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El mito como veneración y expiación

lunes 7 de noviembre de 2022
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El mito como veneración y expiación, por Alfonso Solano
Mientras exista el hombre habrá mitos. Mientras el hombre respire y pise en esta tierra de gracia —y desgracia—, habrá mitos. Detalle de “El Olimpo. Batalla de los gigantes” (1767-1768), de Francisco Bayeu y Subías • Museo del Prado

En muchas ocasiones de nuestro devenir contemporáneo, y en medio de los avatares diarios de nuestro batallar de ideas, nos preguntamos con curiosidad de dónde provienen los mitos, si son reales o imaginarios, y aún surge una pregunta más desafiante debido, fundamentalmente, a su universalidad: ¿los mitos nos definen como sociedad? La respuesta no es sencilla, aunque podemos desentrañar su complejidad, entendiendo que forman parte de la historia del relato de las civilizaciones desde la Antigüedad. Los mitos, en efecto, han existido desde que el hombre se hizo consciente de su humanidad y su función como individuo pensante dentro de una comunidad. Los mitos surgieron desde esa antigüedad histórica para explicar lo inexplicable, los misterios de los fenómenos naturales y de las cosas. El hombre, en consecuencia, es un ser esencialmente mitológico, y lo prueba su misma historia. Desde el mito de la “caverna de Platón” hasta el mito de la “identidad cultural”, este metarrelato del hombre es, entonces: sustancia, poiesis, horror, proyección, pugna y civilización. Porque, como lo expresó claramente nuestro insigne filósofo Juan Nuño: “Mito es pensar, decir, hablar y contar, echar un cuento, inventar una leyenda”. No nos debería extrañar, entonces, saber que la historia de los mitos está íntimamente ligada al pensamiento del hombre y su circunstancia tanto psicológica e histórica como política. Desde luego que existen unos mitos más recurrentes que otros. En todo caso, cada mito define, por ende, una civilización. En todos, no obstante, y como nos recuerda de nuevo Nuño, el mito existe como “ropaje”, nos define en tanto exista como invención o ficción para definir una realidad que aún no existe, pero que podría existir. En todos los grandes mitos que han pervivido a través de la historia humana encontramos una cosmovisión del mundo: el origen del universo, de los dioses, del hombre y del comportamiento de ciertos fenómenos naturales como el trueno, el relámpago, la lluvia, los ciclos astrales, las mareas, etc. El mito con frecuencia comporta la personificación de acontecimientos y cosas que existen en nuestro entorno natural. Hay dos maneras de concebir un mito cuando éste se comporta de forma “alegórica”: ficticio o real. Lo ficticio consiste —según nos explica el doctor Ferrater Mora en su monumental Diccionario de filosofía— en que, de hecho, lo narrado por el mito no ha ocurrido. Lo real, por su lado, consiste en que lo narrado por el mito responde, de igual manera, a una realidad existente. “El mito es como un relato de lo que podría haber ocurrido si la realidad coincidiera en el paradigma de la realidad”, nos aclara Ferrater Mora. Apreciamos acá que se trata entonces de un augurio, de un devenir de cosas y acontecimientos que tienen un sistro común: mito y realidad son las dos caras de una misma moneda.

 

El término mythos se desplazó hacia el terreno de lo fantástico y degradó en leyenda.

¿Qué es en realidad un mito?

El primer y más importante significado de la palabra mitos (múqos) era: verdad. De modo que podemos apreciar que el tiempo de los mitos es, necesariamente, el tiempo prehistórico de la filosofía. Desde aquí podemos entender la significación del término y su ascensión dentro de la tradición literaria. Más tarde, no obstante, el término mythos se desplazó hacia el terreno de lo fantástico y degradó en leyenda. Pero este es otro capítulo que no abordaremos en esta ocasión. Como una de las más grandes historias de mitos conocidas por todos, y que ha definido y moldeado de muchas maneras el pensamiento occidental, está la mitología griega. Hesíodo, que es uno de los poetas relatores de la Antigüedad, narró que “en el principio todo era caos…”. Luego vino la gran Gea, que fue la que engendró todo. Poco después apareció Eros, la fuerza creadora que moldeó la vida de hombres y mujeres, y hasta de los mismos dioses. Según esta mitología, Gea es la madre-tierra, una de las ocho divinidades patricias. Cuenta Hesíodo que Gea engendró primero a Urano, que luego se convirtió en su esposo. De los hijos engendrados de esta unión nacieron los titanes, los cíclopes y los hecatónquiros. Narra el poeta que, desesperada Gea porque su marido Urano precipitaba al Tártaro (el infierno de llamas) a todos los hijos que le nacían, se puso de acuerdo con Cronos para mutilarlo y destronarlo. De la sangre derramada por Urano nacieron las Erinias, los Gigantes y las hermosas Ninfas. Como vemos, dentro de la propia noción del mito persiste un relato, una historia, donde mito y raciocinio, según W. Nestle, “constituyen los polos de la vida espiritual humana”. Estos polos, como nos recuerda Germán Flores, profesor de Literatura Medieval de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab), “tratan de explicar la realidad considerada problemática por el hombre primitivo: la salida y la puesta de los astros, el clima, el crecimiento de las plantas; además de las antonimias de vida-muerte, amor-odio, bien-mal, etc.”. En definitiva, lo humano de la existencia.

 

Mito y expiación

En la Antigüedad griega, los sofistas separaron los conceptos de mito y razón, pero no lo hicieron para sacrificar totalmente el primero porque, como sabemos, estos filósofos consideraban el mito como “envoltura de la verdad filosófica”. Esta concepción filosófica fue luego retomada por Platón, quien consideró el mito “como un modo de expresar ciertas verdades que escapan al razonamiento”, como bien lo afirma el doctor Ferrater Mora. Y precisamente, dentro de la historia de los mitos conocidos, el más célebre es el mito de la caverna de Platón, en el cual se narra la vida de los prisioneros humanos de una cueva oscura que tienen siempre la misma rutina de trabajo. A estos hombres no se les permite ver la luz del sol, que representa o idealiza “la verdad”. Este mito, como no los recuerda acertadamente Juan Nuño, “sirve para traspasar nuestra responsabilidad intelectual: no somos culpables de no conocer lo verdadero”. De alguna manera, Platón nos incita a reflexionar sobre nuestra propia condición humana: el ser primitivo, salvaje, que somos desde el inicio del mundo, persiste en los más oscuro y profundo de nuestra conciencia, y la única liberación posible de ese mundo es a través del conocimiento; cuando se alcanza la verdad ontológica, es decir, la verdad del ser.

Estos mitos sirven para “tranquilizar” o “desculpabilizar”, pero de igual forma ejercen la función reguladora de toda ideología: la de controlar, educar y someter.

Por otro lado, por el “mito de Prometeo” —el dios o genio del fuego creador, hermano de Atlas, quien creó al hombre del barro de la tierra y para darle vida robó el fuego del cielo— la humanidad traspasó la responsabilidad en el enorme pecado de contaminar y transformar lo natural, introduciendo la máquina en el mundo. Como podemos observar claramente, estos mitos sirven para “tranquilizar” o “desculpabilizar”, pero de igual forma ejercen la función reguladora de toda ideología: la de controlar, educar y someter, como bien lo aclara Juan Nuño en un ensayo esclarecedor donde aborda este tópico tan trajinado en la Modernidad. Hay una definición que el autor de Los mitos filosóficos acuña para definir al hombre racional en su función de mitificar la historia: la existencia del hombre mitopoyético, es decir, aquel que si no cree, no puede ni merece vivir. En todo este territorio, existe una condición íntima e inapelable de todo este juego epistemológico: el mito representa para el hombre la posibilidad de recorrer la otredad desconocida: lo inasible, lo imposible, lo mágico, sin lo cual la vida no tendría ningún sentido. Esto último me hace recordar el episodio que narra María Esther Vázquez, la escritora e investigadora literaria argentina, sobre la persistencia en la memoria perdida del autor de “El Aleph”, Jorge Luis Borges, donde mito y realidad pierden el horizonte. Narra Vázquez que Borges, desde niño, tenía una pesadilla recurrente: “Soñaba con un cuarto cerrado, sin ventanas, que tenía una sola puerta. Ese cuarto, a su vez, comunicaba con otro cuarto, y así, indefinidamente. En estos sueños había siempre una luz que, por desdicha, no podía ver en la vigilia. Pero esta luz era dada como una gracia en el mundo de los sueños. Esa luz le mostraba el laberinto sin fin, que recorría y volvía a recorrer hasta que la angustia creciente de la pesadilla lo despertaba”. Este laberinto, Borges lo extrapolaba en un mundo paradojal filosófico, que aparece en muchas historias de su obra ficcional. Un elemento que es tratado de manera formidable en su cuento “La biblioteca de Babel”. Así, el mito y su transmutación literaria actúan como forma de expiación, de liberación, en una condición de segundo plano, para aplacar el asedio constante en la memoria del escritor.

Mientras exista el hombre habrá mitos. Mientras el hombre respire y pise en esta tierra de gracia —y desgracia—, habrá mitos. Todo retorna en la vida del hombre, y a veces, ese retorno transfigurado cambia la historia.

Alfonso Solano
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