Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Sexo a distancia: el amor bajo la sombra del morbo

lunes 14 de septiembre de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Sexo a distancia: el amor bajo la sombra del morbo, por Rubén Monasterios
Ilustración de los tiempos victorianos de intención educativa, a partir de la idea de que el sexo oculta los horrores de la enfermedad venérea. La presencia del dios Mercurio probablemente alude al proverbio “Una hora con Venus y toda una vida con Mercurio”, por cuanto el tratamiento de las ETS se hacía con este mineral. Autor no identificado.

Un estudio también descubrió el coronavirus en el semen, tanto en hombres que tenían infecciones activas como en aquellos que se habían recuperado.

El sexo, quizá por ser el más gozoso de los así llamados “placeres de la carne”, pareciera estar bajo una maldición divina: exceptuado el período de unos veinte años —un tris, históricamente hablando—, más o menos entre los años 60 y los 80 del siglo pasado, no ha habido momento en la historia en el que la humanidad no haya visto perturbado su placer por sombras tenebrosas de enfermedades vergonzosas, angustias y estigmas sociales.

Los acontecimientos que marcan el breve espacio en la línea del tiempo de la especie humana, son, el que lo inicia, una experiencia inédita en la historia del hombre: la posibilidad de disfrutar del goce erótico sin encontrarse sometido a uno de los motivos de angustia relacionados con el sexo, el embarazo indeseado, y el que lo termina es una enfermedad letal.

El principio del breve lapso de libertad sexual es el efecto de la píldora anticonceptiva, puesta en el mercado en la década de los 60; acontecimiento gozoso que se suma al control de las enfermedades venéreas, logrado desde décadas atrás gracias al descubrimiento de los antibióticos (finales de la década de los 20). Son los factores claves, por así decirlo, que se combinan para dar lugar a la eclosión de la Escalada Erótica, o Revolución Sexual.

El fenómeno que cierra el espacio de libertad e instaura otra vez el miedo es la aparición de la más letal y desbocada de esas enfermedades, el sida, en la década de los ochenta. Y apenas empezábamos —sin superar del todo el desasosiego— a acostumbrarnos a la amenaza del sida, cuando otro morbo ensombrece al mundo, el covid-19, coronavirus o “virus chino”, convertido en pandemia.

 

No es pero sí es

El covid-19 es una dolencia respiratoria; no encuadra entre las enfermedades de transmisión sexual (ETS); sin embargo, consiste en una de esas cosas a las que puede aplicarse la ambigua expresión puesta como intertítulo, la cual puede entenderse en el sentido de algo que, sin ser igual a otra cosa, tiene su mismo efecto. El coronavirus se transmite por intercambio de fluidos corporales como saliva y moco, en razón de lo cual se recomienda mantener entre las personas la denominada “distancia social”, o sea, de dos metros, porque cualquier persona puede contagiarse si está próxima a un infestado cuando tose, estornuda o exhala; y se pregunta uno: ¿cómo se puede tener sexo manteniendo la aludida distancia social, o sin intercambiar algún fluido? Por otra parte, aunque no se ha encontrado el virus en fluidos vaginales, sí aparece en las heces, y un estudio también descubrió el coronavirus en el semen, tanto en hombres que tenían infecciones activas como en aquellos que se habían recuperado, aunque por ahora no está claro si puede transmitirse sexualmente a través del semen.

El Departamento de Salud e Higiene Mental de la ciudad de Nueva York diseñó una guía sobre cómo disfrutar del sexo y evitar la propagación de covid-19, que no se diferencia de las recomendaciones concernientes a las enfermedades de transmisión sexual; entre sus especificaciones la primera es masturbarse en lugar de tener relaciones sexuales; otra es evitar la posición del misionero, que hace quedar a la pareja cara-a-cara; también se sugiere descartar la promiscuidad; al respecto, un especialista, el doctor H. Hunter Handsfield, recomienda ceñirse a la monogamia y limitar las nuevas relaciones sexuales a la menor frecuencia posible. Otra de las recomendaciones alude directamente al tema de este ensayo, y es practicar el sexo a distancia.

Esta es la opción asumida por las prostitutas más emprendedoras con el fin de encarar la crisis que afecta al oficio en todo el mundo; según diferentes encuestas, la ganancia promedio de los trabajadores sexuales, mujeres y hombres, se ha reducido drásticamente con el coronavirus; es, evidentemente, un indicador de la relación del agente infeccioso con la sexualidad. Las oficiantes más emprendedoras han optado por ofertar espectáculos “en presencia, sin contacto”, y mediante videollamadas. No obstante, muchas prostitutas y prostitutos continúan haciendo su trabajo en la forma tradicional.

“Sin besos; haz que los clientes se laven las manos antes de permitir que te toquen; usa una máscara; evita las posiciones cara-a-cara; juega a ‘la enfermera y su paciente’: disfrázate de enfermera e involucra al cliente en el juego; valiéndote de un termómetro mide su temperatura; si es normal continúa; de tener fiebre finaliza la sesión”. Son las recomendaciones de las autoridades sanitarias a esas trabajadoras sexuales dispuestas a correr el riesgo.

 

Sexo a distancia: el amor bajo la sombra del morbo, por Rubén Monasterios
Tratamiento de la sífilis con mercurio. Grabado vienés, siglo XV. Autor anónimo.

Tan viejas como la historia

Las modernamente denominadas enfermedades de transmisión sexual, entre otras clamidia, herpes genital, condiloma acuminado, gonorrea, hepatitis B y sífilis, se reportan en documentos que datan de más de 4.000 años antes de Cristo; fueron pandémicas, si por ello entendemos enfermedades que afectan prácticamente a toda la humanidad: la sufrían desde monarcas hasta pordioseros; la nómina de personalidades históricas afectadas es larguísima. Cada nación le daba a la enfermedad venérea —fuera sífilis o cualquier otra, por cuanto no existían criterios firmes para diferenciarlas— el nombre de aquel que fuera su más enconado oponente político, y así para los franceses fue a veces la “enfermedad italiana” y otras la “infecta inglesa”; y para los ingleses el morbus galicus; los alemanes y españoles también la llamaron “enfermedad francesa”; los lusitanos por su parte se lamentaban del “mal español”, y del mismo modo la llamaban los flamencos en los Países Bajos, sometidos al dominio hispano. Los rusos decían el “mal polaco” y a su vez los polacos se la achacaban a los germanos; los turcos maldecían el “mal de los cristianos”. En China se le denominó la “enfermedad de Cantón” y en Japón fue la “enfermedad china” mientras el conflicto fue con este país, y el “mal portugués” a partir de iniciarse la penetración de los lusitanos en el Imperio del Sol Naciente. En la era de los encuentros de mundos, entre finales del siglo XV y el siglo XVIII, empezada por Colón y culminada con el capitán Cook, visitantes y aborígenes intercambiaron sus respectivas subespecies de treponema pallidum y otros agentes, según lo ha demostrado la investigación histórica; no obstante, para los del lado dominante en esa interacción los culpables del origen de la infección fueron —naturalmente— los sometidos, y entonces se dijo del “mal de las Indias”. Al mediar la aludida era, a finales del siglo XVI, el doctor inglés William Cloves calculó que uno de cada dos individuos en Londres era sifilítico. Y los afectados por esa y otras infecciones venéreas no tenían cura; en efecto, el tratamiento a base de mercurio resultaba peor que la enfermedad; de aquí que se acuñara el proverbio “una hora de placer con Venus y toda una vida de dolor con Mercurio”. La más destructiva fue la sífilis; con laboriosa perversidad iba volviendo loco al contagiado, socavando sus huesos y plagando su cuerpo de llagas purulentas, hasta llevarlo a la tumba. Hoy de eso se ocupa el sida, y con manos intensidad y en forma indirecta, digamos, el covid-19.

 

La tecnología de la comunicación interpersonal ha abierto la puerta hacia un universo de placeres sin riesgos a los que no se sienten a gusto con el aislamiento absoluto.

Eros el irreductible

No obstante, Eros es irreductible y con su luz magnífica ha orientado al hombre hacia modalidades alternativas de gratificación sexual. El coito no ha dejado de ser el objetivo primordial de la relación de pareja, pero los amantes más conscientes del riesgo se orientan por el principio del sexo seguro, dando lugar al despunte de la venta de condones, un negocio de capa caída en la segunda mitad del siglo XX, después de haber sido un éxito comercial —aunque siempre usado con alguna reticencia— durante unos cien años, a partir de su perfeccionamiento e inicio de su fabricación industrial en 1850.

Un segmento de la población mundial, no muy extenso, ha seguido el consejo del doctor Hunter de refugiarse en la monogamia; otro, quizá mayor, en los placeres solitarios, y los recursos destinados a facilitarlo son un negocio en alza. El cine porno está en auge; nunca ha estado mejor la venta de consoladores, dildos, vibradores, vaginas artificiales y “novias de marineros”; las primitivas muñecas inflables de plástico han dado paso —para los que pueden pagarlos— a maniquíes de tamaño natural cercanos a la perfección en su imitación de la hembra de la especie humana, hasta dotados de temperatura, de la contextura muscular apropiada, de sutiles vibraciones en las regiones bucal y vaginal y provistos de articulaciones que permiten colocarlos en diferentes posiciones, y ahora también se consiguen en versiones masculinas. La tecnología de la comunicación interpersonal ha abierto la puerta hacia un universo de placeres sin riesgos a los que no se sienten a gusto con el aislamiento absoluto; florece el intersexnet, tanto el comercial de ofertas pagadas de videos pornográficos o de exhibiciones sexuales “en vivo”, como el de diletantes, o de personas que sin propósitos de retribución económica, se conectan con el fin de establecer vínculos amistosos y tener relaciones sexuales virtuales, sean de pareja o grupales, mediante la comunicación audiovisual electrónica personalizada. Se creyó que el intersexnet desbancaría al sexo telefónico; ¡qué va!: se mantiene firme, sea en su modalidad comercial, o de las “líneas calientes”, o por personas que consensualmente se erotizan mediante la conversación por este medio.

Las dos últimas mencionadas son variantes tecnológicas del sexo a distancia, y no son las únicas. El hecho es que en nuestro tiempo marcado por letales morbos, esa forma de disfrutar de los placeros venusinos compite con el sexo de contacto.

 

De qué se trata

En términos generales, sexo a distancia es cualquier relación erótica en la cual no se establece contacto táctil, o piel-a-piel, entre los involucrados; se resuelve en dos posibilidades: interactivo y no interactivo.

El sexo a distancia interactivo involucra la presencia física real, o cara-a-cara, entre dos o más personas, sea in situ (coincidiendo en un lugar) o virtual (por medios audiovisuales). Interacción significa intercambio de estímulos; en el tema que nos ocupa, entendemos el término en el sentido de comunicación; vale decir, las personas pueden intercambiar instrucciones, expresar sus sensaciones y emociones al otro, etcétera. Las relaciones telefónicas de carácter erótico (erotofonofilia) y por Internet (el chateo erótico escrito o audiovisual, esto es el intersexnet) son variantes tecnológicas de la práctica, en las que la transmisión en doble dirección de imágenes y sonidos ocurre mediante cámaras e intercomunicadores. Tratándose de la relación en presencia real, rige rigurosamente la norma de “no tocar” entre las personas participantes.

Marco Onofri
Sexo a distancia interactivo-grupal. Obra de Marco Onofri

En la gratificación sexual a distancia no interactiva no ocurre el fenómeno estímulo-respuesta en doble dirección; entre las formas más populares de la modalidad se encuentran las películas y videos erotopornográficos y ciertos espectáculos en vivo en los que el espectador no puede comunicarse con los actores.

 

Variedades

La escoptofilia (también mixoscopia y escoptolagnia, del griego lagnia, voluptuosidad, placer) es una forma clásica de sexo a distancia; consiste en que un individuo experimenta satisfacción sexual al mirar a otros realizando el coito o exhibiéndose sexualmente en su beneficio; durante la práctica el observador se autosatisface; puede desear no ser visto o, en sentido contrario, estar presente y socializar con las otras personas. La tendencia opuesta se conoce como agrexofilia, en la que el placer sexual depende de ser visto por otros ejercitando el coito.

Hay burdeles que se valen del magreo y la escoptofilia a propósito de estimular a los clientes a contratar relaciones sexuales.

Existen numerosas formas de escoptofilia; en principio, reseñemos que la hay profesional, en la que una persona o una pareja se exhibe en actividades sexuales ante otro u otros por cierta remuneración, y escoptofilia amateur, en cuyo caso quienes se exhiben sólo obtienen como recompensa el placer erótico logrado por el hecho de hacerlo; vale decir, son agrexofílicos, según lo definimos arriba.

Sabemos de clubes de escoptófilos; en ellos sólo se admiten parejas con dicha tendencia; periódicamente se reúnen en un amable sarao cuya culminación es el magreo y coito de las parejas asociadas presentes; cada pareja se estimula viendo la actividad de las demás, sin intercambiar compañeros sexuales; en cuanto las personas no sean promiscuas admitimos esta práctica como una forma de sexo a distancia por parejas. También hay burdeles que se valen del magreo y la escoptofilia a propósito de estimular a los clientes a contratar relaciones sexuales.

Buscando empaparme de la atmósfera local, deambulo al anochecer por el puerto de Kaihsiung (Taiwán) en un paseo destinado a asentar una mediocre cena. Súbitamente me aborda un individuo menudo, de aspecto crapuloso, con el incentivo de ¿Girls and drinks? El instinto de conservación me impulsa a desatender la oferta, pero mi curiosidad pornófila lo hace en sentido contrario; vence la última y lo sigo por una intrincada red de callejuelas; terminamos en un edificio cochambroso, de vestíbulo oscuro y maloliente; subimos un par de pisos; mi Cicerón toca a una puerta con cierto ritmo: Toc, toc… toc, toc, toc… toc…; obviamente, es una llamada en clave. La puerta se abre apenas el espacio indispensable para permitir mi entrada. Ingreso a una sala grande precariamente iluminada mediante bombillos puestos aquí y allá; en cualquier otra parte del mundo un antro semejante sería un jolgorio… aquí, no; muy en sentido contrario, me aturde el sosiego monacal: la gente habla en susurros, no hay música, ninguna mujer escandaliza con sus risas. Tampoco veo decoración alguna y como mobiliario, sólo grandes sillones cuadrados tapizados en material plástico imitación de cuero; en algunos de esos muebles se apretujan parejas; unas cuantas mujeres rondan por ahí: unas fuman en silencio, otras conversan en voz baja. Lucen muy jóvenes, aspecto acentuado por vestuario de colegialas de la década de los sesenta: blusitas, minifaldas, medias tobilleras y zapatos de tacón bajo; no van maquilladas; las más audaces llevan un toque de rouge en los labios. Los hombres, pasando por alto un par de sujetos de fenotipo oriental, tienen la apariencia de occidentales en diferentes matices, desde el rubio nórdico hasta el negro caribeño; son hombretones musculados, de aspecto rudo —seguramente marineros mercantes—, pero no descubro el más mínimo gesto de hostilidad en su conducta. Los acompañados comparten una butaca con una mujer —uno gordo y risueño con dos— y las manipulan impúdicamente; una de ellas, frágil muchacha, ha sido prácticamente desnudada por su vigoroso e inquieto partner. Las chicas los dejan hacer, sin dar una respuesta activa, entregándose a su magreo como inertes muñecas, o quizá más apropiadamente, como estúpidas ovejas yendo al matadero; me fijo en sus rostros: inexpresivos; cierran los ojos y permiten el manosear al antojo del cliente. Semejante patrón de comportamiento de estas putas chinas diverge del propio de las de otras latitudes; reviso el sentimiento que me inspiran y lo identifico como tristeza o melancolía, en fin, nada estimulante. Reafirmo mi propósito de abstenerme de cualquier contacto táctil; otros hombres están en la misma nota, sin que ninguna muchacha nos aborde ni nadie nos presione a hacer alguna otra cosa; así, pues, me arrellano en mi sillón, trasegando la cerveza insípida y aguada, que es la única bebida disponible. Desde la perspectiva del estudioso de la pornografía el ambiente me resulta muy interesante. El sitio parece haber sido diseñado para satisfacer cierta gama de tendencias parafílicas; las muchachas de aspecto escolar satisfacen al ninfófilo; la experiencia sexual colectiva podría ser el sueño de los inclinados al pluralismo erótico; un exhibicionista, por su parte, se refocilará haciendo alardes de su sexualidad; es una especie de show pornográfico en el que si bien algunos sólo somos observadores, otros empatados con chicas son simultáneamente actores y espectadores. Reconozco que este insólito burdel chino responde a una concepción inteligente del negocio del sexo; se ha creado un ambiente en el que un sujeto puede practicar el sexo en tres niveles de involucración física: a distancia, tal como fue mi caso; a nivel de contacto limitado o magreo, dicho en español de la península, rascabucheo o jamón en castellano venezolano, o petting, según dicen los de habla inglesa; todos esos términos con el mismo significado de intercambio de caricias sin llegar al coito, o culminado por una masturbación recíproca, y de contacto pleno, a cuyo propósito están los cuartos dispuestos a lo largo de un pasillo.

Una singular modalidad del sexo a distancia la representa el dogging, cuya denominación sexológica es amomaxia; la inclinación consiste en potenciar el placer erótico mediante la realización del acto sexual en un vehículo estacionado en la calle o en un aparcamiento, o en llevarlo a cabo en sitios públicos más o menos discretos, como en una plaza, un callejón, etc.; en cualquier caso, se trata de hacer el amor en sitios en los que la pareja pueda ser observada por transeúntes.

En algunas ciudades hay aparcamientos conocidos como espacios destinados a esa práctica erótica; acuden a esos sitios las parejas interesadas en ser observadas y los observadores entendidos; las primeras se identifican mediante alguna señal en el automóvil. La conducta socialmente correcta es similar a la que se sigue en los clubes sexuales: no se debe molestar de ningún modo a la pareja exhibicionista, es imperativa la discreción y sólo puede participar un mirón de ser invitado.

El candaulista obedece al impulso psicológico de exponer a su pareja, o imágenes de ella o él, ante otras personas.

Tratándose de actores del dogging pedestre en rincones de plazas o de callejones oscuros, los observadores se mantienen en las sombras a razonable distancia; según su testimonio, es mucho más emocionante; no obstante, por lo general recurren al vehículo con las puertas aseguradas para protegerse de posibles agresores; porque entre los inclinados a ver no faltan locos ni sujetos incapaces de controlar su excitación.

No menos notable es el candaulismo o candaulagnia; el término deriva del nombre del antiguo rey griego de Lidia, Candaules (siglo VIII-VII a. C.), quien se complacía en mostrar su esposa desnuda a Giges, sin que ella lo supiera[]. Involucra dos formas de gratificación erótica similares aunque no idénticas: en una, sólo ocurre la exhibición de la compañera habitual a los convocados; en la otra, además se hace una relación sexual. El candaulismo puede llevarse a cabo con la anuencia de la persona exhibida, o sin su consentimiento, como en el caso de la esposa de Candaules.

El candaulista obedece al impulso psicológico de exponer a su pareja, o imágenes de ella o él, ante otras personas, con el fin de obtener satisfacción sexual; puede llegar a la coerción para hacer que su pareja se deje ver desnuda o en posiciones en las que otros tengan acceso visual a sus partes íntimas, o sea, dando lo que en el lenguaje coloquial venezolano llamamos “picones”; siendo esto lo único que lo estimule será una parafilia declarada. El candaulismo es una forma del exhibicionismo en la que el sujeto no se muestra a sí mismo sino a su pareja sexual; es un exhibicionismo transferido. A veces se trata de un hombre mostrando a su esposa; en raros casos es la mujer la que lo hace con su hombre.

Candaules
Candaules, rey de Lidia, muestra a su mujer al escondido Giges, uno de sus ministros, mientras se va a la cama (1830). William Etty.

Un sujeto hacía que su mujer saliera a la calle sin ropa interior, vistiendo faldas cortas; se ubicaban, como cualquier pareja, en un cafetín, o emprendían viajes en vehículos de transporte público; obedeciendo sus instrucciones ella se sentaba de modo que pudieran verse sus intimidades; obviamente llamaba la atención y muchos la miraban más o menos descaradamente; su compañero se hacía el indiferente, aunque sentía una creciente excitación. Al regresar a casa la poseía con ferocidad; de otro modo no lograba erección.

En este comportamiento sexual hay, además, un componente de sadomasoquista complejo; tratándose de la esposa, se lleva a cabo una flagrante violación de normas sociales, valores morales y de vínculos que suponemos sagrados; hacer que la pareja se muestre a otros es un acto de dominación ejercido sobre ella claramente sádico, pero a la vez hay algo de humillación de sí mismo en el hombre que se presta a tal cosa; la persona que se deja exhibir, por su parte, hágalo volitivamente o bajo coerción, revela inclinación masoquista, por cuanto siente placer en una conducta degradante y vergonzosa. No pasemos por alto que con frecuencia la coerción es un simulacro, un juego; ante el imperativo del hombre, la mujer se niega, lloriquea; él insiste, la amenaza, quizá llegue a pegarle…, finalmente ella cede; tal prolegómeno a la exhibición es netamente sadomasoquista.

En la otra forma el sujeto hace que su compañero habitual, sea hombre o mujer, tenga relaciones sexuales con una tercera persona mientras observa; las mujeres con tal tendencia a veces convencen a sus amigas íntimas de acostarse con sus maridos; tratándose del esposo en el rol de observador es más rara la convocatoria de sus amigos; prefieren ver a sus cónyuges haciendo el amor con hombres ajenos a sus relaciones amistosas cercanas en los clubes de intercambio de parejas y en ocasiones invitando a extraños a los que probablemente no vuelvan a ver jamás. Desde luego, no es sexo a distancia ni mucho menos seguro, incluso viéndolo desde la perspectiva del observador en la situación, porque a la larga él o ella tendrá relaciones íntimas con su pareja habitual.

También es candaulismo la relación de tres personas en la que sólo dos son sexualmente activas, gozando de ser observados por un tercer sujeto sin derecho a participar en la acción, en razón de lo cual el último hace sexo a distancia.

El striptease y otras presentaciones escénicas similares —disimulados tras la máscara de “espectáculos eróticos” aceptados a regañadientes por los guardianes de la virtud pública— son sexo a distancia.

Un caso: un psiquiatra especializado en sexología tuvo un apasionado romance con cierta dama; terminada la relación, varios años después recibe en su consultorio la visita de su antigua amante; ella luce tan bella como antes, hasta mejorada por el tono aportado por la madurez. Después de los preliminares del reencuentro, la mujer va al grano. Tiene un amante candaulista, un hombre notable en la sociedad que no se atreve a resolver sus anhelos por temor a caer en manos de chantajistas o de inescrupulosos dispuestos a divulgar el asunto. Al enterarse, en una conversa íntima, de que ella había sido amante del sexólogo, creyó encontrar la solución a su problema: supuso al especialista confiable; dada su profesión comprendería su necesidad, la ética profesional le impediría divulgar el asunto y seguramente no comprometería su prestigio involucrándose en un acto delictivo; quizá no tendría impedimentos en participar como observador inerte en sus encuentros sexuales; él estaría dispuesto a remunerar generosamente sus servicios, que podrían considerarse un acto médico; al fin y al cabo —razonó— si existe la prostitución terapéutica, con la que se tratan casos de impotencia, ¿por qué no la observación terapéutica, destinada a dar ayuda en casos de insatisfacción sexual? Al doctor le pareció genial la idea de la “observación terapéutica”, desconocida en la praxis médica. Superada la sorpresa, sopesó la información y encontró atractiva la proposición, valiosa desde la perspectiva de su profesión en cuanto significaba una experiencia inédita: podría ser el primer sexólogo en observar in situ una sesión de candaulismo y en aplicar la observación terapéutica; en consecuencia, aceptó, animado por el interés científico; aunque en el trasfondo de su conciencia no dejaba de regodearse en el placer del acontecimiento. Asumió las reglas del juego erótico propuesto, exceptuando el punto de la remuneración: actuaría como observador pasivo sin cobrar honorarios. A breve plazo se llevó a cabo el primero de los encuentros. Empezó como una agradable reunión de tres personas inteligentes e ilustradas compartiendo un vino champañizado en un ambiente acogedor; animados por las libaciones, el coloquio derivó a las caricias de los amantes, luego al despojo recíproco de ropas continuado por su intenso coito medio desnudos en un diván; el hombre a ratos desviaba su atención de su alborotada amante y dirigía la mirada hacia el observador, sentado en un sillón próximo a la pareja, buscando su aprobación y expresando satisfacción. El psiquiatra no pudo evitar trascender el interés científico; su erección superó con creces los noventa y tantos grados y terminó despojándose de los pantalones y masturbándose vigorosamente, conducta que resultó excitante al protagonista del evento, quien le suplicó derramar su semen en el pecho de su pareja. Aplacados los ánimos, vinieron las confesiones; el sujeto declaró, dando muestras de agradecimiento, que jamás en su vida había disfrutado tanto del sexo, e insistió en repetir la experiencia, cosa que, en efecto, ocurrió varias veces. Pero el psiquiatra no estaba del todo satisfecho con su rol de observador pasivo; en consecuencia, le exigió a su antigua amante alguna satisfacción sustantiva a espaldas de su compañero; la muy puta aceptó, pero el hombre se enteró de lo que consideró una traición de ambos, dando por finalizada la relación, y con ella la observación científica del sexólogo.

Es discutible que algunas de estas variantes de las relaciones de tres sean verdadero sexo a distancia; solamente lo es en los casos en que uno de los miembros de la tríada siempre sea observador; de otro modo la relación se hace promiscua, o de sexo grupal, así llamado, ejercitación sexual regida por la norma todos tiran con todos.

El striptease y otras presentaciones escénicas similares —disimulados tras la máscara de “espectáculos eróticos” aceptados a regañadientes por los guardianes de la virtud pública— son sexo a distancia, en cuanto consisten en exhibiciones sexuales en función de dar placer a unos espectadores y, salvo excepciones, se rigen por la norma del no tocar; entre esas excepciones está el touching (toqueteo, caricias por todo el cuerpo, usualmente evitando el beso labiolingual) permitido en algunos locales a partir de la liberalidad de las legislaciones rectoras, en el cual la striper, además de exhibirse, se sienta en las piernas del cliente, acepta tragos y permite su manoseo durante un rato —unos diez minutos por cierto precio, no menor de veinte dólares norteamericanos, dependiendo de la calidad del establecimiento—; naturalmente, con el último componente la práctica deja de ser sexo a distancia.

La situación pública en la que se desarrolla el striptease, incluso aceptando el magreo, dificulta la satisfacción total ocasionalmente pretendida por algunos de esos observadores mediante la masturbación, un comportamiento socialmente reprobable en los ambientes donde tiene lugar el show; en ellos la conducta esperada del espectador —vale decir, la considerada políticamente correcta— es la de cierta disposición indiferente ante la desnudez y los provocativos contoneos de la bailarina; comportándose así el aficionado da a entender su condición de macho man corrido, a quien no alteran esos desplantes.

Variantes no interactivas del sexo a distancia son las tendencias en el comportamiento sexual mencionadas a continuación, sean o no parafilias declaradas: rinofilias (excitación sexual a partir de olores), iconofilias o iconolagnias (ídem por la inspección de imágenes; tratándose de estatuas o maniquíes hablamos de agalmatofilia, del griego agalma, estatua; monumentofilia, galateísmo, por Galatea, personaje mitológico, estatua femenina que cobra vida por obra del amor, o pigmalionismo, ídem, Pigmalión es el creador de la estatua en cuestión), acustofilias (erotización por la audición de sonidos asociados a la sexualidad), voyerismo (ídem a partir de la inspección de la intimidad de otras personas; en el lenguaje coloquial venezolano decimos buceo), somnofilia (ídem por atisbar a personas dormidas), zoofilia inspeccional (ídem por animales), exhibicionismo (ídem por mostrarse desnudo o descubiertas las partes genitales ante otros), entre otras posibles quizá pasadas por alto.

La somnofilia a veces involucra el descubrir sigilosamente a la persona dormida quitando sus sábanas y el levantarle la dormilona a una mujer; es sexo a distancia obligatoriamente masturbatorio, por cuanto cualquier manipulación más allá de las mencionadas conlleva el riesgo de despertar a la persona. Aunque no perdamos de vista la posibilidad, no tan rara como podría suponerse, de que la persona simule seguir dormida a propósito de facilitar —y por su lado, gozar sin “comprometerse” explícitamente— de las manipulaciones del somnófilo; naturalmente, de haber toqueteos, tanto como en el touching antes descrito, deja de ser sexo a distancia.

Ningún individuo animado por una disposición al sexo a distancia no interactivo, o por una parafilia declarada, es “sádico”, como a veces los califican impropiamente las publicaciones amarillistas.

Por su parte, la zoofilia inspeccional corresponde a la misma categoría del sexo a distancia en la medida en que consista en excitación a partir de la observación de animales; en los anales sexológicos se registran muchos casos de personas, en particular mujeres, que se excitan hasta alcanzar el orgasmo a partir de ver caballos briosos o toros, o el coito de esas u otras bestias.

En ninguna de las experiencias eróticas mencionadas ocurre contacto táctil entre el observador y el ente observado; sin embargo, por ser solitarias corresponden más a la idea de masturbación que a la de relación (en su sentido de interacción, de estímulo-respuesta) sexual. Es un asunto discutible desde la perspectiva científico-sexológica.

Ningún individuo animado por una disposición al sexo a distancia no interactivo, o por una parafilia declarada, es “sádico”, como a veces los califican impropiamente las publicaciones amarillistas, y exceptuando aquellos que abusan de los demás, tampoco representan un peligro para la comunidad; la generalidad de los sujetos con pulsiones parafílicas son del todo inofensivos; en el peor de los casos podrán resultar un fastidio a quienes son objetos de su atención. Jamás se ha sabido de un rinoflerista que haya atacado a una mujer para quitarle las pantaletas con el fin de darse satisfacción sexual oliéndolas; el varón con tal disposición si acaso se atreverá a hurgar en la cesta de ropa sucia de una mujer a ver si la suerte le depara la gloria de encontrar una de esas prendas íntimas usadas, de la que aspirará embriagado el odor di femmina mientras se masturba; su máxima fechoría será robarla, de atreverse llevado por el frenesí erótico. Las mujeres, en general, se alteran en su sexualidad al olfatear ropa masculina sudada, y no por esa razón se vuelven agresoras sexuales. Un exhibicionista invariablemente huye a partir de mostrar sus genitales; no obstante, su conducta es agresiva y delincuencial; mediante la obscenidad violenta los valores morales o sentido del pudor de la víctima de su exposición; en tal sentido, eventualmente puede ocasionar daño psicológico a una persona impresionable.

El voyerista, por su parte, es un observador furtivo; en cuanto tal, le complace observar sin ser advertido; contratar a una mujer para exhibirse ante él le resulta insustancialmente vulgar: prefiere atisbar por una rendija o, amparado por las sombras, fisgonear por una ventana entreabierta a una criatura despojándose de sus ropas en su intimidad. Fuera de toda duda, el voyerismo es una ocupación mucho más refinada, misteriosa, plena de suspenso y poética que cualquiera de las otras filias mencionadas.

Probablemente por su exquisitez el voyerismo tiene su lugar en las mitologías de diferentes pueblos, en la Biblia, en las leyendas, y ha originado incontables obras de artes plásticas.

La Biblia reporta al menos dos casos: el de Susana y los viejos (Daniel; también figura en el Tanaj hebreo) y el del rey poeta David; en ambos los fisgones transgredieron la norma del perfecto voyerista, de mantenerse en el marco del sexo visual a distancia, sin revelarse ni alterar en forma alguna al objeto de su inspección, y quisieron ir más allá, involucrando a las mujeres atisbadas, abusando de su poder y valiéndose de triquiñuelas canallescas, con consecuencias pecaminosas y trágicas.

Dada la maraña de consejas, prejuicios y malentendidos tejida en torno a las variantes del comportamiento sexual en general, viene a lugar una digresión un tanto más dilatada sobre el asunto. Una parafilia (del griego pará, al margen de) es un patrón de comportamiento sexual en el que la fuente predominante de placer no se encuentra en la cópula, sino en alguna otra cosa o actividad que la acompaña. En 1987 la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (American Psychiatric Association) eliminó el término “perversión” del lenguaje sexológico, debido a su intensa carga emocional negativa, suplantándolo por el aquí comentado.

El que un comportamiento sea considerado parafílico depende de las convenciones sociales imperantes en un momento y lugar determinados. Ciertas prácticas sexuales, como el sexo oral o la masturbación, fueron vistas como “perversiones” o parafilias hasta mediados del siglo XX; hoy en día las aceptamos como prácticas convencionales o no parafílicas, siempre que la actividad del sujeto no se limite únicamente a ellas.

Cabe destacar que la práctica de algunas conductas sexuales inofensivas aunque poco comunes no implica una parafilia per se. No toda práctica erótica divergente del coito convencional, o puesta “al margen de” esa forma de resolver el sexo, es una parafilia; se torna en tal cuando deja de ser saludable y controlable por el individuo o cuando es evidentemente destructiva e ilegal. La idea de conducta sexual normal, en su sentido de lo estandarizado o más generalizado en cualquier población, reúne las siguientes condiciones: a) la práctica sexual se lleva a cabo entre personas adultas, plenamente conscientes de sus actos, participando consensualmente, o por su voluntad; b) sin causar daños de ninguna índole a las personas, sean las involucradas u otras; y c) sin el propósito de alterar a la comunidad. Dadas esas condiciones, las prácticas aludidas son juegos eróticos que enriquecen la relación, sin ser indispensables. Aquel que disfrute del goce ocasional debido al roce del cuerpo de una mujer en el metro, no es un parafílico tucherista; especialmente si la dama lo admite “haciéndose la loca” como decimos en la jerga coloquial venezolana; lo sería si la idea de andar manoseando mujeres u hombres en aglomeraciones y transportes públicos se le convierte en una obsesión y no puede tener satisfacción sexual de ningún otro modo. Del mismo modo, desde la perspectiva sexológica está en el rango normal, vale decir, no califica como parafílica, una pareja aficionada al BDSM (bondage: ataduras / dominación, disciplina / sumisión / masoquismo), en cuanto sean adultos, responsables de sus actos, participantes voluntarios o consensuales y hayan asumido las medidas de seguridad adecuadas. Serían parafílicos si no pueden resolver su sexualidad de ninguna otra manera o si se descontrolan y se abocan a violar y torturar víctimas indefensas.

Es importante dejar muy claro un punto: no todas las tendencias en el comportamiento sexual pueden aceptarse como juegos eróticos inofensivos.

Por las razones expuestas, debido a que la generalidad de las personas tenemos preferencias por determinadas prácticas eróticas, todos somos un poco parafílicos; de aquí que al referirnos a esos comportamientos humanos tenga validez el uso de las expresiones “variantes del comportamiento sexual (o erótico)” y “tendencias parafílicas” para identificar esas preferencias de ejercitación ocasional, no indispensables para la satisfacción sexual, y la de “parafilias declaradas” a propósito de designar la condición de los fijados o anclados en determinadas prácticas.

Es importante dejar muy claro un punto: no todas las tendencias en el comportamiento sexual pueden aceptarse como juegos eróticos inofensivos; existen algunas, sean tendencias parafílicas o parafilias declaradas, netamente condenables por ser patológicas, transgresoras de los derechos ajenos o delincuenciales; son aquellas en las que el objeto de placer del practicante no esté en condiciones de dar su aprobación, entre ellas la somnofilia, con personas realmente dormidas, y la necrofilia (relaciones sexuales con cadáveres o erotización por su observación o manipulación); respecto a esta tendencia es de rigor distinguir entre la necrofilia real y la simbólica; en la última no hay ningún cadáver, es un juego fetichista con la muerte en la que una persona se estimula simulando estar muerta, tendida en un ataúd y rodeada del ritual propio de los sepelios; la célebre actriz francesa Sarah Bernhardt (1844-1923) fue una necrófila simbólica. La necrofilia simbólica no representa ningún peligro y nadie tiene por qué meterse en los asuntos de un aficionado a ella, en cuanto los resuelva en el ámbito de su privacidad. La necrofilia real, en cambio, transgrede normas sociales y jurídicas, valores morales y religiosos, y resulta ofensiva a los deudos. Desde cierta perspectiva, tampoco la zoofilia de contacto es un juego erótico aceptable: una respetable corriente de opinión la considera una violación de los derechos de los animales; no obstante, existe un movimiento de alcance mundial que piensa lo contrario y se acoge al principio de la no violencia, de acuerdo al cual en cuanto no exista maltrato del animal, no hay delito. Lo mismo cuando no se reconozca en el objeto de placer la madurez psicológica indispensable para participar consensualmente, como en el caso de la pedofilia; o siendo sometida la persona a una práctica sin su consentimiento, como en el froterismo sin la anuencia del “frotado”, o no estando posibilitado de rehusarla por encontrarse con la conciencia alterada por el efecto de drogas o cualquier otra razón.

 

Antecedentes

Admitamos, entre ellos, al striptease, cuya práctica se remonta a la Antigüedad remota; seguramente no fue Friné (siglo IV a. C.) la primera en hacerlo, aunque sí la primera mencionada en los registros históricos.

Su nombre real fue Mnésareté, pero la conocemos por ese apodo cuyo significado es “sapo”, sin duda antifrástico, o que debe interpretarse en el sentido opuesto a su significado literal, porque se le recuerda como una de las mujeres más bellas de su época; tanto, que los artistas la tomaban como modelo para esculpir estatuas de Afrodita, la diosa del amor, la fertilidad y la belleza entre los griegos; entre ellos el principal, su afortunado amante el célebre Praxíteles; por la constante comparación con la diosa que se hacía de Friné y probablemente también debido a la pervertida envidia, jamás ausente de la condición humana, fue acusada de impiedad y de haber revelado los misterios eleusinos, delitos que acarreaban la pena de muerte. Su defensor en el juicio, Hipérides, recurrió al argumento de hacer que Friné se desnudara ante los jueces, convenciéndoles de que no se podía privar al mundo de tal belleza, que era un monumento vivo a la diosa. Con esa maniobra logró su absolución.

Otra célebre striper histórica, ésta en los tiempos bíblicos, es Salomé con su danza de los siete velos. Los shows pornográficos, con bailes desnudistas de hombre y mujeres, fueron comunes en los tiempos de Nerón y Tiberio y son espectáculos persistentes hasta nuestros días.

Friné
Juicio de Friné, según la visión del artista cubano René Francisco Rodríguez, 1960.

Entre las más notables leyendas referidas al voyerismo, una figura en las crónicas inglesas. Narran que durante el reinado de Canuto I, en el siglo XI, uno de sus más poderosos señores feudales agobiaba a sus siervos con impuestos exagerados; era lord Coventry (Leofric, conde de Mercia). Los villanos acudieron a su esposa, lady Godiva, rogándole su intervención ante el señor a su favor. Conocedor el taimado conde del recato de su mujer, accedió a reducir las contribuciones con una condición: ella debía atravesar el pueblo por la calle real, a la hora del mediodía, completamente desnuda. Los vecinos acordaron encerrarse en sus casas, cerrando a cal y canto puertas y ventanas, para dejar libre la calle durante el paseo de la señora y, en efecto, cubierta sólo por su larga cabellera, montada en un caballo, ella solventó su parte del compromiso sin ver afectado su pudor. Leofric, obligado por su honor, también cumplió la suya. Pero un tal Tom la atisbó por una rendija, en razón de lo cual quedó ciego por castigo divino. El supuesto acontecimiento condujo a acuñar la expresión peeper tom (a partir de to peep, atisbar a escondidas) con la que se designa al voyerista en inglés.

Debería llegar el terror al sida en la modernidad para que los empresarios del negocio del sexo se empeñaran en imaginar nuevas opciones.

Un interesante antecedente lo hayamos en el discurrir de la Edad Media. Hacia el siglo XII se inicia la moda —que termina siendo una institución— del amor cortesano en el sur de la actual Francia, y desde la Provenza se extiende por toda Europa central. Ocurría el amor cortés mediante un complicado ritual, uno de cuyos pasos culminantes consistía en que la dama —una señora casada que mantenía una relación supuestamente platónica con un galán— recibía a su enamorado ideal en su intimidad, permitiéndole verla desnuda; con la debida discreción el caballero podía satisfacer por sí mismo sus ardores.

Amor cortés
Imagen de un tapiz medieval. En la simbología del amor cortesano la espada representa el honor del caballero y la virtud de la dama; es una barrera impuesta al contacto físico que, supuestamente, no se podía pasar sin romper esos valores.

Este paso del ritual, llamado prospicio (del latín, literalmente mirar de lejos), fuera de toda duda corresponde a la idea de sexo a distancia tal como la definimos en este escrito.

El temor a las enfermedades venéreas, en particular a la sífilis, condujo a practicar el sexo a distancia; sin embargo, debería llegar el antes aludido terror al sida en la modernidad para que los empresarios del negocio del sexo se empeñaran en imaginar nuevas opciones para satisfacer la necesidad de tener sexo sin riesgos, al punto de crear un tipo de local especializado a tal efecto.

 

El teatro de Ámsterdam

El nombre quizá se deba a que fuera inventado en la liberal capital holandesa; en cualquier caso, un teatro de Ámsterdam consiste en un recinto destinado a representaciones escénicas netamente sexuales, compuesto por un escenario circular central rodeado por una serie de cubículos desde los cuales sus ocupantes pueden ver y escuchar la acción desarrollada en el escenario.

Los hay míseros y refinados. En cierto antro de la antigua calle 42 de Nueva York existió uno de esos teatros precarios. El cliente sólo podía estar de pie en una estrecha cabina parecida a un féretro puesto verticalmente, mirando a través de un postigo que se cerraba desde el escenario, en el cual dos desaliñadas muchachas, una blanca y otra negra, ambas calzadas con chancletas y con la apariencia de estar drogadas hasta el culo, hacían el más desganado striptease posible de imaginar; cada cierto tiempo y antes de despojarse de una prenda más íntima, las chicas recorrían el ruedo, ponían la mano y exigían imperativamente “One buck!” (“¡Un dólar!”); al que rehusaba bajarse de la mula le cerraban la ventanilla.

La aludida calle 42 de Nueva York siempre ha sido un sitio turístico; hoy lo es de turismo familiar, que hasta cuenta con una sala de espectáculos de Walt Disney (el antiguo New Amsterdam Theater), en tanto que durante el pasado siglo, hasta la década de los noventa, en buena parte de su extensión fue una zona roja paupérrima; las putas que pateaban la calle parecían fregonas; los travestis, caleteros sin charm; uno deambulaba entre chulos negros, mafiosos de nivel operativo, lesbianas de actitud agresiva, gánsteres latinos, homosexuales duros, mariquitas nerviosillas, punketos, borrachines y otros tantos especímenes de la fauna urbana marginal puestos en un ambiente de penumbras, casas cochambrosas, anuncios de espectáculos pornográficos, tarantines de fritangas o de tatuajes, miasmas, hoteles que exhibían desvaídas glorias ornamentales y botiquines de mala muerte; toda una atmósfera de feria del grotesco urbano, que valía la pena explorar si uno estaba dispuesto a correr algunos riesgos. Descubro en esa calle 42 una especie de “complejo” porno compuesto por una tienda de la especialidad que da hacia la calle, un área intermedia destinada a la exhibición de videocintas en televisores activados mediante monedas, puestos en casillas privadas, y por una tercera sección destinada al teatro de Ámsterdam antes descrito. Después de ver el show por un par de minutos, hasta que al rehusarme a dar la primera contribución la mujer cierra el postigo en mis narices de muy mala manera, me intereso por los videos, inmediatos predecesores del intersexnet. En una minúscula caseta, donde, al menos, puedo estar sentado, gasto unos cuantos quarters de dólar en ver escenas sexuales en un aparato que a cada rato se detiene exigiendo otra moneda; aunque es sexo a distancia virtual, me resulta más complaciente por ser las intérpretes mujeres mejor favorecidas por la naturaleza que las antes vistas en la experiencia de sexo a distancia en vivo, y las escenas un tanto más imaginativas. Al marcharme, percibo que las suelas de mis zapatos se adhieren al piso como efecto de una materia viscosa pisada en el suelo del reciento. “¡Maldita sea, pisé un chicle!”, pienso. Tal vez al amable lector le resulte increíble, pero juro no aportar nada de mi fantasía. Ningún chicle: consistía en las descargas seminales acumuladas por decenas de videomasturbadores. Me pareció muy cuestionable la higiene ambiental del local, pero no sentí la menor compasión por la infinidad de proyectos vitales inacabados; al fin y al cabo no eran más que posibles seres humanos.

Uno de lujo, en Ámsterdam, ofrecía una experiencia de sexo a distancia en vivo no interactivo; disponía el establecimiento de cubículos espaciosos, provistos de una cómoda butaca; por unos altoparlantes el usuario escuchaba un basso continuo de sonidos eróticos; veía la acción escénica por una ventana panorámica de plexiglás y un intercomunicador le facilitaba solicitar a su antojo servicio de bebidas.

La imaginación hispana inventó una variante personalizada del teatro de Ámsterdam; consiste en dos cabinas anexas cuyo tabique común es una gran lámina de plexiglás que permite ver solamente desde el lado del cliente, garantizándole el anonimato; mediante un intercomunicador el mirón escucha las vocalizaciones de la mujer que se le exhibe al otro lado y le da instrucciones para que lo haga a su gusto. En una variante del antes descrito, las cabinas gemelas están separadas por una reja; llegado a un acuerdo con la exhibicionista el cliente puede manosearla e incluso tener un coito, pero este sistema desborda nuestro contexto, por cuanto viola la regla esencial del sexo a distancia.

Hablando en términos de mercadeo podríamos señalar que el de los españoles es un desarrollo de producto, con el cual el teatro de Ámsterdam se ha vuelto un minirrecinto para el quehacer erótico más funcional y fácil de implementar, y cediendo al impulso idiota de terminar este escrito con un pésimo juego de palabras, también diré que las mujeres operarias de tales instalaciones pasaron de meretrices a ser exhibitrices.

Rubén Monasterios
Últimas entradas de Rubén Monasterios (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio