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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 83
6 de diciembre
de 1999
Cagua, Venezuela

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Letras de la Tierra de Letras

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La gata y la rata

Frank Bonilla

Bien entrada la madrugada, el cielo adoptó un apagado tinte rojizo y el viento se hizo más seco. Yo conducía por la avenida College hacia el condominio en que vivo, de regreso del trabajo, y por supuesto, sin imaginar los escalofriantes acontecimientos que estaban por iniciarse aquella adormilada noche primaveral.

Como siempre me recibió la soledad, pues a diario regreso tarde a casa. El condominio parecía inmóvil en el tiempo, suerte de postal nocturna, arrullado por el ulular triste de una lechuza distante. Salí del Volkswagen y caminé hacia mi edificio. Un repentino soplo de viento agitó un grupo de hojas secas, haciéndolas danzar circularmente en el centro del estacionamiento. La lechuza calló.

Al llegar frente a mi puerta vi aquello. Estaba inerme sobre la alfombra de "welcome" que tengo a la entrada, junto a la bolsa plástica que aprisionaba el Miami Herald de aquel día (lo que decía lo avanzado de la hora). Al principio sólo noté un bulto pequeño, de pálido color sucio, pero ya cuando estuve lo suficientemente cerca para detallarlo experimenté un temblor. Se trataba de un esqueleto. Una pequeña armazón ósea de un desconocido animal. Mirándolo atentamente descubrí que se trataba del esqueleto de una rata. Los dos lustrosos caninos delanteros, las patas alargadas y la cola mugrienta e intacta no dejaban lugar a dudas. Unos cuantos centenares de minúsculas hormigas negras danzaban con agitación por entre sus costillas y cráneo, mientras otro grueso número ebullía enloquecido sobre sus extremidades. De lo profundo de sus cuencas vacías, que en otro tiempo albergaron mortecinos ojillos rojos, se filtraba la oscuridad última de la muerte.

Observé el esqueleto insistentemente, entre la repugnancia y la curiosidad. Con cuidado escudriñé cada hueso, cada juntura, cada centímetro de la armazón, todavía ensamblada en perfecta armonía y recogida sobre sí, como estaría un feto extraterreno despellejado minuciosamente.

Algo que me llamaba poderosamente la atención era que la cola del animal estuviese intacta. Supuse que su sabor era tan desagradable que ni las hormigas ni ningún otro ser viviente eran capaces de masticarla. No me detuve ahí. Un pensamiento de oscura procedencia resonó en mi mente, alertándome sobre aquellos restos. Podía tratarse de algo demoníaco. Es natural, he visto docenas de películas con advertencias por el mismo estilo. ¿Era posible que una secta diabólica me hubiese "marcado"? ¿Brujería? ¿Satanismo? Confabulaciones...

Finalmente, el asco barrió mis ideas. Era impensable entrar a mi casa y acostarme a dormir sabiendo que el esqueleto estaba ante mi puerta; tenía que deshacerme de él. Me imaginaba agarrándolo para echarlo al basurero y presentí el repelente chasquido de los huesos podridos al romperse entre mis manos. ¡Diablos! Pero no tenía elección. Tomé con rapidez el Miami Herald y entré al apartamento.

Ponerme guantes plásticos, tomar papel absorbente, desdoblar una bolsa del supermercado y salir me tomó sólo minuto y medio. El esqueleto seguía en la misma posición. En eso, en la calle, una sombra se movió fugazmente, enganchándose por una fracción de segundo en la periferia de mi visión. Supuse que se trataba de un animal. No vi nada.

Decidí que lo mejor era acabar pronto con el asunto. Sin pensarlo mucho sujeté al despojo, que crujió entre mis dedos, dicho sea de paso. Lo metí en la bolsa del supermercado, cortando violentamente la línea de hormigas negras devoradoras, y eché a andar hacia el basurero. Tiré el esqueleto al fondo del contenedor. Con destreza me zafé los guantes y también los arrojé al basurero. Cumplida la misión, emprendí el camino de regreso a mi apartamento. El momento era ideal para un cigarrillo por lo que encendí uno.

Cuando estaba muy cerca de mi puerta, de entre los sombríos matorrales que cercan el estacionamiento surgió algo que se me plantó al frente con rapidez. El cigarrillo me tembló en los labios. Se trataba de un gato. Un enorme angora blanco de ojos azules destellantes, como diamantes vivos. El felino me miró, lamiendo su boca pequeña, la que a su vez abrió para enseñarme sus colmillos puntiagudos y su lengua rosa pálido. Yo me hallaba paralizado, sin haberme recuperado del sobresalto. Sin embargo, el animal me gustó al segundo siguiente. Le sonreí pues me agradó su belleza, después de todo siempre sonreímos a las cosas hermosas. El angora estiró sus patas y dio un salto lleno de elegancia, desapareciendo en la oscuridad, tragado por los matorrales.

 
 

Esa madrugada, HBO transmitió una de las peores películas de su historia. Un drama inútil sobre un combatiente de Vietnam que regresa a América tras la guerra y descubre que su mejor amigo había matado a la perra de su casa, animal con el cual él tuvo su primera experiencia sexual. Por supuesto, el ex soldado sólo vivía para la venganza. La soporté por escasos cinco minutos. Luego tomé una heroica decisión: no seguir viendo TV esa noche. Apagué el televisor y me acurruqué bajo las sábanas.

No podía dormir. Mi mente giraba sin detenerse. Pasé largos minutos probando diversas posiciones para relajarme pero no lo conseguía. De súbito, un pensamiento independiente se abrió paso en mi conciencia dejándome perplejo. Fue como una luz instantánea, como el flash de una cámara: ¡el esqueleto de la rata! No se trataba de algo siniestro. Había sido el angora quien seguramente se había comido a la rata, dejando los huesos por casualidad frente a mi puerta. ¡Claro! Tenía que ser.

Sonreí satisfecho al hallarle explicación a mi desagradable hallazgo. Podía dormir tranquilo. Aspirando profundamente busqué acomodo en la cama y me tendí dándole la cara al balcón, cuya puerta de vidrio dejaba abierta para sentir el calor de las sofocantes noches de junio.

Mis ojos comenzaban a cerrarse cuando entre la penumbra de los arbustos, logré distinguir una mancha blanca que se desplazó furtiva. Sentí curiosidad. Me incorporé despacio, salí al balcón y cuando estuve frente a la malla que me separa del jardín vi al angora blanco. Se acercó a mí saludándome con un acortado murmullo. Yo le miré fascinado. El animal se levantó en dos patas apoyándose sobre la tela metálica. Su torso era liso, aperlado, con delgadas venas azules transparentadas a tráves de la piel. Noté que se trataba de una hembra. Erguida y orgullosa, el angora permaneció con sus ojos fijos en los míos por unos instantes, y al igual que la primera vez, se marchó de un salto. Regresé a la cama en medio de largos bostezos.

No podría jurar que me dormí. Tampoco que estaba cabalmente despierto. Me hallaba en el interregno que existe entre la vigilia y el sueño y quizás por eso pude percibir un olor fino, mezcla de rosas, canela y sal.

 
 

Corría desesperadamente por un callejón mientras que una rata gigante, vomitando espuma, me perseguía. El horror me hacía derramar chorros de orín quemante. En un momento dado, los colmillos de la rata me rozaron la espalda y su filo abrió un surco sangrante sobre mi carne. Desperté gritando. Una pesadilla. Una espantosa pesadilla. Sudaba copiosamente, mi corazón tamboreaba y mi vejiga se hallaba a punto de reventar. Al segundo de recuperarme, me disparé hacia el baño. Fue tan larga la meada que solté que me despejé por completo.

Regresaba a la cama cuando ocurrió. Las puertas de la Dimensión Desconocida se abrieron ante mis narices, dejándome paralizado del terror. Una mujer vino de la sala. ¡Una mujer! Sentí una puntada en el centro del corazón, mientras mi aliento se cortaba de golpe. La mujer entró al cuarto en silencio, sonriente, según pude advertir, totalmente desnuda, casi flotando en el aire. Alargó sus brazos y sin darme tiempo a nada me rodeó por la cintura. Pero..., ¡no era posible que una mujer estuviese abrazándome! ¿De dónde había salido? Antes de que mi razón siguiera interrogándose, antes que el pánico escalara mis sentidos, la mujer apretó sus finos labios abiertos sobre los míos. Instántaneamente su contacto me calmó. Una extraña dulzura me envolvió, recorriendo cada centímetro de mi carne como electricidad estática, con efecto balsámico sobre mi angustiada lógica. El olor a rosas, humedad y sal, que había percibido al acostarme, emanaba de su cuerpo. Su boca suave y su lengua fría, me buscaron, me exploraron, me elevaron hasta el cielo. Quizás había muerto aquella misma noche y aún no lo sabía y me hallaba en otro estado, entrelazado con un ángel o un demonio. Como sea, el beso me subyugaba, me derretía, era irresistible. Me apagó los nervios y me encendió la sangre.

Nos apretamos con premura de amantes. Ella adelantó sobre mi pecho sus tetas duras y puntiagudas, sus caderas se pegaron a mis caderas, con urgente movimiento. ¡Aquella era una mujer de carne y hueso! Mis manos, congeladas hasta aquel momento, apretaron sus hombros lisos; mis dedos se enredaron en su cabellera, que era una noche en cascada sobre una espalda de marfil. Bajé hasta sus nalgas y las sobé obscenamente, mientras su lengua, poseída, se revolvía enloquecida dentro de mi boca, queriendo beberme de un solo trago.

Tras unos instantes, ¿o mucho rato?, nos separamos y al fin pude observar con detenimiento su rostro. Impactante. Sus rasgos eran hermosos, mediterráneos, su rostro era fino y alargado, de tez pálida y tersa. Quizá demasiado blanca. Pero, ¿quién era? ¿Cómo era posible que estuviese en mi cuarto?

Anestesiados mis nervios por la lujuria o tal vez por algún efecto misterioso del que no tenía conciencia, intenté hablarle, pero cada vez que quería soltar las palabras sus dedos largos y cincelados se posaban sobre mis labios, acallándome sin ninguna resistencia. Con extrema sutileza, la bella misteriosa me empujó a la cama, me despojó de mis boxers y me atacó hambrienta. Un huracán se abatió sobre mi carne.

Fue indescriptible. Fueron tantos los detalles, tantas las atenciones, las sensaciones, los olores..., tantos los jadeos, los sudores, el placer. Tanto pasó sobre la cama. Sin que haya la menor posibilidad de duda: el mejor polvazo de toda mi vida.

Después de eso ya no importaban las preguntas ni las respuestas. Reinaba la ausencia de palabras, la inapetencia de razón. Había sido demasiado exquisito como para razonarlo, ¡así que al carajo las explicaciones! Cuando nos saciamos nos quedamos dormidos. Ella sobre mí. Esta vez no soñé. Desperté y todavía era noche cerrada, el amanecer se había congelado. Enseguida la busqué. Estaba allí. Sentada en la cama, contemplándome. Mis ojos se habían adaptado a la penumbra, por lo que noté que ella tenía sobre sus piernas cruzadas una pequeña bandeja tapada, justo sobre su lacio pasto de vello vaginal. Recordé que yo jamás había tenido una bandeja en mi casa.

—¿Quién eres? ¿Cómo entraste?

Había salido de mi mutismo.

—¿Quién eres?

Ella se limitó a reír, con sonoridad; me pasó sus dedos fríos por una pierna y no le prestó la más ligera atención a mis preguntas.

—Has comido de mi cuerpo y yo del tuyo, y la única manera de que nuestros cuerpos puedan seguir matando su hambre es que sigamos comiendo siempre, juntos...

Como era de esperarse no entendí en absoluto. La vi destapar con elegancia la bandeja que reposaba entre sus piernas. Al principio no distinguí gran cosa. Sabía que sobre el plato había alimento, posiblemente carne; lo que me desconcertó fue el olor. Penetrante, casi hiriente, con efluvios de cebollas fritas, tierra húmeda, ¿canela?

—Come y seré por siempre tuya.

Me adelantó la bandeja. Cuando descubrí lo que estaba sobre el plato grité, incorporándome de un salto, aterrado. Era una rata. Bien muerta, encogida sobre sus patas, humeante, entera, cocinada.

—Debes comerla toda, chuparla hasta los huesos y luego dejar su esqueleto frente a tu puerta. O si quieres puedes enterrarla, en el jardín... Y nunca debes comer su cola.

No parecía importarle que el asqueroso animal me repugnase, sencillamente no le hizo caso. Entonces, comencé a temerle. Pensé en el acto que era una mujer satánica, un vampiro, una bestia infernal que cubría su fealdad con piel de seda. También, mi amante era de alguna manera el angora, el gato de ojos de diamante, convertido en ser humano. Sólo un gato podía comerse a una rata hasta el tuétano, como seguramente lo había hecho ella en su forma animal, para dejarlo luego frente a mi puerta y mezclarme en aquella ¿iniciación?, que le permitiese hacerme partícipe de su lascivia diabólica. Todo estaba más claro.

—Anda, come...

—No. No...

La criatura abandonó la cama, observándome glacialmente, como pude sentirlo a través de las tenues sombras. Esa mirada casi me produjo dolor, no moral sino físico.

—Eres el diablo.

—Soy lo mejor que te ha pasado en la vida.

La recordé jadeante, intensa, cabalgando sobre mí hacia las llanuras del orgasmo.

—Come, es lo mejor que puedes hacer. Te lo juro.

—No.

—Seré tuya cada vez que comas.

—Jamás.

—Comerás.

No siguió hablando. Tomó la bandeja con la rata y dio media vuelta dirigiéndose a la sala. Entretanto, no le despegué los ojos de encima. Me quedé aplastado contra la pared, desnudo y sudoroso, con el corazón golpeando mi pecho. Un angora blanco, un gato maléfico convertido en mujer se había materializado en mi cuarto, había hecho el amor conmigo y finalmente, en una especie de pacto, me había querido obligar a comer una rata servida en una bandeja. ¿Qué pasó? Con la piel erizada llegué hasta la sala pero no había nadie allí. Encendí todas las luces, la busqué por todas partes, no había nadie. La puerta de la calle estaba correctamente cerrada por dentro. La pregunta ya no era cómo había llegado esa mujer desnuda hasta mi cama, evidentemente eso pertenecía al terreno de lo sobrenatural. Lo que quería saber era por qué.

 
 

Con el transcurrir de los días intenté olvidar, pero como realmente no había asimilado ni comprendido los sucesos de la extraña noche con la mujer fantasma, se me hacía imposible no pensar en ello. Tampoco me atrevía a comentar con alguien mi inverosímil noche de amor sobrenatural, sin correr el riesgo de ser tomado por loco. ¿Había sido real? Como fuere, era necesario que lo alejara de mi mente, que me sobrepusiera a tan incomprensible fenómeno y siguiera con mi vida rutinaria. Tenía que vencer el miedo que me inspiraba todo aquello.

Finalmente, una noche de lluvía, a finales de mes, volví de nuevo a dormir con las luces apagadas.

 
 

El viernes en que los Marlins completaron una barrida de tres juegos sobre los Piratas, estaba en el stadium con mis compañeros de oficina. Bebimos tanta cerveza como pudimos y gritamos todo lo que quisimos. De nuevo era yo mismo, vencido ya mi pavoroso recuerdo. Terminado el juego, mis amigos me dejaron en casa, cerca de las doce de la noche.

Al llegar me acosté de inmediato y soñé con el gato-mujer-demonio. De nuevo hacíamos el amor. Fue tan ardiente que esa madrugada tuve mi primera emisión nocturna en más de cinco años.

Como lo sospechaba, no pude dormir seguidamente tras asearme. Me tendí mirando hacia el techo, rememorando la noche en que había fornicado con la diablesa. Aquello me excitó. Un deseo rugiente que crecía incontenible en mi interior me hacía añorarla con desesperación. Cerré los ojos con fuerza y pude materializar sus tetas levantadas, su rostro pálido, sus nalgas; la olí, la besé, la saboreé, me colmé de su piel, y nuevamente deshice su sal con delicadeza sobre mi lengua. Volví a experimentar toda suerte de sensaciones eróticas antes no conocidas. Volví a ser atenazado por su cuerpo hirviente, como ninguna mujer humana podría hacerlo jamás. Juro que ya no podía dominarme, que había sido esclavizado, convertido en adicto de la amante diábolica. Comprendí que la desearía siempre.

 
 

Durante los días posteriores a mi ensoñación erótica sucedió algo curioso. El deseo por la mujer-gato moderó ligeramente su fiebre, aunque seguía quemándome de noche, y empezó a ser más como una sed dormida, más reservada, pero también más profunda y poderosa. Era una emoción comparable al amor, más compleja que el amor, infiltrada bajo mi piel y por ello dueña de mí totalmente. En absoluto me preocupó que estuviera a merced de potencias oscuras y sobrehumanas. Que mis pasiones me estuviesen empujando al precipicio que separa para siempre al bien del mal. Sólo sabía que la necesidad de ella era más intensa que cualquier otra necesidad.

 
 

La séptima noche de julio sucedió algo increíble.

Cerca de las once, y después de ducharme, salí del baño hacia la cocina para tomar agua. Sufrí una espantosa impresión. Sobre la mesa del comedor estaba la bandeja. La misma bandeja en la que una mujer angelical salida del infierno me había ofrecido el alimento del diablo, el fruto demoníaco de un pacto carnal con ultratumba. Igual que la primera vez, una tapa cubría la bandeja, por lo que supe de inmediato que ocultaba una rata cocinada, humeante y asquerosa. Su olor a cebollas fritas y especias, su olor a carne profana, me llegó sutilmente, guardando su asalto final para el inevitable momento en que levantara la tapa. Porque tenía que levantar la tapa, así que lo hice sin pensarlo dos veces. No me equivoqué. Allí estaba el animal. ¡Dios! ¡Qué precio tan terriblemente alto el de mi amada! ¡A qué horrible condición me sometía! Me aterrorizaba pensar el no tenerla, en no volver a chupar su lengua fría, su cuerpo salado; pero al mismo tiempo el precio de mi felicidad era espantoso. No quería ni imaginar lo que debía ser morder, masticar, chupar y tragar aquella despreciable carne para obtener la carne de mi amada. ¿Qué podía ser más importante, qué podía pesar más en ese momento, mi aversión hacia un acto tan repugnante o mi desenfrenado deseo por la mujer-angora? Aquel martirio excedía mis fuerzas y mi razón. Sencillamente, yo estaba enfermo.

Escuché un gato maullar, afuera, entre los matorrales. Era ella. Su reclamo llegándome a través de las paredes, desgarrando la noche. Cerré los ojos y la olí. Mi pene despertó, mi respiración dobló su ritmo, mis manos se humedecieron. Su dominio era devastador. Penetraba por cada poro de mi epidermis, invadía cada pasadizo de mi mente.

Por eso lo tuve que hacer.

Al principio, al tener aquel tibio cuerpecillo muerto en mis manos experimenté una leve quietud: supe que lo haría. Pero no estaba tan desquiciado, por lo que decidí hacerlo lo más rápido posible, la única manera de soportarlo. Mi temor era vomitar en el proceso, nadie me lo había dicho pero estaba completamente seguro que algo así anularía el convenio. Con esfuerzo redoblado intenté programar cerebro y estómago para que mantuvieran su ecuanimidad ante la salvaje degustación que pretendía realizar. Pensé más bien en el después del comer, cuando me hubiera sobrepuesto y unos labios fríos me recompensaran. Después todo era magia.

Ha sido uno de los actos más valientes de toda mi vida y quizás el más gratificante. Con la primera dentellada ataqué al vientre, pero con cuidado, pensando en sus costillas largas y filosas. Mi boca no sólo se llenó de una carne blanda y salada, sino además de los líquidos agridulces de los intestinos del animal. Paladeé la grasa de los tejidos, el penetrante sabor de sus pequeños órganos, de sus lechosas membranas. ¡Qué intensos sabores! Algo que me sorprendió fue que los pelos de la rata se disolvían al contacto con mi saliva, produciéndome un ligero picor extrañamente dulzón. De allí en adelante obvié los detalles porque lo que necesitaba era tragar. Y me la tragué completamente, como si comiera pollo con las manos, sin vomitar. Para rematar tomé el esqueleto por la cola y le di una última chupada que no dejó vestigios de carne o grasa sobre los huesos. Lo último que probé fueron sus ojillos ovoides y diminutos, verdaderas aceitunas negras amargas.

Finalizado mi pacto con las tinieblas, solté los restos de la rata sobre la bandeja. Erupté y una gelatina amarga quiso subir por mi garganta. Las comisuras de mi boca estaban pegajosas, mi lengua era una pasta viviente, mis manos estaban salpicadas de sebo y sangre. Ya estaba al otro lado de la frontera de la que no hay regreso.

Ella se rió a mis espaldas: fue como música. Giré la cabeza y la vi fugazmente pues corrió hacia el cuarto. Yo la seguí, hipnotizado por su desnudez y su olor a tierra. Se zambulló en la cama y me abrió las piernas, inflamándome, sonriéndome toda.

Yo me le acerqué con apetencia, gozando del fin de la espera, e igualmente con sigilo, ya que su influencia tan profunda aún me atemorizaba. Pero al mismo tiempo la deseaba como jamás había deseado ni desearé a ninguna mujer. Y esa fuerza era sobrehumana también. ¡Lo juro! El deseo y el temor mezclados en proporciones adecuadas, el más potente estimulante.

Desde la cama, mi fantasma adorado, de inmortal belleza de estatua, me tendió los brazos porque quería estrecharme, acunarme amorosamente y luego saciar mi cuerpo. Nos abrazamos y nuestros labios se buscaron rápidamente. Ella me limpió con su lengua todos los restos de rata que tenía desparramados en mi boca o esquinados en las comisuras. Luego me besó más lánguidamente, con amor, insuflándome toda su dulzura y robando todo mi calor. El resto de la noche, lógicamente, fue mágico. Por decir muy poco, nos amamos con desenfreno, aislándonos del tiempo y del mundo, cada uno refugiado en la carne del otro.

 
 

Enterré el esqueleto en el jardín que da al balcón de mi apartamento. En el cielo prendía ya el escarlata cuando terminé de aplastar con una espátula el pequeño promontorio donde reposaba para siempre lo que sobró de mi cena. A continuación, encendí un cigarrillo, cuyo primer humo fue consumido desesperadamente por la brisa matinal.

Ella vino a mi mente desde donde quiera que fuese que estuviera y susurró mi nombre provocativa. Yo suspiré, sin saber exactamente cómo era que se había ido.

Soy feliz en todos los aspectos y considero una bendición, no sé si de Dios o del diablo, el tenerla. Y para tenerla, para arroparme con su pálida piel y saborear sus besos y oirla maullar, he tenido que aprender a comer. Todo por ella. Claro, ahora sé comer; no como aquella vulgar y desordenada primera vez. Aquello fue la prehistoria, ahora hay glamour.

En los últimos tres meses debo haber comido aproximadamente unas setenta ratas. La gran mayoría deliciosas. He aprendido a prepararlas de muchas formas, encontrando en cada variación nuevos motivos de complacencia. Asadas, fritas, a la plancha, a la leña, sancochadas, empanizadas, gratinadas, rellenas de jamón picado y avellanas (¡ah, qué delicia!), deshuesadas, en filetes, molidas, en paté, al vino, a la ciruela, al limón, a la vinagreta, a la naranja, con papas y zanahorias, envueltas en queso suizo, en tocino y melón, bañadas en coco, en almíbar, en gelatina, en tortilla, en pasteles, en ensalada, en su propia salsa...

Y ahora comemos juntos. Ella su rata y yo la mía. El día de Acción de Gracias la sorprendí, cuando ella apareció con la bandeja y yo ya tenía preparadas dos ratas con puré de papas y cramberry (hoy en día su receta favorita), ambas servidas en mis bandejas nuevas. Esa vez guardamos las ratas que ella había traído para cocinarlas a la brasa la noche siguiente.


       

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