
Si hay algo llamativo y resaltante cuando viramos la vista hacia las primeras vanguardias literarias de principios del siglo XX, es que todos estos movimientos estuvieron signados por una búsqueda incesante de liberación a favor del lenguaje no-literario, antepredicativo y, a todas luces, no-lógico y anticonceptual. En otras palabras, contra la palabra poética que se enfrentaba a la tiranía del sentido y de la lógica de las formas. La gran escritura tradicional de los poetas venerados de ese momento histórico, como Gide, Valéry, Montherlant, Baudelaire y muchos otros, se vio sacudida por un nuevo viento: la descolocación y dislocación de la frase y las palabras. Estos nuevos escritores pensaban que liberar la palabra poética era atacar la raíz del problema capital: hacer estallar “el renaciente envoltorio de los clisés, de los hábitos, del pasado formal del escritor”, como bien lo acota Roland Barthes en su brillante y revelador texto de ensayos El grado cero de la escritura. El lúcido y polémico semiólogo francés hace todo un análisis histórico y semántico de esta situación por la cual la “literatura artesanal”, como él la llamaba, debía necesariamente “alcanzar un objeto absolutamente privado de historia; reencontrar la frescura de un estado nuevo del lenguaje”. Para lograr tal cometido, se hacía necesario escañar y escudriñar en sus “propias huellas” para luego engendrar, en el proceso, sus propias leyes. Como veremos más adelante en nuestro estudio, las “bellas letras” eran la antítesis de un movimiento de escritores que buscaron, con pasión y desenfreno, conducir a la creación poética como una experiencia “prerreflexiva del mundo y del ser”, como lo expresó de forma certera el poeta y ensayista francés Jacques Garelli. Para este último, la poesía se manifiesta en estos nuevos buscadores de silencios cifrados, como “una fusión del hombre y el mundo, en la disolución del yo reflexivo. Así concebida, la creación poética se identifica con la libertad trascendental”. Al final, concluiría el poeta Garelli que esta creación poética poseía un contenido ontológico y que tal creación es “tiempo haciéndose” en el poema en un constante fluir de imagen; ritmo en la “conciencia imaginante del lector”, con esa materialidad de las palabras en la fusión sujeto-objeto, de nombre y cosa.
Escritura y silencio
Debemos recordar que, en el campo de la búsqueda formal para liberar de ataduras conceptuales y gnómicas la escritura poética, han trabajado y batallado sin descanso toda una legión de poetas. La razón capital que desata toda esta energía liberadora, y este afán por buscar nuevas fórmulas expresivas en el lenguaje en su signo más visible, lo conforma el agotamiento del lenguaje literario, entre otras razones por la utilización abusiva de los propios recursos de la lengua y de la retórica. También significa, por otro lado, la imperiosa necesidad de intentar conseguir otros registros, nuevos hallazgos, destruyendo y pulverizando el propio lenguaje, desplazándolo hacia su propia devastación. Y a partir de allí, lograr —hipotéticamente— hacer brotar de las cenizas una “nueva lengua” con un renovado aliento y talante.
Para Mallarmé la poesía era una razón de vida o muerte.
Uno de los más destacados escritores de esta nueva legión de poetas “revolucionarios” que liberó toda una cruzada en este sentido, e incluso comprometió su propio juicio y existencia, fue el singular e iluminado bardo francés Stéphane Mallarmé. En efecto, para Mallarmé la poesía era una razón de vida o muerte. Por fortuna o providencia, toda la obra de este poeta singular se afianzó y agigantó después de su muerte, ocurrida en 1898. Y más allá de las consideraciones estéticas y expresivas de su numen creativo, la verdad es que sus escoliastas se multiplicaron, a partir de su deceso, de una manera sorpresiva y sorprendente. Él representó de la manera más visible y clara aquello de lo que tanto habló Garelli: fusión del hombre y el mundo, poesía haciéndose tiempo, lejos del puro juego estético. Aunque es bueno aclarar que no debe confundirse el tiempo poemático con el tiempo existencial, como lo indica nuestro maestro Alfredo Silva Estrada. Aunque es cierto que el ritmo del poema se inserta, en esta nueva poesía, profundamente con la vivencia existencial misma del creador, pues significa “el esfuerzo del poeta para intimarse con el mundo”, como de nuevo lo acota el bardo venezolano.
El proceso por el cual los poetas de las primeras vanguardias del siglo XX se plantearon buscar nuevas alternativas expresivas, y nuevas vías para liberar de la tiranía del sentido el lenguaje tradicional poético, consistía en huir cada vez con más fuerza de una especie de sintaxis desordenada donde la desintegración del propio lenguaje pudiera, eventualmente, conducir a un silencio de la escritura. Este esfuerzo fue sólo el preludio de un contrasentido dialéctico, como bien lo menciona de forma reveladora Roland Barthes en su texto: “La agrafia final de Rimbaud o de algunos surrealistas muestra que, para ciertos escritores, el lenguaje, primero y último escape del mito literario, recompone finalmente aquello de lo que intentaban huir; que no hay escritura que se conserve revolucionariamente, y que todo silencio de la forma sólo escapa a la impostura por un mutismo completo”. Esta alquimia en el verbo de Rimbaud y de los poetas de este movimiento primigenio, arrancaron —como lo afirma Silva Estrada— de la dinámica y del drama “entre el yo individual del poeta y la subjetividad profunda que ascendía a su poesía. Apetencia de otredad. Desajuste y adaptación, a la vez perentoria y precaria”. Mirando en perspectiva, esto implica que la palabra y el vocablo singular, disociado de la “impureza de los clichés habituales”, se hace necesariamente irresponsable de todos aquellos contextos en los que pueda expresarse. Tal valoración, no obstante, tiene su contrapartida; el escritor se verá obligado a renunciar a toda predicación, en un singular y brevísimo acto de desnudez cuya matidez —como lo indica Barthes— afirmará de manera contundente una soledad, y por consiguiente, una inocencia. Esto es lo que el semiólogo y crítico francés denominó la escritura blanca, que no es otra cosa que el despojamiento o abolición de todos aquellos vocativos y reflexivos con los que el lenguaje se adorna. En otras palabras, significa escritura del vacío, de la destrucción del sentido primero del habla escrita en el intersticio de la resonancia interna de la palabra; sacrificar toda imagen en búsqueda de la palabra desnuda, la palabra liberada. Y precisamente, uno de los precursores de esta nueva concepción poética liberadora fue Mallarmé, a quien Barthes llamó “el Hamlet de la escritura”.
La poesía, la auténtica poesía, siempre trata de expresar algo que se encuentra más allá de la imagen verbal.
En búsqueda de la escritura blanca
La poesía, la auténtica poesía, siempre trata de expresar algo que se encuentra más allá de la imagen verbal. Intenta, dentro de su vasto territorio ciego, una comunión, un deslumbramiento. Octavio Paz nos ilumina cuando dice: “No importa que el poeta se sirva de la magia de las palabras, del hechizo del lenguaje, para solicitar su objeto: nunca pretende utilizarlo, como el mago, sino fundirse en él, como el místico”. Esto último es clave para entender cómo los poetas huyen hacia una otredad del lenguaje donde las resonancias y sonidos internos de la lengua le susurran vestigios de otro sonido amorfo y atemporal. “La poesía mueve al poeta hacia lo desconocido”, nos recuerda el poeta Paz en su capital obra Las peras del olmo. Y un ejemplo brillante de esta forma de poetizar es su propio libro de poemas Blanco, bellamente editado en Nueva Delhi en el año 1966, donde curiosamente hay un epígrafe de Stéphane Mallarmé: “Avec ce seul objet dont le néant s’honore”.
Curiosamente, la búsqueda de este silencio liberador de las formas poéticas también se expresó en las nuevas fórmulas musicales, que caracterizaron de manera semejante las vanguardias musicales del primer tercio del siglo XX. Una de estas expresiones para liberar la música de las ataduras de los acordes fue la música modal: significaba que los acentos del compás no debían caer en un tiempo específico, sino que podían “saltar” o desplazarse a voluntad propia en cualquier parte de los acordes. Esto hace que el “aliento” expresivo de los sonidos y de los acordes se extiendan de una forma irregular, casi constantemente, sin repetirse. Esta condición de los acordes le otorga al músico o intérprete una libertad inusitada para la ejecución de sus solos o improvisaciones, manteniéndose siempre dentro del espacio propio de la melodía. Una forma, por cierto, que alcanzó sus más altas cotas en los músicos y compositores de jazz. Resulta maravilloso constatar que el lúcido Roland Barthes menciona, en su ensayo La escritura y el silencio, que algo similar ocurre con ciertas expresiones lingüísticas; principalmente habla de que, entre los dos términos de una polaridad, singular-plural o pretérito-presente, se da la existencia de un tercer término, que suele llamarse el término neutro o, como lo llama Barthes, el término cero. De modo que este término nos indica que, entre el modo subjuntivo y el imperativo, el indicativo nos aparece como una forma “no modal”. Barthes nos dice que la escritura cero es aquella que designa una escritura indicativa o, si se quiere, amodal. De tal forma que al final nos damos cuenta de que esta escritura cero no es ningún secreto oculto, ni ninguna incógnita por descifrar: es simplemente una escritura despojada de todo artificio o, para decirlo en la expresión de Barthes: inocente.
Y es que la poesía, en su búsqueda más esencial, revela un silencio, una inocencia. De aquí la importancia de una expresión poética que se genere sin ataduras ni consignas: una estrategia de escritura sin contaminación exterior, una potencia derivante en el territorio del silencio; un álgebra frente al hueco del hombre, neutra, sin el lenguaje domado y preconizado. La escritura, de esta manera, como lo afirma Barthes, crea a un hombre honesto… e inocente. Lograr entonces una escritura blanca significa, de cierto modo, una liberación del ser en el poeta que la practica. No por una razón de poder externo de orden religioso, sino místico, que es distinto. La escritura blanca en su sentido más intrínseco busca el despojamiento de la palabra y, con ella, la del ser mismo del poeta. Como lo hicieron los poetas de la antigüedad japonesa, como lo hizo Yoshida Kenko en su esencial Tsurezuregusa; el gesto de una letra, la advocación de una palabra, el movimiento vital del sonido que se hace silencio, en la inminencia del aire. La palabra desnuda: despojada. Silencio blanco.
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