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Con quién vamos
(el símbolo de la nave y la travesía en el pensamiento venezolano)

lunes 8 de agosto de 2022
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Con quién vamos: la nave y la travesía en el pensamiento venezolano, por Salvador Montoya
La nave es génesis, filosofía de ser y de nacer.
Para mi hijo Mathías en su tercer cumpleaños
Un bongo remonta el Arauca…
Rómulo Gallegos, Doña Bárbara (1929)
Pasemos al otro lado
Jesús, Marcos 4

Todo comienza con una travesía y por tanto termina con un peregrinaje. Así lo interpreta el tiempo mítico de nuestros ancestros indígenas cuando en su historia de Amalivaca dicen que éste quiso ir río arriba desde las aguas de abajo y en ese viaje, montado en una canoa, dio origen, con las semillas de moriche, a los seres humanos.

La nave es génesis, filosofía de ser y de nacer.

Con razón cuando Cristóbal Colón con sus viajeros insomnes, en 1492, después de sesenta días buscando las Indias, llegan a las tierras que después llamarían América con sus emblemáticas carabelas La Pinta, La Niña y la Santa María, se produce el choque civilizatorio y criminal. Nace la leyenda negra, nace el mestizaje del otro lado del mundo.

Las naves son mundos en colisión, humanidad en mestizaje bajo un férreo exterminio.

La nave habla un idioma siniestro, entre la violencia y la bendición.

Tal destrucción vino en los barcos de los conquistadores entre el siglo XVI y el siglo XIX, en los barcos de los colonizadores, en los barcos de los piratas, en los barcos de la esclavitud. Todo eso bajo una fe cristiana: la cruz y la espada, la Biblia y el latín.

La nave habla un idioma siniestro, entre la violencia y la bendición.

Negocios y lenguajes oscuros que manifiesta la Compañía Guipuzcoana con sus barcos y sus puertos entre 1728 y 1785. Ningún criollo podía vender su mercancía a otro comerciante foráneo: sólo al Reino de España.

La nave lleva fatalidades humanas y mercantiles.

Por consiguiente no es descabellado intuir que en la novela más paradigmática de la literatura venezolana, Doña Bárbara (1929), Rómulo Gallegos plantee en la frase inicial cómo un bongo atraviesa las aguas del río Arauca. En sus palabras: “Un bongo remonta el Arauca…”.

La nave es la identidad civilizatoria que se remonta. Desde el origen nos estamos remontando. El bongo de la luz sobre cualquier barbarie. Un bongo (bajo esa misma acepción sonora) es música, es África, es jazz, es salsa.

Después fue que nos entregaron a una pedagogía de la subordinación aún desde niños al cantar: “Había una vez un barquito chiquitito que no podía, que no podía navegar”.

La nave representa allí la colonialidad del pensar y del hacer. La nave es servidumbre a poderes ideológicos externos.

Por ello Guillermo Meneses desestabiliza el sistema pacato y rancio con su cuento de 1934 “La balandra Isabel llega esta tarde”.

La nave es erotismo total, amor encendido de mestizaje y fuerza sobrenatural.

Hace, con aplomo genial también, cuatro años después, en 1938, Enrique Bernardo Núñez en La galera de Tiberio la denuncia del barco dominado por la tiranía y la devastación.

La nave es régimen de muerte y de imperialismo.

En ese sentido es que en 1929 la fallida expedición del Falke para la caída del gobierno dictatorial de Gómez es interpretada en clave novelesca por Federico Vegas en 2004 como tragedia contradictoria de la esperanza y de la astucia.

La nave es sacrificio tragicómico de libertad.

Así lo cantan en la isla de Margarita los pescadores con sus notas inmortales, con baile y primor en “El carite”, compuesto por Rafael González a principios del siglo XX: “Ayer salió la lancha Nueva Esparta, salió confiada a recorrer los mares”.

La nave es poder de metas y de expansión.

La nave es democracia que se corrompe y naufraga.

Porque, si no, a la nave le entra la gangrena de la corrupción y de los vicios. Como se ha demostrado, por tan sólo nombrar dos casos icónicos: el caso Sierra Nevada de 1979 y todas sus implicaciones inmorales en la democracia representativa, y el caso del “barco fantasma” PetroSaudiSaturn de 2017, que estuvo detenido más de 60% de los siete años pero fue pagada su factura en total, suma de 1.175 millones de dólares por su “uso”, en la democracia de los “bolivarianos”.

La nave es democracia que se corrompe y naufraga.

No obstante, la vida tiene naturaleza de astillero.

Y en esos espacios propone en su estructura Fedosy Santaella su poesía en El barco invisible (2020).

La nave es filosofía de la intimidad, es la luz centrípeta al alma, nos bautizamos en su redención.

Fedosy sigue la ruta marcada por José Antonio Ramos Sucre en La torre de Timón, de 1925: toda nave se hace poderosa por el rumbo que la traza. En Ramos Sucre ese norte es erudición, patria y narrativas de poder. Por eso no nos asombramos cuando apareció la noticia de un barco debajo de las aguas del lago de Maracaibo.

La nave esconde lo inesperado y el asombro.

Así lo hizo Carlos Cruz-Diez al transformar un barco de guerra en lienzo de cinetismo policromático y lírico en 2014.

Bajo esa visión de naves está definido el cuadro Vapor América (1890), de Arturo Michelena.

La nave es futuro de venezolanidad, se hace progreso y velocidad de transformación.

De tal manera que, casi cien años después, y con la caída del mundo de la Guerra Fría, Carlos Yusti, con su verbo desclasificado, nos entrega su Cuaderno de argonautas (1996): ensayos irónicos, con desparpajo y desafiantes.

La nave es arma de desengaños, visión en contra de la desmemoria.

Y de esos pecios posmodernos de los noventa recibimos la intensa travesía utópica de la novela de Ana Teresa Torres Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (1999).

La nave es el espectáculo del derrumbe de las utopías, el encuentro con la fragilidad humana.

Entonces se hace necesario recuperar el fragor, la pasión de izar velas y alcanzar nuevos horizontes, encontrar lo desconocido, así que nos embarcamos en el Victoire de la novela Pirata (1998), de Luis Britto García.

La nave es pasión de hermandad, es descubrir el tesoro del Caribe que portamos por dentro.

Sin embargo, hay embarcaciones que se mandan a nuestro país llenas de conceptos trasnochados, estériles y venenosos. De ellas decía en un lúcido ensayo Arturo Uslar Pietri que son “Las carabelas del mundo muerto” (1969).

La nave del pasado porta ideologías del caos y del desastre.

La nave preserva la interioridad, el espíritu poético.

Entonces, qué hacer para cruzar al otro lado, para cruzar al lado del país más justo y más enriquecedor? Y se reciben pistas en la poesía náutica de Elizabeth Schön de su libro La flor, el barco, el alma (1995).

La nave preserva la interioridad, el espíritu poético.

Pues veníamos de la propuesta marina del Gran Viraje (1989) de Carlos Andrés Pérez (segunda Presidencia) que culminó en un hundimiento desastroso. Ya no había barcos: sólo náufragos venezolanos. Por consiguiente, la periodista Mirtha Rivero escribió La rebelión de los náufragos (2010).

La nave es la pelea de los náufragos por los pecios.

Ahora bien, hay que imaginar nuevos rumbos. Es lo que hace el cineasta Alfredo Anzola en dos películas claramente prosélitas: 1888, el extraordinario viaje de la Santa Isabel, de 2005 (une a Julio Verne y el Orinoco con seres fantásticos) y Érase una vez un barco (2011).

La nave es imaginación creadora, trabajo de prospectiva.

Es lo que hace la réplica de la corbeta Leander, que desde 2011 está en el parque Francisco de Miranda recordándonos la expedición independentista de nuestro universal Francisco de Miranda en 1806. En ese barco están toda nuestra genética y nuestro linaje.

La nave es espíritu de emancipación.

Dentro de esa concepción patriótica está la travesía anual que emprende el buque-escuela Simón Bolívar por los mares del continente.

La nave va cruzada de amor continental.

Por eso mismo el artista trotamundos Francisco González Gazzotti creó La leyenda del Carrito BonSay (el carrito de los sueños), cuento y objeto poético-lúdico que es barco, que es avión, que es carro, que es nave.

La nave es ludismo popular.

Y apoyado por grandes masas populares Hugo Chávez manifestó su proyecto socialista y bolivariano bajo el nombre de Golpe de Timón en 2012. Y ese giro de timonel ha provocado tragedias incalculables.

La nave se acaba si las causas se vuelven injustas.

No obstante, tenemos la memoria histórica fresca para no caer en desesperaciones suicidas porque, en 1939, los barcos Caribia y Köenigstein (con 251 judíos condenados a muerte por el nazismo) atracaron en el puerto de La Guaira y nosotros les ofrecimos nuestra tierra como su tierra prometida, llena de libertad ante los totalitarismos.

La nave es éxodo y tierra prometida. Así nos lo indica el documental del cineasta Jonathan Jakubowicz titulado Caribia y Köenigstein: los barcos de la esperanza, de 2021.

Y quien tiene esperanza tiene la bitácora clara para recorrer su destino y su tierra. Como lo ha hecho Valentina Quintero en su programa Bitácora.

La nave es bitácora de esperanza.

Esa que mantiene el personaje El náufrago, de la famosa caricatura de Jorge Blanco (deberían hacer un tiraje masivo de ella, más un agresivo merchandising; ese personaje podría ser una de nuestras marca-país globales) entre los 70 y los 80. El náufrago está solo en la isla pero jamás pierde su ironía y su libertad.

La nave crea subjetividades contrahegemónicas.

La nave es el niño despierto en ti.

Así hace el dramaturgo Rubén Monasterios (nuestro genio del relato erótico) en su teatro prodigioso y su obra Tomasito, el barquito velero, de 2018.

La nave es el niño despierto en ti.

Así pintó con maestría absoluta el extranjero Ferdinand Bellermann el barco más bello que yo he visto en su Vista de la Guaira desde el mar, de 1842.

La nave es belleza total.

Belleza que se vuelve canoas ardiendo y bajo lluvias de arcanos (dimensión indígena inmortal) en las pinturas de Eduardo Azuaje: Paisaje misterioso con canoa.

La nave es la canoa del misterio de la vida.

La vida que definió el gran poeta Eugenio Montejo en su poema “Navegaciones”, cuando afirmó: “cada uno en la noche retorna / de altas navegaciones”.

La nave es la suma de todas tus navegaciones que terminan siendo un canto como aquel que cantamos todos con los españoles Pablo Herrero Ibarz y José Luis Armenteros en la canción “Venezuela”:

Y si un día tengo que naufragar
Y el tifón rompe mis velas,
enterrad mi cuerpo cerca del mar
en Venezuela

La nave somos todos, somos Venezuela.

Salvador Montoya

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