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Andrés Bello es nuestro verdadero padre

lunes 9 de enero de 2023
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Rodolfo Izaguirre
Rodolfo Izaguirre: “Todos los sátrapas, autoritarios, civiles o militares, arbitrarios y despóticos que han castigado y humillado a Venezuela le rinden culto a Bolívar, pero rara vez mencionan a Andrés Bello”. Manuel Sardá • El Ucabista

Nota del editor

El escritor venezolano Rodolfo Izaguirre hilvana sus recuerdos de la infancia con la vida y la obra del humanista Andrés Bello, así como con la historia de Venezuela, en esta pieza de oratoria que pronunció en la Universidad Católica Andrés Bello el 29 de noviembre de 2022 —fecha natal del epónimo de esa casa de estudios y Día del Escritor en Venezuela— durante la 7ª Feria del Libro del Oeste de Caracas.

 

Mis queridas víctimas, permítanme expresar mis condolencias por la ausencia de José Francisco Virtuoso y saludar al nuevo rector de esta bella y prestigiosa universidad que lleva el nombre de Andrés Bello. Al rector, a su equipo docente y a Marcelino Bisbal, artífice de esta estupenda feria del libro.

Caracas, la ciudad en la que nací, en 1931 contaba con doscientas mil almas. Se hablaba de almas y no de habitantes. Prefiero decir almas porque sugiere algo más leve, espiritual; algo menos banal o cotidiano que habitantes. En la hora actual, Caracas debe andar tal vez cercana a los cuatro o cinco millones de habitantes, pero muchos hemos perdido el alma.

Para el momento de mi nacimiento no existían clínicas y la Maternidad Concepción Palacios se inauguró en diciembre de 1938 durante la administración de Eleazar López Contreras; de modo que yo nací en mi casa, en la parroquia San Juan, cuando se hicieron presentes el doctor Osío y una comadrona que le servía de ayudante. Mis padres y todos mis hermanos han muerto y soy el único que sobrevive. Supe por ellos que la comadrona al yo no más nacer me alzó y dijo: “¡Parece un cochino inglés!”.

Era un halago porque los cochinos ingleses deben ser lindos y rosados, ¡pero me estaba diciendo cochino! Lo que nunca he logrado establecer es si mi primer llanto fue de rechazo a la exclamación de la comadrona o si, por el contrario, fue de saludo al mundo que me veía llegar. Después de llamarme cochino me han insultado millones de veces pero lo de cochino resultó tan fuerte, tan crispante, que no me molesta para nada cuando me zarandean diciéndome vulgaridades o zalamerías de toda naturaleza.

No es allí donde se encuentra el rencor que durante mi infancia me producían los adultos sino el hecho de ser hijo de una paternidad irresponsable.

Cuando me alzaron y me dijeron cochino yo resulté ser el menor de seis hermanos. Pero no es allí donde se encuentra el rencor que durante mi infancia me producían los adultos sino el hecho de ser hijo de una paternidad irresponsable y de pertenecer a una familia rica pero venida a menos, un niño rico, pero pobre; experto en manejar cubiertos frente a un plato vacío o con muy poco qué comer. Me tocó frecuentar no la escuela Ezequiel Zamora situada frente a la plaza de Capuchinos debidamente registrada en el Ministerio de Educación como escuela oficial, sino la escuelita parroquial amparada por la iglesia de San Juan que quedaba justo al lado de la Ezequiel Zamora. Se recorría un largo pasillo a un costado de la iglesia cuya pared derecha era compartida con la Ezequiel Zamora y detrás de la iglesia estaba la escuelita que me educaba a mí y a los desdichados niños de las barriadas de El Guarataro, de la Cañada de la Iglesia y de Luzón; una escuela promovida por Fernández Feo, el cura párroco que después fue elegido como tercer obispo de la Diócesis de San Cristóbal (1952-1985), una escuelita regentada por los Hermanos de La Salle, maestros laicos pero de sotanas y un baberito blanco. Los alumnos de la Ezequiel Zamora se burlaban todo el tiempo de nosotros los desarrapados de la parroquia y descargaban sus prejuicios sociales con risotadas y empujones. Una situación totalmente necia y absurda porque, si a ver vamos, ellos también arrastraban una vida tan triste y mezquina como la mía.

Pero calzado con zapatos iba a la escuelita parroquial a reunirme en el aula con muchachitos de alpargatas y mi mamá, nieta predilecta del general Francisco Tosta García, poderoso dueño de media parroquia, forraba con tela mis cuadernos y libros de texto y al salir de casa, al no más doblar la esquina, yo quitaba los forros y los escondía en el bulto. No podía presentarme en la escuela parroquial ante mis compañeros de alpargatas con cuadernos forrados en tela como si fuese una niñita del San José de Tarbes. Al regresar a casa, volvía a forrar los libros y los cuadernos y a repetir la situación al día siguiente, y así todas las semanas.

¡Odiaba aquella farsa de ser un niño rico, pero pobre! ¡Sufría mucho! ¡Porque prácticamente no tenía padre! ¡Repudiaba a la burguesía, a los amigos de mi madre, y me hice rebelde, y con los años me convertí en un ñángara sin rumbo! Tula, mi mamá, era una joven rica y culta que recitaba sus oraciones en francés porque estudió con las monjas del San José de Tarbes y jamás llenó mi cabeza con Hansel y Gretel, ni sirenitas, ni duendes, ni bosques petrificados. Los cuentos que me contaba eran los hechos y circunstancias que le acontecían a los personajes de las novelas que leía: Stendhal, Flaubert, Balzac o Víctor Hugo. Conoció a Hamlet, a Otelo, el moro, y a la desdichada Desdémona. Cuando crecí y Hamlet cayó en mis manos, me resultó un personaje familiar porque ya mi mamá me lo había presentado, ya lo conocía. Me hice amigo de Cordelia y de su papá el rey Lear, y uno de mis hermanos me dijo que Tula les pidió que no me hicieran llorar tanto cuando era niño porque yo iba a ser el humanista de la familia.

Un domingo, cuando salía de misa, Tula se topó con quien iba a ser mi padre. En el primer momento no se percató, pero al poco tiempo se dio cuenta de que era John Silver, el hombre de pata de palo, parche en el ojo y un loro montado en el hombro, el pirata de Robert Louis Stevenson que con el mapa del tesoro en la mano busca refugio en las tabernas de la isla de la Tortuga. ¡Pablo!, que es el nombre de mi padre, descuartizó a Tula, le clavó seis hijos, siete contando con este cochino inglés, y le dilapidó la fortuna porque en ese tiempo la mujer era un cero a la izquierda, era el trapito de bajar la olla y no administraba su patrimonio, pero era una mujer acomodada por ser nieta de un poderoso general.

A un lado de la plaza de Capuchinos, frente a la iglesia de San Juan, la misma iglesia que vio salir a Tula para encontrarse con la perversidad de su destino, se encontraba una estatua de bronce con un personaje adusto, muy mayor, sentado en una cómoda poltrona académica. ¡Sí!, ¡una formidable estatua! Yo era un niño y es así como la recuerdo: ¡la estatua de un ser de aire severo sentado en una silla de obispo!

Y una mañana, antes de entrar a la escuela con los forros de tela en el bulto, sentí que el personaje de la estatua me miraba con mirada dura como si me estuviera regañando, como si me hiciera culpable de algo que, sencillamente, no había hecho, como si me acusara de no sentir ningún afecto por John Silver, el pirata que se convirtió en mi papá. Y entraba a la escuela con mi uniforme zurcido pero limpio, los zapatos lustrosos, los forros de tela escondidos en el bulto y la rebeldía que me asestaba puñetazos con sólo pensar en la irresponsable conducta de mi papá, y aquella fría y endurecida mirada de bronce del personaje de la estatua me seguía perturbando y me dio por sacarle la lengua y después le hacía gestos obscenos.

Fue maestro de Simón Bolívar, propuso un español para nosotros los americanos, redactó un Código Civil para Chile y otro para Colombia y fue filósofo, filólogo, ¡dominaba idiomas como el latín, el inglés y el francés!

Terminé por preguntarle al hermano Hermógenes, mi maestro lasallista, quién era ese personaje de la estatua sentado en un sillón de obispo, y me dijo que se trataba de alguien muy importante en su época porque fue maestro de Simón Bolívar, propuso un español para nosotros los americanos, redactó un Código Civil para Chile y otro para Colombia y fue filósofo, filólogo, ¡dominaba idiomas como el latín, el inglés y el francés! Además, fue un gran poeta. ¡Se llamaba Andrés Bello! Lo llamaban “el humanista de América”. “¡Cónfiro!”, me dije, “fue maestro nada más y nada menos que de Simón Bolívar!”. Y al terminar la clase, impresionado, salí a la calle y miré al personaje de la estatua como si lo estuviera viendo por primera vez. Y por primera vez no le saqué la lengua sino que lo saludé agitando la mano.

La oportunidad de volver, hoy, a encontrarme con Andrés Bello y su estatua de la plaza de Capuchinos, ha removido apagados recuerdos de mi infancia, una memoria que el tiempo y mi propia voluntad borraron como se borra lo que escribía la tiza en el pizarrón de la escuelita parroquial. A medida que yo crecía, también crecía mi admiración por Bello. Por eso me vi una vez de rodillas en el patio de mi casa jugando con mis carritos cerca de los zarcillos de la reina, la enredadera que se encontraba al lado de la ventana del cuarto de mi mamá ya enferma, acostada en una cama clínica, y un hombre muy alto, ¡mi papá!, pasando junto a mí sin saludarme o sin acariciarme, sin mirarme, como si yo no existiera, preguntando a nadie, al aire de la tarde y en voz alta: “¿Y cómo está la señora?”, refiriéndose a mi mamá que se estaba muriendo. Era evidente que no tenía nada que decirle a su mujer enferma, pero tampoco a mí. Entonces sentí que alrededor mío y dentro de mí comenzaba a levantarse un fuerte oleaje de desafecto.

Murió muy anciano en la clínica de mi hermano José Luis y lo vimos morir mi hermano Gustavo y yo. Y al verlo morir, Gustavo me vio y dijo que no sentía nada, ni siquiera una lágrima. ¡Y refiriéndose a don Pablo, a nuestro padre, José Luis le dijo a Gustavo que no se preocupara, que don Pablo se había muerto para él cuando tenía doce años! ¡Quedamos atónitos Gustavo y yo! Como médico tenía que atenderlo, dijo José Luis, y yo me dije que también murió para mí cuando yo jugaba con los carritos en el patio de mi casa junto a los zarcillos de la reina sabiendo que mi mamá se iba a morir en cualquier momento. Me dolió mucho, entonces, descubrir que mi papá era un ser insensible e impresentable.

En mi casa había una vitrina que contenía novelas españolas del siglo XIX de autores como Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, José María de Pereda. Nunca vi a ninguno de mis hermanos abrir esa vitrina, sacar un libro y leerlo. Yo lo hice cuando todavía no alcanzaba los once años, que es la edad que tenía cuando muere mi mamá a causa de los maltratos que le ocasionaron mi papá y la Muerte. Desde el amanecer, escondida en los zarcillos de la reina, la Pelona, la Muerte, estuvo acechando a Tula. La víspera, al caer la tarde, mi mamá pidió varias veces que espantaran a la pavita posada en una rama de la mata de mango que ella escuchaba desde la galería, el mejor cuarto de la casa. Como se sabe, la pavita es una lechuza muy pequeña que emite un lúgubre canto, monocorde, que anuncia la muerte. ¡Es heraldo de la Muerte! Mis hermanos la espantaban, pero el lúgubre sonido se mudaba de sitio en la mata de mango cada vez que lo espantaban y le tiraban piedras hasta que se hizo de noche o se fue volando o dejó de fastidiar.

Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, sigilosa, la espectral mujer del sudario entró por la ventana con su siniestra guadaña en la mano. Yo estaba sentado en la camita auxiliar y vi cómo le caía a bofetadas a mi mamá. Satisfecha, viendo a su víctima tendida sin vida en la cama, sacudió su sudario, me miró, puso una victoriosa y horrible sonrisa en su rostro cadavérico o descarnado y se marchó por el ventanal por donde había entrado, tropezando con los zarcillos de la reina enredados en la guadaña con la que sólo hiere a las almas de sus víctimas.

Sí, leí aquellos libros sin entender lo que leía. No pude terminar Fortunata y Jacinta, aquella dos historias de casadas de Pérez Galdós, porque la encontré sumamente larga y fastidiosa. Y tampoco pude leer El sabor de la tierruca, la novela de Pereda. Leía por leer, para no aburrirme. Sin saber por qué me enamoraban las palabras; simplemente, adoraba las maneras como esos autores ponían adjetivos en sus frases. (Muchos años más tarde, mi hijo Boris muy niño me dijo: “¡Papá, qué lindo es jugar con el adjetivo!”, porque también descubrió que si ponía el adjetivo antes o después del sustantivo algo cambiaba en la música de las palabras).

Un día, el hermano Hermógenes habló en clase sobre temas gramaticales y mencionó al copretérito, y dijo que fue Andrés Bello quien lo creó cuando concibió un idioma español para nosotros; es decir, una gramática de la lengua castellana al uso de los americanos, lo que terminó llamándose genéricamente “el español de América”. El hermano Hermógenes explicó lo del pluscuamperfecto y dijo que en la gramática de la Academia española, en el modo indicativo, el pretérito imperfecto es un tiempo verbal que se refiere a hechos que se suceden simultáneamente en tiempo pasado; por ejemplo: “cuando llegué” (¡es un hecho pasado!) “ya todos se habían ido” (¡es otro hecho pasado!), es como el pasado del pasado, dijo Hermógenes, y ese tiempo se llama pretérito imperfecto, y cuando es tiempo compuesto se llama pretérito pluscuamperfecto; la palabra viene del latín, concretamente del plus cuam perfectus, que quiere decir “más que perfecto”. Lo que hizo Bello fue sustituirlo por la palabra copretérito. Así, al pretérito imperfecto lo llamó copretérito y al altisonante pluscuamperfecto lo llamó antecopretérito. Yo era muy atrevido y expresé en voz alta que Andrés Bello merecía un aplauso, y el hermano Hermógenes me dijo que al aplaudir al copretérito estaba reconociendo algo más precioso que un tiempo gramatical; que se trataba de algo mucho más valioso que el hecho mismo de ser venezolano, estaba acariciando el milagro de ser americano, de pertenecer a un universo mucho más grande y espléndido, el universo de Andrés Bello, el caraqueño irrepetible que vivió largos y beneficiosos años en Santiago de Chile y antes en un Londres de precaria economía familiar y una niebla tan densa que podía cortarse con un cuchillo de cocina, la niebla que en 1888 iba a proteger a Jack, el destripador.

Se embarcó en un bergantín de la armada británica y cuatro meses más tarde desembarcaba en Valparaíso, Chile, y nunca más volvió al país que lo vio nacer.

Vivió en esos dos países, me explicó el hermano Hermógenes, más tiempo que el que gastó viviendo en Venezuela, porque una vez concluida su pobretona estadía londinense de dieciséis o diecinueve años, en 1829, un año antes de que la pavita cantara en Santa Marta, en los aleros de la quinta San Pedro Alejandrino, se embarcó en un bergantín de la armada británica y cuatro meses más tarde desembarcaba en Valparaíso, Chile, y nunca más volvió al país que lo vio nacer.

Hoy quiero imaginar que cuando escuché la palabra copretérito también escuché a mi papá preguntando “por la señora”. Fue cuando sentí que mi papá comenzaba a dejar de existir para mí, porque por su culpa Tula enfermó y muy pronto iba a morir, y también por su culpa yo no tenía nada qué comer, lo que me obligó a frecuentar la escuelita parroquial, y puedo jurar que a partir de ese momento, a partir del copretérito, me pareció que comenzaba a producirse una transformación en el personaje de la estatua, porque fue adquiriendo una apariencia física mucho más amable que la de mi propio padre, y cuando vi que el personaje de bronce sentado en su silla episcopal me sonreía abiertamente, me dije que sonreía por el aplauso que le pedí al hermano Hermógenes por el copretérito y también porque mi infancia comenzaba a irradiar la alegría de saberse americana.

Más tarde supe que, siendo niño, Andrés Bello leía a Lope de Vega y a Calderón de la Barca y hasta memorizaba largos fragmentos; entonces comprendí que me cautivaba su sensibilidad porque también a mí me deleitaba entrelazar palabras para escuchar que había una rara música que se ocultaba en ellas. Además, yo era un niño que cuidaba el lenguaje (y eso me valió muchos problemas porque se pensaba que yo era un mariquito), y en lugar de culebra decía serpiente, pero cuando crecí y encontré a Juan Ramón Jiménez, que andaba por los caminos del mundo con un burrito llamado Platero, fue él, Juan Ramón Jiménez, quien me recomendó que en el habla de la conversación no dijera “ave” sino “pájaro”, que no dijera “serpiente” sino “culebra”. Que “ave” era para que volara en el lenguaje literario y serpiente para que reptara en ese mismo aire y siguiera tentando a Eva cuando desnuda vivió con Adán en el Paraíso y le atrajo poderosa e inevitablemente al árbol del conocimiento, lo que provocó la Caída, el Ángel con la espada de fuego que los expulsó. Una violencia que todavía hoy nos desconcierta porque con ella dos monstruos terribles, la Culpa y su hija la Muerte, abandonaron para siempre la región del Erebo y se instalaron en la Tierra para servir de alojamiento al dolor y al infortunio.

Lentamente, sin darme cuenta, me fui acercando al personaje de la estatua, que mantenía su comportamiento académico pero mostrando ahora una amable sonrisa cada vez que me veía entrar o salir de la escuela, y a medida que, gracias al hermano Hermógenes, iba conociendo a Andrés Bello, el personaje de bronce sentado en su inmenso sillón académico se hacía más humano, más amistoso, y el malestar que me provocaba la imagen impresentable de mi papá comenzaba a disolverse, a perder corporeidad. El personaje de la estatua empezaba a ser algo más que un tipo petrificado; comenzaba a vislumbrarse como un ser más cercano. Desde luego, alguien podía decirme que no me ilusionara, que aquel sujeto era Andrés Bello, sí, pero era una estatua. Por supuesto, me daba perfecta cuenta y lo aceptaba, ¡sí, era una estatua, pero comenzaba a verlo como un familiar; me resultaba más amable! ¡Ya no me miraba como si me estuviera regañando!

Otro día me enteré de que a los once años Bello leyó El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y se deleitó envolviéndose en la riqueza literaria de Cervantes. Créanlo o no, yo también lo iba a leer, pero tuve que postergar su lectura porque en esos días se escuchó el canto de la pavita y la Muerte aprovechó para esconderse en los zarcillos de la reina e impidió que acompañara a don Quijote convertido yo en Sancho, su escudero.

Y, complacido por el conocimiento de las lecturas de Bello, traté de subirme a la estatua para abrazarlo a pesar de que la estatua estaba sucia por la tenacidad de las palomas, pero el policía de punto lo impidió. “¡Muchachito, bájate de esa vaina!”. Odié al policía pero sentí que el bronce duro, sucio y frío agradecía la suave y cálida manifestación de mi afecto.

El personaje de la estatua había dejado de verme con huraña enemistad porque, con el tiempo, me ratificó él mismo que se llamaba Andrés Bello.

La irresponsabilidad de mi padre empezaba misteriosamente a escurrirse por algún resquicio de mi cerebro porque estaba aprendiendo a conocer quién era, en verdad, el amigo de la estatua, y empezaba a respetarlo y los fríos apoyabrazos de aquel pesado sillón en el que estaba sentado, al tocarlos, parecían conservar la dulce temperatura de una tibia tarde del agosto caraqueño. Simplemente, el personaje de la estatua había dejado de verme con huraña enemistad porque, con el tiempo, me ratificó él mismo que se llamaba Andrés Bello.

Me maravilló saber que, siendo apenas uno o dos años mayor, fue maestro de Simón Bolívar y le enseñó letras y geografía. Y Oscar Sambrano Urdaneta, en su libro Verdades y mentiras sobre Andrés Bello, dice que Bolívar, antes de morir, reconoce la superioridad intelectual de aquel ser a quien siempre quiso y admiró pero que nunca volvió a ver después del frustrado viaje a Londres. Y en Caracas, yo lo estaba vislumbrando como si se tratara de un nuevo padre.

Somos muchos los venezolanos que carecemos de padre. Y el país suspira buscando uno, para sí, sin encontrarlo, y se ha contentado con tener a mano a Simón Bolívar. A veces, cuando se tiene un padre es mejor no haberlo tenido, o tratamos de no conocerlo porque generalmente son seres como el mío, intratables e insoportables; creen ser poderosos, dueños de una verdad incontestable que abruma desgraciadamente a los hijos. ¡El mío resultó ser, como ya se ha visto, un codicioso aventurero, un hombre inculto, áspero y acomplejado!

Tampoco conocemos a nuestros abuelos. Mi árbol genealógico y el de los pobres de este país carecen de copa o de espesos ramajes, lo que ha determinado que miramos aquí y allá y buscamos un abuelo o un padre, pero quien aparece es un militar de bigotes como Juan Vicente Gómez o un oscuro paracaidista llamado Hugo Chávez. El despótico tachirense sostenía que hombre que amanece con mujer se le debilita el carácter y se la pasaba levantando mujeres. ¡Juan Vicente Gómez, el “héroe” de La Mulera, el Benemérito, no ha sido nunca santo de mi parroquia! ¡El mayor error venezolano ha sido el no haberlo enterrado suficientemente! El otro, barinés de Sabaneta, no sólo decapitó la dirigencia cultural del país sino que, además de un fuerte oleaje de corrupción bolivariana, sembró una maloliente mediocridad. Finalmente, el país eligió a Bolívar ¡como nuestro padre!, pero confieso que nunca he puesto en duda o en entredicho la anécdota que se le atribuye cuando, en medio de una furiosa batalla, fueron a decirle que saliera de la hamaca y dejara quieta a la mujer que estaba con él porque… “¡General, nos están dando palo!”.

No sólo es nuestro padre sino el Padre de la Patria, pero si continúa encaramado en un caballo, inventando a Bolivia, mandando a fusilar a todo español o canario así fuesen inocentes, escribiendo cartas de amor a Fanny du Villars, pero engañando a Manuelita Sáenz, que tampoco era una perita en dulce, y acostándose con las chicas que va encontrando a su paso, se le hará difícil ser padre responsable. He terminado por aceptar a Bolívar como Padre de la Patria. ¿Qué quieren que haga? Pero lo veo más bien como padre de Colombia, y a José Antonio Páez como padre de Venezuela a partir de La Cosiata.

En esta hora actual bolivariana lo único que nos queda es este Bolívar maltrecho y humillado, pero no lo veo dispuesto a rescatarnos del pantano militar en el que hemos caído. El copretérito y el niño que fui cuando arrodillado jugaba con mis carritos junto a los zarcillos de la reina, decidieron que mi verdadero padre debía ser Andrés Bello, aquel hombre de la estatua que dejó de ser un sujeto petrificado para convertirse en el maestro de todos nosotros.

Andrés Bello formó una numerosa familia. Mi papá, en cambio, destruyó la mía y Bolívar no formó ninguna. Salvador Garmendia hablaba de un poeta llamado Castellano que no era ni lo uno ni lo otro porque no era poeta o, peor aún, era muy mal poeta, y era natural de Barquisimeto y no de Castilla y escribió un largo y tedioso poema titulado “¡Bolívar debió tener un hijo!”, y todo Barquisimeto gritó que quien no ha debido tener un hijo era el papá del poeta Castellano.

Aquel policía de punto que me impidió subirme a la estatua y abrazar a mi amigo humanista representa en la hora actual bolivariana al poder, a la autoridad, al déspota que, como todos los tiranos que han ofendido al país, invoca hoy no sólo a Bolívar sino a José Martí por estar el país sometido al régimen cubano.

Este déspota civil bolivariano es una marioneta de militares que han olvidado sus juramentos patrióticos. Antes que ellos, padecimos aquel fascista ordinario llamado Marcos Pérez Jiménez. Los déspotas militares, pero también los caudillos civiles, no han vacilado en ponderar a Bolívar y contribuir a levantar una iglesia, una religión en torno a su nombre. Han convertido a Bolívar en una deidad, pero yo insisto en proclamar que mi verdadero padre no es Bolívar sino Andrés Bello. ¡Revisen la historia política venezolana! Todos los sátrapas, autoritarios, civiles o militares, arbitrarios y despóticos que han castigado y humillado a este país, le rinden culto a Bolívar, pero rara vez mencionan a Andrés Bello. Jamás escuché a Chávez nombrar a Andrés Bello porque le temen, porque es una mente abierta, porque es un pensador.

Lo que ocurría con Bello es que era un intelectual superdotado; no había alcanzado sus primeros once años y no había nadie que lo igualase o se sintiera superior a él en el campo de las humanidades y en el juicio certero. Tenía apenas diecinueve años cuando acompaña a Humboldt al Ávila y mantiene en francés largas conversaciones con el naturalista alemán, y cuando ocurre el 19 de abril de 1810 no cumplía todavía veintinueve años y es cuando se inician las primeras misiones diplomáticas de la creada Junta Suprema que desconoce la autoridad del Consejo de Regencia de Cádiz. En una de esas misiones diplomáticas le toca acompañar a Simón Bolívar y a Luis López Méndez en el célebre viaje a Londres. La delegación debía entrevistarse con el ministro de Relaciones Exteriores de Jorge III, rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, pero los resultados de la entrevista no fueron satisfactorios. Tenía que tratar temas muy delicados que favorecían al país venezolano que se independizaba de una monarquía, la española, que a su vez era “protegida” por otra monarquía, la británica, de los abusos franceses del nepotismo napoleónico. Todo eso lo sabemos: el tonto de Fernando VII, la abdicación de Bayona; el ridículo Pepe Botella, el hermano de Napoleón.

Bello tendría poco menos que veintinueve años cuando va a Londres. Arrastra consigo una bien ganada fama de hombre de vasta cultura, de ser un humanista, hombre de letras, educador.

Bello tendría poco menos que veintinueve años cuando va a Londres. Arrastra consigo una bien ganada fama de hombre de vasta cultura, de ser un humanista, hombre de letras, educador. Su vida ha estado dedicada a la poesía, al estudio de idiomas, a fortalecer el latín. Uno de los planteamientos de la comisión integrada por Bolívar, López Méndez y Bello era sumamente delicado: solicitar al pichirrosky gobierno británico nada menos que un empréstito y facilidades de pago para la adquisición de armas y municiones de guerra. Era decirle a una monarquía que le prestara dinero para independizarse de otra. Allí se requería la presencia de un militar de arrojo, experto en negociar, no la de un humanista sólo porque hablaba inglés con asombrosa facilidad. Es verdad que en 1807, en Caracas, Bello es nombrado comisario de guerra, pero que yo sepa jamás enfrentó una refriega o una vulgar escaramuza. Por eso no me explico su presencia en esa comisión de la misma manera que no me explicaría que el nuevo rector o Marcelino Bisbal la hubiesen integrado siendo uno rector universitario y el otro un baluarte de esta hermosa y venerada universidad que tan acertadamente lleva el nombre de Bello, porque no creo que ninguno de los dos se vanaglorie o enorgullezca del pundonor militar.

Yo vi en Segovia, España, en un museo militar, la libreta de notas del joven estudiante Simón Bolívar. En un cofre de vidrio sobre un pequeño cojín estaba la libreta abierta. Las notas de aplicación, disciplina y otras exigencias militares eran excelentes, y en el renglón valor, es decir, coraje en batallas, decía: “¡Por verse!”. Bolívar no había dado a conocer todavía la valiente temeridad que le hizo posible derrotar a un colosal imperio y liberar a cinco naciones, aunque no parecía ser un buen militar porque el verdadero estratega fue Antonio José de Sucre. ¡Todavía hoy en las academias militares se estudia la batalla de Ayacucho! Por eso, en lugar de un humanista como Bello tendría que haber participado en aquella comisión un militar de rango y condecorada experiencia versado en negociaciones de guerra.

En Londres, Bello no sólo conoce a Francisco de Miranda y lo oye hablar de América, sino que navega a sus anchas por la biblioteca del Precursor, que era impresionante, y supo aprovecharla. ¡Conoció a Miranda! Son muchas las historias que se cuentan de Miranda. Una de ellas es haber tocado flauta en el palacio Esterházy de Viena con Joseph Haydn, y uno se pregunta: ¿qué venezolano es ese que en Copenhague se emociona al ver, en la vitrina de una tienda, tabaco barinés, a pesar de que no fumaba? Cuando los países reclamaron las obras de arte saqueadas por Napoleón, se apoyaban en “descripciones minuciosas” hechas por don Francisco de Miranda. Viajó por el mundo asombrándolo. Por eso se dice de él que es el primer venezolano universal.

Lo que nos acontece en la hora actual venezolana no es nada entusiasta ni placentero. Seguimos escuchando a José Ignacio Cabrujas sostener que el país ha aceptado la moral y la cívica, pero el profesor en el liceo dice una cosa y el policía de la esquina dice otra, y agregaba José Ignacio que “vivimos en una sociedad que no ha podido escoger entre la ‘moral’ y la ‘cívica’”.

No será la presencia militar la que nos devolverá la dignidad que creemos haber perdido. Lo lograremos con el esfuerzo de nuestra tenacidad y constancia civil, con la nobleza de ideas y pronunciamientos emanados de un humanista de la altura moral e intelectual de Andrés Bello. No pretendo ofender ni desmerecer nuestra memoria histórica, disminuir las valientes hazañas de nuestros héroes de Independencia, pero hoy necesitamos a Bello más que al Padre de la Patria.

Perdónenme que arruine la fiesta, pero creo, con mi amigo Gustavo Coronel, que vive en Virginia, Estados Unidos, que nosotros los venezolanos todavía no somos ciudadanos sino habitantes. ¡Ni siquiera somos almas! Vamos camino de ser simples usuarios, números de una cédula de identidad que también puede solicitarse en La Habana comunista porque los hermanos Castro invadieron hasta nuestras notarías y se apoderaron de nuestra bandera. Vivimos aquí, sobrevivimos, soportamos y aceptamos lo que nos viene y siempre estamos esperando que termine de llover y escampe, que “amanecerá y veremos”, que Dios proveerá, como dijo una vez el usurpador de Miraflores.

Debajo de la alfombra que cubre los aposentos del Palacio de Miraflores se esconden perfidias, traiciones y despropósitos; florecen negocios a la sombra del régimen bolivariano, y en la democracia también hay prisiones injustas, maltratos físicos y en muchos opositores políticos crecen ambiciosas raíces oficialistas. Aún no hemos conquistado el valor y la dignidad de enfrentarnos a nosotros mismos, de conocer y defender nuestros derechos y nuestras obligaciones, dejar de ser el detestable y abusivo “¡quítate tú para ponerme yo!” y asumir juntos nuestro destino, visionar un futuro más grato y aceptable, un país enderezado, nuevos horizontes para que las nuevas generaciones traten de ir aún más allá. Dejar de ser los eternos pedigüeños que se contentan con las migajas que suelta el poder para que el hombre de teatro levante el telón y el poeta edite su libro.

Sostengo que no es necesariamente la economía lo que mueve a los pueblos, sino la cultura.

El mayor esfuerzo, inútil, que me ha tocado, es explicar y tratar de convencer a los políticos de que no es necesariamente la economía, un elemento importante, no la estoy negando ni desechando, pero sostengo que no es necesariamente la economía lo que mueve a los pueblos, sino la cultura. El día que ofrezcamos al mundo un turismo cultural el mundo nos reconocerá. El problema está en que los resultados económicos son rápidos y sus alcances se observan de inmediato; en cambio, los resultados en el campo de la cultura se hacen esperar. Y los políticos se impacientan, se ponen nerviosos porque se dan cuenta de que la cultura no produce votos electorales inmediatos. Yo viví varios años en París y tuve a París durante ese tiempo como aula, pero eso fue en los años cincuenta del pasado siglo y es ahora cuando aquella experiencia está comenzando a dar frutos. La niña se inicia en el ballet pero hay que esperar a que crezca para saber si realmente tiene condiciones físicas y de temperamento para ser bailarina. Engorda, “tiene mucha conversación”, es decir, tetas inverosímiles, pero no tiene ritmo ni oído musical y no va a danzar; y lo mismo les ocurre a los niños que gustan de las palabras o dibujan con manchas una casita y un sol muy amarillo. ¡Puede ocurrir que no lleguen a ser escritores ni artistas plásticos!

Aquella entrevista fracasó y el gramático quedó atrapado en Londres sin poder regresar a Venezuela, porque las finanzas venezolanas estaban sepultadas por los estragos políticos y, a pesar de las numerosas diligencias que hizo ante las distintas legaciones americanas que actuaban en la capital inglesa, tampoco pudo Bello abandonar Londres y regresar a América. Para agravar aún más las preocupaciones que tanto lo atormentaban, un terremoto acaba con Caracas y con su casa dejando en la calle a su mamá y a sus hermanos; algunos meses más tarde, Miranda es acusado de traición porque capitula ante Domingo Monteverde y es enviado a prisión en Cádiz, y encima, y para colmo, ¡se pierde la Primera República! Todas estas desventuras las padece Bello estando en Londres.

Londres significó para él notables avances culturales, pero también una penosa situación económica. Sobrevive milagrosamente dando clases ocasionales y finalmente, ¡gracias a Dios! logra que Chile lo acepte y allí va a permanecer largos años de vida apacible y de alto provecho, porque formó a ese país, lo educó, redactó códigos para normar la vida civil, creó una universidad de la que fue rector legendario. Desarrolló una gramática, fue periodista, ofreció una lengua castellana para uso americano y durante años pareció no existir, quedó olvidado. La guerra de independencia lo ignoró. ¿Quién se preocupa en medio de una guerra por la vida de un poeta? ¿A quién le interesa el destino de un gramático? En cambio, Bolívar y los otros héroes de la Independencia, porque son militares, hicieron carreras fulgurantes, y Bolívar es consagrado como padre de todos nosotros.

Estaría aquí horas tratando de resumir la gigantesca obra que logró cumplir en vida Andrés Bello. Lo mejor que puedo hacer es remitirlos a Pedro Grases, que dedicó gran parte de su vida en indagar y conocer esa obra, lo que le hizo afirmar que Bello es el fundador de la cultura americana que habla español; es el primer humanista del continente.

Bello sufrió desencuentros y desilusiones. Lo acusaron de haber delatado a los conjurados mantuanos rebeldes que conspiraban contra la monarquía en la cárcel de la Misericordia en Caracas. Se supo que era una malvada intriga y el honor de Bello quedó a salvo, pero le destrozó el corazón. Lo acusaron de haber traicionado a la república por el apego que en un determinado momento tuvo hacia la monarquía, algo perfectamente comprensible porque antes de abril de 1810 éramos una colonia de España y la nacionalidad que nos correspondía era la española. Acusaron a Bello de haber preferido a Chile y no a Venezuela; de donar al país del sur los frutos de su conocimiento y haber preferido los libros antes que apasionarse por la independencia de su propio país. Es evidente que los humanistas, los poetas, siempre somos culpables de nuestros actos, no así los militares. ¡Los que fomentan las guerras y se hacen escribir la historia se reservan para sí los mejores titulares y atributos! Los héroes de nuestra independencia resultaron ser personajes poderosos, godos, dueños de unas tierras que nunca repartieron, pero a los pensadores como Bello cuando ocasionalmente se les menciona se hace en letras muy pequeñas o a pie de página. Afortunadamente, somos muchos los que admiramos y enaltecemos a Andrés Bello, y sobran los testimonios que han echado por tierra los infundios y calumnias que para ofenderlo pretendieron bajarlo de la estatua de la plaza de Capuchinos que yo contemplaba en mi niñez.

Yo tenía doce años y seguía cantando patrióticamente: “la pobre lechosa libertad pidió” en lugar de “el pobre en su choza”.

El nombre de Bello estuvo o está asociado a la letra del Himno Nacional, pero prefiero evadir este tema porque no veo a Bello escribiendo el gerundio “respetando” en medio de una canción de cuna que es la música de un himno muy poco glorioso. La ley respetando. Yo tenía doce años y seguía cantando patrióticamente: “la pobre lechosa libertad pidió” en lugar de “el pobre en su choza” y le he preguntado a varios historiadores que significa ese “vil egoísmo que otra vez triunfó” y no tienen idea. ¿Lo sabía Andrés Bello si fue él quien lo escribió? Lo dudo. Me gustó un artículo de José Rivas Rivas sobre este asunto del “respetando” publicado hace años en El Nacional, cuyo título era: “¡Es feo, luego no es bello!”.

En un momento de inmensa fortuna para todos nosotros aparecieron Pedro Grases, Rafael Caldera, Pedro Pablo Barnola, Oscar Sambrano Urdaneta, Iván Jaksić, Joaquín Trujillo Silva y muchos otros que lograron hacer respetar y revivir la vida útil y ejemplar del humanista. También Inés Quintero, Ramón Guillermo Aveledo, Carlos Sandoval y Rafael Tomás Caldera, entre otros, ocuparon este lugar y disertaron sobre Bello en un día como hoy. Gracias a ellos, el personaje que fue mi amigo durante mis cortos años de la escuelita parroquial dejó de ser de bronce para convertirse no solo en el copretérito sino en un ser perfectamente humano, en el maestro de Simón Bolívar, en un ser superior y en mi propio padre porque el mío, afortunadamente, se desvaneció en el tiempo.

Veo a muchos amigos y aprovecho para decir que a mi avanzada edad, con frío en los huesos, me he prometido cerrar mis apariciones públicas declarando que he desertado de todas las ideologías. ¡Me siento en libertad! Soy mi palabra propia y mi propia iglesia y a mis noventa años me urge el aire salado del mar, el tiempo que se remueve dentro de las piedras, el vuelo silencioso y liviano del aire que me acaricia, la fruta o la hoja que se desprenden de las ramas del árbol. Creo en la belleza de lo imposible y termino esta disertación con la certeza de que también allí, en la poesía, en mí, vive el espíritu de Andrés Bello, y es él quien me asegura que el país venezolano volverá a ser, y me ha dicho que el nuevo rector, que Marcelino Bisbal y mi amigo el poeta y abogado Jesús Peñalver, descendiente del prócer Fernando Peñalver, que firmó el Acta de la Independencia, y todos nosotros, juntos, ¡navegaremos hacia el sol!

Rodolfo Izaguirre
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