado por el poeta y crítico literario Ricardo Silva-Santisteban, captamos a juicio de buen lector un silencio, inacabamiento, como características claves en la poesía de Westphalen, quien no se adjudicaba ser fatigado prosélito de este movimiento; y lejos también de, por el lado modernista, seguir a Vallejo; más bien apuntaba en este universal y cetrino poeta de “los huesos ajenos”, una gratuita melancolía y ánimo de valerse del sufrimiento como arma literaria, y sí estéticamente contestataria; un indiscernible llorón a palabra batiente; el sufrido vate de café y de tertulia dominical, “universal”, si cabe ejemplo.

Westphalen, de 1935 a 1939, escribió poemas eróticos y sociales, bajo la influencia de César Moro, y en los que despegó una militancia activa, protagonizando la Primera Exposición Surrealista del Perú, y también arremetiendo a favor de la República Española, así como también en la polémica con el poeta chileno Vicente Huidobro.

César Moro entre 1925 y 1933 participa activamente, siendo uno de sus miembros, de la aparición del Movimiento Surrealista en París. Durante este período comienza a escribir en francés. A su muerte, su albacea literario, estudioso de la obra de César Vallejo —nos referimos al crítico francés afincado en el Perú, André Coyné—, comenta y publica sus textos críticos y poéticos dejados a su muerte. En vida sólo había legado algunos poemas publicados en revistas, y una plaquette primorosa: Lettre d’ amour (1942), publicada en México.

Pero es el primer libro escrito en español, La tortuga ecuestre, hacia 1938-39, y publicado póstumamente en 1957, el legado mayor de un poeta lúcido, de imaginación solar, desencadenante del flujo que la inconsciencia jamás delimita en los reinos vastos de lo imaginativo, el que traduce su idioma nativo, pleno del fuego que, incandescente, provecto a la atracción y reflujo de lo cognoscible por medio del apego inevitable de los sentidos hacia elementos terrestres, de una zoología fantasmagórica, entre cosas que se atrapan, se repelen y se tocan por esa auspiciosa negación verbal que los traza antagónicamente en la metáfora que crean, nombrando ese movimiento vibrátil que designan los contrarios; o, como cabría, en estos casos impensables, desligar arbitrariamente lo volátil de cada signo propulsor de “la palabra designando el objeto propuesto por su contrario”.10

Mundo a expensas de los mayores flujos que ante cualquier vivo acaricia la pasión, lo táctil, en una sucesión aparentemente dislocada de sensaciones que abarcan lo táctil, lo olfativo y hasta lo que vendrá, a través del verbo intuitivo desmoronándose a través de los muros silentes, bastiones mismos de la expresión castellana dedicada en aquel tiempo a exaltar sensaciones oscurantistas, de bodegón prefabricado hasta ese entonces, por la decimonónica literaria, aún vigente, de un modernismo trasnochado, de sobremesa indigenista; que también en las artes gráficas, como lo refiere Moro, daban muestras de meros arcaísmos y desfases, que lo que hacían era exaltar los padecimientos y miserias, de manera autocompasiva, del indio; no habiendo en ese entonces, para la época, el introito y médula que el sentimiento del Ande debieran haber significado, en una veta laudatoria, digamos, de la pureza de prístinos signos, por hablar de 5 metros de poemas, que en 1927 no se alejaba del corazón andino, sin por ello desmerecer la integridad poética indígena, libre de elucubraciones de corriente indigenista, valga la paradoja.

La expresión morista (valga el término) rompe con toda lógica. Su intención, descomponer el propio idioma al que, por medio de la abolición inconsciente y aparente sinsentido de elementos que entre sí repelen sus fulgencias, a la vez toman parte terrestre, de energía solar. Las llamas mismas que se proyectan hacia un universo cósmico creado por la aparente ruptura que el uso magistral de las adjetivaciones eclipsándose en una alteración mental, motora, de los sentidos, y no sólo enervándolos, sino que su impacto no se limita solamente a la colisión de las palabras en la mente, sino que va de los reinos olfativos, del gusto, la cromaticidad que evocan, explayándose por varadas arenas de puntos iluminados, sugeridas al caer pausado de los puntos, al tiempo sugiriendo una irrealidad, y que trasgreden lo imposible hasta el impacto de lo que la fuerte expresión magistral sugiere, en un vaivén que descoyunta el orden mental, para advenimiento de la imaginería caóticamente imposible, cortando la respiración corporal, continuando la extensión del pensamiento, a través ilimitado y nocturno del infinito creador que es Centro y Todo a la vez, mientras la ligazón, la concreción es, como el citado poeta: ¡eterna y eterna (…) Oh Poesía!11

El vigor expresivo, la vivencia, se centra en una calma por el orden y la resignación ante la pérdida del amado.

En Lettre d’amour, la fuerza disminuye su reflujo. El amante padece una pérdida elegida, en ese bosque tempestuoso que el desamor sugiere; esa pérdida fluye con el encuentro del amado a cuya aparición se debe lo caótico de elementos gravitantes a través de las praderas del ensueño. La maravilla corta aquí con la dislexia anterior que fragmentaba imposibles, que unía hemiciclos con lo ilógico anteriormente propalado en su expresión castellana.

El vigor expresivo, la vivencia, se centra en una calma por el orden y la resignación ante la pérdida del amado. Las sendas por donde discurre lo magistral de la expresión van firmes, pero calculadas hacia una separación que anteriormente la violencia inusitada de imágenes había hecho de la explosión, un salvaje estado caótico, ocurrido en La tortuga ecuestre.

La verdad perdida en el amante. Éste se ha volcado a la vana sensación del sufriente, que lo evoca con la plena resignación apasionada proyectada para el desencanto con presteza asentado al fondo tranquilo de la expresión transparentada en la calma. Resignación ante el recuerdo inasible del cuerpo que acaricia, alejado en los bastiones de lo deleznable.

Entre 1939 y 1941, Le château de grisou asienta al poeta hacia una versificación más elaborada. La calma avenida con la lógica, pero no desembarazadas de la sinrazón heredada por el surrealismo, no lo desligan de su mundo encantado, críptico, visionario, menos ligado a la ausencia eterna y eterna del amado anteriormente evocada hasta una largueza expresiva que tornaba pesada la expresión, que la viraba compacta, melancólica.

Aquí, más bien, gana reino lo armonioso; lo arquitecturado y plástico se cuecen notablemente armoniosos. Invade la plástica del texto. El equilibrio sensorial es más reflujo que origen partiendo de la misma sensación volátil, sugiriendo el escape del gas de grisú, expelido de las minas de hulla, una variación de carbón que, al igual que el lignito, la turba y la antracita, elevan a la misma muerte a estados donde nada termina por esa propiedad volátil y a la vez cáustica que sugiere la muerte que su creador evoca, eternizando al amado que escapa a su contacto, a través del gas que la amargura y la melancolía perpetúan. La ausencia instaura al tomo como el más consecutivo y hermoso de toda la obra de César Moro.

 

6. La dicha escandalosa de César Moro12

César Moro (Lima, 1903-1956) pertenece a esa estirpe de poetas únicamente comprometidos con el arte. Lo demuestra el haberse desligado de las filas surrealistas (a tiempo, como Dalí, el surrealismo en persona), porque era un poeta genuino que creía en la poesía y no en las filas trasnochadas que la cófrade institucionalización vuelve panfletaria. Sobrados ejemplos de ello nos dan los gratuitos y “exquisitos” ejercicios preocupados en el objeto más que en el fondo mismo del fetiche literario.

César Moro es la ruptura de la regla lírica, es el brillo mismo del diamante del mundo en que se traslapan sentido, límite onírico y realidad desvelada. Erigió también sesudos ensayos en torno a la obra de Proust, sor Juana Inés de la Cruz, la pintura peruana contemporánea, entre otros.

Polemizó, expuso, militó en el Movimiento Surrealista en París.

Pintor delicado, que más emitió en sus óleos y pasteles el concepto en sí del surrealismo; que, dicho líneas arriba, el objeto amanerado que se despista de la sagrada sentencia por él bien librada: dio un no rotundo (con Picabia) “contra el arte adormidera”, propugnando un “arte quitasueño”, anunciado en el frontispicio del catálogo de la Primera Exposición Surrealista del Perú, junto a ese lúdico Emilio Adolfo Westphalen, quien de 1935 a 1939 escribió poemas surrealistas bajo la influencia de su entrañable amigo César Moro.

El polémico panfleto “Vicente Huidobro o el Obispo Embotellado” (1936) libró una batalla por escrito con el poeta del naturalismo, Vicente Huidobro, defendiendo Moro a capa y espada la genuinidad de un poeta, mas no la farsa.

Con dedo acusador, sería acaso uno de los primeros (si no el primero) en denigrar del tufillo en falsete de la pintura indigenista, que lejos de rescatar la esencia del indio, lo exponía a una cursilería de sobremesa, de cóctel profondos benéficos con señoronas de té de las tardes, “culturosas”.

Lejos de incluirlo en las filas de los bohemios latinoamericanos, y aun europeos, trotamundos de taberna y de discusiones académicas de café y medialunas, al ícono del surrealismo en el Perú, cabría defender su oficio a carta cabal, cuyo carácter valiente logró compenetrarse con su alrededor, ganándose el mendrugo como jardinero, profesor de francés, bailarín, y el más denigrante (para él), profesor de francés en el Colegio Militar Leoncio Prado, en el que enseñó francés a Mario Vargas Llosa, en los confines neblinosos del mar de La Perla. Carne de cañón de la brutalidad castrense propalada por un puñado de perros homofóbicos.

Las Cartas de César Moro, que datan de 1939, son el dechado más profundo y confeso que poeta americano haya trazado en los arrabales de la poesía castellana.

Su aire de querubín rubicundo que ante los ataques y las burlas actuaba como si no pasara nada, le ayudó a pasar el duro pan de la guerra. Su cometido era más alto que la Estrella de San Antonio; su fin, el medio exclusivo del hombre que vuelve cada instante a merecer otra demencial caída: el derecho de haber nacido poeta verdadero, sin causas perdidas; con los cauces encontrados del verbo de verdades puras, jamás corrompidas por la fama de salón y brindis; y el compromiso estético en un pie, aunque el cuerpo desvanecido.

La máxima expresión del surrealismo latinoamericano se encarna en La tortuga ecuestre, escrita en 1938-1939; póstumamente publicada en 1957, un año después de su muerte, por su albacea literario (también estudioso de César Vallejo), André Coyné. El único poemario escrito en su lengua materna (los demás fueron escritos en francés, ¡he ahí su postergada llegada a los lectores peruanos!); una montaña de dinamita para quemar cerebros, un antro para la perdición en las plenas maravillas del verbo que se busca en las contradicciones más sagradas de lo designado por el objeto contrario que indican las imágenes caóticas desenvolviéndose en armonía con un caos que tiene su genésico canto donde termina ese jardín de hierbas locas donde pace la tranquilidad.

De verba fulgente, de asociaciones conceptuales y adjetivaciones que entre sí se repelen, a la vez que se atraen, el surrealismo de César Moro encalla también en la preciosa plaquette Lettre d’amour (“Carta de amor”), publicada en México en 1942, que Emilio Adolfo Westphalen y Ricardo Silva-Santisteban tradujeron de manera admirable, y que dan cuenta del fin de su romance con el espíritu que la poesía deja, como absenta necesaria.

Las Cartas de César Moro, que datan de 1939, son el dechado más profundo y confeso que poeta americano haya trazado en los arrabales —en ese entonces dominados por el indigenismo y el modernismo— de la poesía castellana.

Defensor él, también, de los símbolos precolombinos que avivaban en el Koricancha, un campo de rarezas y de prístinos enigmas que los incas legaron como cultura eternamente viva a lo largo del estuario calmado de algunos espíritus rebeldes; de una rebeldía rabiosa, insaciable por mostrar sus diamantes pulidos, sus preciosistas sendas traslapadas que el invento prefigura como mito poético y levedad; en un pie al abismo, y otra extremidad en el exilio de las vicisitudes que eligió César Moro, solar, radical, rabioso, uranista, flotando sobre una tortuga ecuestre en el horizonte del mar de La Perla, mientras el olvido le propinaba una patada en la cara.

¡César Moro, bendito diamante inextinguible en la sombra del gran vendaval del mundo!

 

7. Biografía sintética de César Moro

César Moro (Lima, Perú, 1903-1956) fue más que un poeta y pintor surrealista, un visionario cuyo “desenfreno espiritual” firma su primer trabajo pictórico hacia 1921. En 1925 llega a París. En 1926 y 1927 muestra sus primeros trabajos artísticos, identificándose con el surrealismo en 1928. Regresa a Lima en 1933 y en 1935 organiza, con Emilio Adolfo Westphalen, la Primera Exposición Surrealista de Latinoamérica, en la Academia Alcedo de Lima. Colabora en París, en Le surréalisme au service de la Révolution. El francés se convertiría en su idioma natural. A su regreso de París (1934) comprueba el gran interés que el Surrealismo ejercía, sobre todo en los más jóvenes. En 1938, Moro vuelve a salir de Lima y se establece en México, donde, con motivo de la estancia de Breton, presenta en Letras de México y en Poesía algunos poemas traducidos de los surrealistas franceses: “El Surrealismo es el cordón que une la bomba de dinamita con el fuego para hacer volar la montaña”. Obras: La tortuga ecuestre, 1938 (1957); Cartas (1939); Lettre d’amour (1939); Le château de grisou (1941); L’homme du paradisier et autres textes (1944); Trafalgar Square (1954); Amour à mort (1955). Amour à Moro: homenaje a César Moro (2003) le rinde merecido culto.

 

Literatura citada

  • Alfredo Quíspez Asín (1903-1956). César Moro [seud.] Obra poética 1. Prefacio: André Coyné. Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban. Instituto Nacional de Cultura, 1980. 272 páginas (e-book).
  • André Bretón. Primer manifiesto surrealista (1924). Prólogo, traducción y notas de Aldo Pellegrini (2ª edición). Buenos Aires, 2001: Argonauta.
  • Gabriel García Márquez. “Un señor muy viejo con unas alas enormes” (1955).
  • Julio Cortázar. Rayuela (1963). Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina.
  • Emilio Adolfo Westphalen. Abolición de la muerte (1935).
  • Jack Farfán Cedrón. “La dicha escandalosa de César Moro”. En: Resonancias.org, 11 de junio de 2019.
Jack Farfán Cedrón
Últimas entradas de Jack Farfán Cedrón (ver todo)

Notas

  1. André Bretón. Primer manifiesto surrealista (1924). Prólogo, traducción y notas de Aldo Pellegrini (2ª edición). Buenos Aires, 2001: Argonauta.
  2. Op. cit. César Moro. Obra poética 1. En: Le chateau de grisou (1939-1941); “El dominio encantado”.
  3. Ibíd. César Moro. Obra poética 1. En: Cartas (1939).
  4. Gabriel García Márquez. “Un señor muy viejo con unas alas enormes” (1955).
  5. Op. cit. César Moro. Obra poética 1. En: Lettre d’amour. (1944).
  6. Ibíd. César Moro. Obra poética 1.
  7. Julio Cortázar. Rayuela. (1963).
  8. Emilio Adolfo Westphalen. Abolición de la muerte (1935)
  9. Op. cit. André Bretón. Primer manifiesto surrealista (1924).
  10. Op. cit. César Moro. Obra poética 1. En: Lettre d’amour (1944).
  11. Ibíd. César Moro. Obra poética 1.
  12. Este apartado apareció por primera vez en Resonancias.org el 11 de junio de 2019. Jack Farfán Cedrón: “La dicha escandalosa de César Moro”.
¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio