De piedra al canto
(nuevos extractos)
Susana Artal
Prólogo
Tengo que decir todo esto,
el silencio inclusive.
O fundamentalmente el silencio.
Roncesvalles
que malvaise cançun de nus chantet ne seit.
Chanson de Roland, v. 1014.
El campo quedó vacío.
Vacío de cabezas —digo.
El loco se metió el cuerno en una oreja,
lo sacó por la otra. No llamaba.
El loco no pensaba —esta es una característica—
pero más allá —lejos, digamos,
en un puerto— las banderas.
Y podemos seguir discutiendo el verso cuarenta y nueve,
si soñaba,
si hubo presagios...
Podemos seguir discutiendo
pero el loco se metió el cuerno en una oreja,
lo sacó por la otra,
revoleó la espada como un molinete ciego,
como la hélice de un submarino,
y quedaron las cabezas.
Y el campo desierto de cabezas.
Y las cabezas en el campo
tendidas.
Y debajo de un pino
o quizás de un peñasco
o según otra versión...
El ruido o los que quedaron bajo la tierra
o el gemir de la trompeta
o la trompeta que era un cuerno
o los últimos sonidos de los muertos.
Pero el campo se quedó vacío.
Las banderas no llegaban.
Y el loco hendiendo la espada.
La espada en el agua,
la espada bajo el tronco,
y nadie sabe dónde quedó la espada.
Por eso el campo quedó vacío.
Entonces el cuerno no sonaba.
Por eso los locos seguían discutiendo
si el verso cuarenta y nueve
o el cincuenta y cinco.
Homenaje
Entre todas sólo ella exhibía la autoridad del junco,
flexible y fuerte, delgado y esbelto,
bamboleándose en el aire como una cuerda encantada
entre los dedos de un faquir.
En el horizonte de los gritos
Es dos más tres menos cinco: la cifra del viento que parte montañas. La
gran hacha invisible con color de estrella y olor de algas. Esto es: la
astucia animal de los objetos familiares. Un hechizo que se apodera de la
retina y la retuerce como un trapo.
Fuera de aquí no es pertinente indicar las pistas. Los mojones del camino
no son piedras. Sus corazones laten, su sangre entra en ebullición al salir
el sol tras el curvo horizonte que nos separa de los gritos.
Por las tardes, la mano de seda negra viene a tratar de apoderarse de mis
párpados y se entabla el combate eterno (martillos contra sien contra un
cráneo donde circulan discursos que promueven el remolino de mis dedos
contra el vidrio).
No queda duda alguna. La certeza es absoluta. Se trata de un animal que se
alimenta con palabras astilladas y filosas que se depositan en su vientre y
permiten reconstruir el mundo desde la ausencia.
In my end is my beginning
Lo mejor que un niño puede hacer con sus
juguetes es romperlos.
G. F. Hegel.
Camina hacia la nave.
Lleve el torso desnudo o no
eso no tendrá la más mínima importancia.
Hablo de muertos que nunca están
del todo muertos.
De sinos trágicos como el sol omnipotente
del desierto.
De dinastías enteras que se suicidaron
al comprobar que era imposible atraer
la más elemental de las hilanderías de la luz
a sus reinos predestinados por la ceguera.
Repaso el cuadro absurdo donde el mismo personaje
encerrado en el cuarto de mil puertas, sale
y desemboca en el eterno
polígono de mosaicos.
Un idéntico cansancio animal me trae siempre de vuelta
a estas costas.
La vida puede seguir suspendida
en este arco apretado de sudores.
Una escala de cristal que no termina
en ninguna parte.
Parajes donde el beso
es un aullido de perros
olfateando la muerte
o la ordenada agregación de las sales sobre una superficie
de piedra.
Pero es inútil: la piedra no late.
El mármol es una carroza mercenaria
que se embarca en geometrías diseñadas
para engatusar idiotas.
Y yo no digo nada. Absolutamente nada.
Se recuerdan años como hipnotismos de alcohol.
Se siguen amasando trapos para no haber querido nunca
a ninguna muñeca.
Se fabrican tiesas, almidonadas perífrasis de hormigón
donde ocultar la vida ¿dónde?
Y se confiesa. Y yo confieso.
Y todo esto no es más que otra bella mentira.
Distanciamiento, decía Brecht.
Escrito en rojo: no puedo saber dónde estás.
Estos desiertos campos donde bailó la batalla
contorsiones magníficas como el cuerpo
de los condenados a la hoguera,
estos campos —digo—
hermosos como una espalda desnuda
no son ni más ni menos reales
que el xilofón delicado de tus huesos,
que el viento que los obliga a vibrar
entretejiendo la música elemental de tus leyendas.
Una catedral en medio del Sahara
Sin paredes. Sin ruidos. Sin puertas
Una catedral entera de silencio.
Y el día huyendo como una tropilla
Y la tropilla que busca inútilmente el mar
Y el mar lejano, increpando el orgullo de los dioses.
Nos despertamos llorando, la cara contra la piedra.
La humedad de nuestros gritos no alcanza.
Nunca alcanza.
Las ceremonias, frialdad de espejos
destrozando la luna.
Bisturíes desgajando delicadamente
la piel de una cebolla.
Seguimos pidiendo más,
clavando las uñas en los escalones.
Los secuaces usan sombreros negros.
Se liman prolijamente las uñas.
El desengaño es un oficio de titanes
Dictar sentencias es el trabajo de quienes no tenemos
otra cosa qué hacer
Lejos, el viento hincha las velas
hasta convertirlas en globos anaranjados
Los héroes —los mil veces derrotados—
echan por la borda el primer contingente de peces
destacado para la invasión.
Telegramas azules vienen a recordarnos
que efectivamente has muerto hace ya tanto tiempo.
Hielo en las ramas superiores de los árboles.
Hielo en lo más alto del mástil.
Milagrosamente se ha perdido el itinerario de este viaje.
Bendecimos mil veces nuestra suerte
y enterramos el cuaderno de bitácora.
Amorosamente, como orfebres o criaturas,
grabamos sobre el casco la sentencia sublime:
"......
Profecía
I
Quizás esperando un sol,
una mirada.
La austera silueta de un navío
que la luz de la luna
rescató de la nada.
II
Palabras sin brillo.
Escuetas y rotundas.
La verdadera suavidad
carece de tersura.
III
Son huellas diminutas.
Esquirlas del espacio
en que subsiste
la voz de los ausentes.
IV
Pero tiendo mi arco
y me prometo viento.
Tenso sonidos
con dedos pacientes de anhelo.
V
"No lo dejes crecer antes que la luna
haya enjaezado el filo
de mis hachas" —dijo.
Y se alejó sonriendo.
Nadir
Soles occidere et redire possunt.
Catulo.
Escucho decir que las tumbas
de los reyes
deben mirar eternamente al sol.
En este espacio siempre cíclico,
siempre continuo tránsito hacia sí,
un animal azul viene a morderme
el cerebro
cada vez que intento
tu nombre
como un estallido independiente
de mi lengua,
como un fragmento erosionado
de mi boca que se abre
inmensa como un remolino
hasta tragar toda la luz.
En esta latitud
—me dicen—
no es necesario creer en Dios:
basta llevarse las manos al cuello
para morir.
Invocación
O quizás invocarte a tientas,
como en sueños.
Como un sueño.
Para recordar
que aunque tus ojos sean
tan hermosos,
los sueños no existen.
Epílogo
Y hay un círculo de hierro
donde la suma de todas las respuestas
equivale a una pregunta.