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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 84
20 de diciembre
de 1999
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Letras de la Tierra de Letras

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Tres relatos

Luis Martínez


La noticia

¡Guardias!

Tomaba el avión de las 6:00 cuando escuchó su nombre. Lo llamaba la recepcionista de vuelo. Sintió de pronto un rayo eléctrico por todo el cuerpo, dejándolo inquieto, nervioso.

—Se habrán dado cuenta de quién soy —murmuró.

—¡Señor..!

—¿Yo..?

—Sí, a usted mismo, no puede irse, lo han llamado, y me han informado que lo detenga.

—Escuche, señorita, que si no me apuro perderé el vuelo. Además, ¿quién es que me busca?

La señorita no le supo contestar, y sin respuestas fue guiado por unos hombres uniformados con aspecto de perros cazadores a un cuarto de espera, cerrado y oscuro.

—Espere aquí, el que lo busca no tarda en llegar.

Desesperado, impotente ante lo ocurrido, esperaba impaciente. El paso del tiempo ya era noticia vieja, la cual no retornaba ni continuaba. El terrible presente estaba allí sin optimismo de futuro.

Eran las 9:00 de la noche cuando llegó a la comisaría atado como bestia salvaje. El detective Pablo, alias El Tigre, le decía con dulzura lo que le aguardaba cuando de repente lo arrojó contra la puerta principal. Lo acercó a la inspectora y él valientemente exclamó: —¿Por qué se me encierra? No he cometido ningún delito.

La inspectora Alma D. Cristo, famosa mano rígida del régimen, le dio una bofetada y exigió respeto. No permitía que nadie le levantara la voz. Esa era una de las muchas razones por la cual no estaba casada.

—¡Guardias..! Llévenselo, el lunes ya hablaremos.

—Pero, pero, deme usted una explicación. Creo que no es mucho lo que le pido. ¿No?

—Cállese, o le pesará si sigue cuestionando.

Era viernes y en vez de estar llegando a Madrid pasó todo el fin de semana preso, confuso. El no saber las razones lo agobiaba. Parecía como pez fuera de agua, asfixiándose con el pasar de las horas.

Había planeado el viaje tres meses atrás. Desde niño quiso siempre visitar a España, centro de cultura e historia, pero hasta ahora no había podido viajar. La literatura, especialmente la de ese país, le fascinaba.

—Me he enterado que no tiene usted abogado defensor, y he sido empleado por el ministerio público. José Satán a sus órdenes. Ahora cuénteme: ¿qué pasó la noche del crimen?

—Señor, primero, no sé de qué me habla. Segundo, ¿qué crimen del carajo? Y tercero, ¿está usted loco como los demás?

—Mire, quizás esté así debido a lo que ha pasado. Ver al obispo apuñalado tres veces y luego arrojado de un tercer piso es algo terrible. Los diarios informan que usted es el único que presenció la tragedia. Cálmese, que estoy aquí para ayudarle. Hábleme usted del asunto.

...Pensaba que el mundo, construido como era, necesitaba de mentiras. Fue tarde cuando descubrió esta realidad. Ésta era muy cruel para enfrentarla. Desde la caída del hombre ante los ojos de Dios, el ser humano tuvo que construir un mundo de fantasías para aliviar su dolor.

—¡Oiga!, estoy hablando con usted. Responda: ¿qué tuvo que ver usted con la muerte? ¿Que hacía usted en el aeropuerto? Conteste, o ¿quieren que lo recojan en un par de días, y lo enfilen como a los demás para que el pelotón pegue gritos de sangre?

—Señor, disculpe, pero no entiendo nada. Soy un hombre honesto, trabajador. Yo no he hecho nada. Escribo críticas para una revista política. El artículo publicado acerca de la corrupción eclesiástica no fue idea mía. Se lo aseguro. Iba tranquilo a tomar el vuelo 666 destinado a Madrid, cuando de repente escuché mi nombre. En un abrir y cerrar de ojos me encontré aquí, encerrado.

—No, no me diga usted que no tuvo que ver nada, que es inocente, que lo que le han hecho es una injusticia. Necesito pruebas para comprobar su inocencia. No es a mí a quien usted tiene que convencer.

...Preso en una cárcel, estancado en el reloj del olvido, agonizaba, presentía la muerte. Era injerto de árbol que pertenecía a dos mundos tan comunes como distintos. Reía sarcásticamente al ver que vivía como rata, que la suerte lo había abandonado.

—Quiero que tome lo que queda del día para que se serene. Mañana domingo llegando el alba regresaré por los datos pedidos. ¡Guardias!

...La filosofía lo despertó y lo mató. Era todo una farsa, inventada por la imaginación humana. Todo lo que creía conocido era ya opaco, negro. El dolor de saber que no podía hacer nada lo frustraba. Pudo en ese instante comprender el sentir del gitano español ilustrado en los poemas de Federico García Lorca.

El sonido de la cerradura lo aterrorizó, se puso de pie en un instante. El guardia encargado abrió la celda. Lo acompañaba el señor Satán. Era domingo, el reloj marcaba las seis de la mañana.

—Tiene usted tres minutos con el presidiario.

—Tiene usted que contarme todo lo sucedido. De lo contrario no podré hacer nada. El escuadrón sólo necesita escuchar la orden de la inspectora. Así que por favor cuénteme.

—Aunque le diga lo ocurrido, nada cambiaría mi suerte. Estoy seguro que si le cuento no me creerá. Vale, dígale al pelotón que venga a buscarme.

—Confíe en mí. Soy su único amigo. Deseo ayudar. Deme la oportunidad de creerle.

—Todo ciudadano ha leído lo que descubrí y escribí en la revista Política Nacional. El que escribe la verdad en un país como éste no sabe en el lío que se está metiendo. Lo cierto es que cuando terminé de escribir el reportaje, el editor, pensando en el aumento de las ventas, se atrevió a publicarlo. Cuando escribí la historia no era para reportarla, sino la escribí como ejercicio. Siempre he querido escribir una novela policiaca. Y por esto viajaba hacia Madrid. Le aseguro que el editor lo hizo sin mi consentimiento.

—Caballero, se nos acaba el tiempo y no me ha contado acerca del asesinato.

—Pero es que usted no ve que me han puesto una trampa. Yo no estuve esa noche en la casa del obispo. No sé quién lo mató. Usted parece que no ha leído mi reportaje. En éste se descubre la corrupción eclesiástica. Supongo que el obispo, acorralado por el pueblo y mi reportaje, quiso limpiarse las manos. Tal vez, y no lo dudaría, el gobierno tiene algo que ver con su muerte. Ya lo entiendo, cómo no lo había pensado antes. Sí, un agente del gobierno lo mató. Y se lo digo no porque estaba presente, sino porque tras la corrupción eclesiástica están las manos de muchos personajes del gobierno. Éstos, temiendo que el obispo recitara la verdad, callaron su boca. Está tan claro.

—Entonces, ¿por qué lo han encarcelado a usted?

—Imagínese: muerto el obispo, salvados los secretos de los oficiales del gobierno; preso y desaparecido el reportero, final de las excavaciones exigidas por el pueblo analfabeto. Ahora, ¿cómo justificar al pueblo el encierro de mi persona? Fácil. Reportan que yo fui el único testigo; el único que sabe quién fue el asesino; también escriben que me encontraron en el aeropuerto, huyéndole a la justicia. Ya lo entiendo todo. Soy la última duda que queda viva.

—Sabe usted lo que está contándome. Estas acusaciones son graves y sumamente peligrosas. ¿Está seguro de lo que me dice?

—Ya le dije que no iba a creerme. Ya entiendo el porqué de mi encarcelamiento. Llame usted al pelotón. No tengo salvación. Digo, por lo que veo, nadie en este país tiene salvación.

—Déjeme ver lo que hago. No le prometo nada. Ya que acusar al gobierno de encubrimiento es algo comprometedor.

Al salir de la celda, éste fue guiado hacia la oficina de la inspectora.

—Y entonces... ¿logró sacarle lo que sabe?

—Bueno... creo que le he sacado lo necesario. Déjeme decirle que sabe demasiado. Es necesario...

—Ya veo... ¡Guardias!


Esperando la muerte

Conocí el único hombre justiciero. Compartíamos una celda de muerte. Fue mi único compañero. Estuvimos unos treintitrés días juntos. La tumba tocó primero su puerta. Yo duraría respirando una semana más. Y en esa misma semana escribí este pequeño relato.

Me contó que había estado en el bote unos siete años. Lo habían condenado a cadena perpetua. Le rogó al juez que no lo sentenciara a tan larga estadía. Quería mejor ir directo al escuadrón. No necesitaba vivir. Ya para qué. El juez dictó una sentencia de siete años y, después del cumplimiento, la muerte frente a una escuadra justiciera. Recuerdo la noche antes de su muerte, estaba sereno y, si me atreviese a decir, contento.

Era un hombre de estudios. Se había graduado de letras de la universidad más prestigiosa del país. Era maestro, pero su verdadero amor era la escritura. Cuando no estaba en la escuela secundaria donde enseñaba español, estaba en la biblioteca, informándose. Siempre mantuvo un lema: el que escribía tenía, por obligación, que leer. Nunca pudo publicar nada; ese mundo lo notaba sumamente político.

Desde temprana edad empezó a gozarse el mundo literario que lo rodeaba. Era un chico flaco, débil, frágil. Cuando se juntaba con los muchachos del pueblo en los conucos y empezaban a elegir quiénes iban a jugar en los famosos juegos de béisbol, siempre era el último en ser elegido. En ese preciso momento, cuando sin más opciones se decidían por él, maldiciendo furiosamente (por dentro) sus suertes. Por más que trató nunca fue aceptado en el mundo atlético de sus compañeros. Los rechazos, estos rechazos, lo llevaron a buscar sueños en otro mundo. Empezó a escribir sobre ellos. Las constantes burlas de los muchachos lo acorralaron, lo llevaron al mundo de la ficción. Allí, en los "shelves" de libros, en los "desks" intelectuales, en los silencios "necesitados", empezó a vivir, a crear, a soñar, y a dar raíz a su escritura.

Se dio cuenta, a medida que iba desarrollando su talento o desgracia, que la lectura era aún más importante. En este momento recuerdo sus últimas palabras; creo que me dijo: "Leyendo fue que aprendí a no sólo escribir, sino a vivir". Contó que leía y leía por horas, por días, por meses. "Soy un adicto a mi vida", dijo la última noche que durmió vivo. A pesar que me contó que leía poesía, historia, cuento, novela, teatro, filosofía y otras cosas más (que ahora no recuerdo), lo más sorprendente fue lo que le escuché decir, unos momentos más tarde, "Sabes una cosa, todo eso que leía afanosamente nunca sirvió para nada. Todo lo que se tenía que leer, estaba allí, frente a ti, frente a mí. Sólo teníamos que ver; nuestro medio ambiente es nuestro espejo; la naturaleza siempre nos enseña, siempre. Y hoy, valientemente, te confieso que he sido un ciego".

Nunca le dijo a nadie que escribía. Los años universitarios le pintaron el mundo sucio, vulgar, degenerado, en donde vivía. De los temas prolíficos que se desarrollaban en las clases, sabía "desgraciadamente" que fuera de ese centro ideológico, estaba el mundo real, el que chocaba cada parte del país donde respiraba. Por más que trataba, las ideas sublimes, limpias, bellas, que nacían "sin raíces" en esa universidad, no tenían sol, agua, ni tierra, en su mente. No podía ignorar el mundo que gritaba, el que lloraba, el que tenía hambre, el que pedía justicia, el que día a día iba muriendo. Detestaba los profesores que describían lo hermoso del medio donde vivían. Estos adjetivos eran como bofetadas, como puñaladas. Estas hipocresías llenaban de fuego su corazón. Incluso, llegó a varias veces cuestionarse el porqué estaba allí. El país se estaba ahogando y él, en esa comunidad idealista, no podía hacer nada para sacar, aunque sea, un poco de esa agua sucia. Lo más triste del caso era que el resto del país estaba ciego. Logró, varias veces, confirmar que en su país reinaba una limitación interminable; "nuestro país está como está, comiendo tierra, porque prosperan sólo una epidemia de mediocres", me dijo una tarde lluviosa y furiosa.

Aunque era un joven genial, sus calificaciones nunca lo mostraron. La mayoría de su tiempo libre, el poquito que le regalaba el hambre, lo pasaba en la biblioteca, leyendo. Trabajó en una librería los años que duró en la universidad. Le encantaba su trabajo, ya que trabajaba con lo que le fascinaba. Aunque el sueldo nunca fue algo grande, éste le ayudaba a sobrevivir. Desde muy chico se había quedado huérfano. Su madre había muerto de un pasmo cuando sólo tenía unos nueve años. Su padre, esclavo de la calle y del romo, desapareció unos meses después y nunca más lo volvió a ver. Tuvo suerte de que un tío lo recogiese. Así fue que pudo seguir estudiando.

No quiso estudiar ciencias políticas ni filosofía. Identificaba esas ramas como parte del problema y no parte de la solución en la que se encontraba su gente. Quiso estudiar una rama fuera de las influencias sociales, burocráticas. Aparte de que era una excelente idea estudiar letras ya que escribía, ese arte le presentaba el mundo como lo quería, sumamente humano. En las clases de literatura encontró siempre la fuerza para seguir batallando, respirando. "El mundo de las letras siempre fue mi fuente. Siempre lo fue y siempre lo será", me dijo los días primeros que estuvimos juntos.

Me contó que sólo había amado a una mujer. Creo que se llamaba Mercedes. Sí, ahora recuerdo, este fue el nombre que tanto mencionó en sus noches de tormentos y truenos. La conoció en la clase "Poesía del siglo XIX", su cuarto y último año en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Ese día, me dijo alegremente, estaba sellado en las entradas de su corazón, en el cielo de su alma, en el jardín de su mente. Fue la única vez que lo vi sonreír. Recuerdo la forma gloriosa en que me la describió. En sus ojos se veía el gran amor que todavía vibraba dentro de su ser. "Ella fue y seguirá siendo mi areito; siempre será el sol que seca estas lágrimas, la luna que le regala olas a este mar, la llave que libera este cuerpo; siempre, siempre está aquí (señalando su corazón), como el hambre que sacude todo este continente. Si la vieras, te darías cuenta de que es eternamente amor. Sus ojos marrones, dos planetas Tierra; sí, dos planetas Tierra; su pelo, galaxias florales; sí, galaxias florales mano; su sonrisa, el cielo ideal, hecho real; sí, mi cielo inmortal; su boca, la madre iglesia de Dios; sí, ella reinaba en ese mundo; su color taíno, imborrable romance; sí, mi imborrable romance; su cuerpo, merengue-salsa-bachata-bolero, una cajita de música; sí, mi único anhelo".Al escucharle, a mis ojos volvieron las lágrimas. La sorpresa de este amargo dulce líquido, le devolvió a mi abismo temporal una quimera de sueños. Sin saber lo que estaba pasando en mi cabeza, sólo unas palabras rodeaban mi mente opaca: "¡Qué poeta, qué palabras!".

Cuando le pregunté que había sucedido entre ambos su tono alegre y gozoso cedió a un silencio lluvioso. Él ya no quiso seguir contándome. Tomó la sábana que en un tiempo había sido blanca, la puso encima de lo que en la cárcel le llamaban cama y escondió su cara, sus ojos, su cuerpo, en la miserable tumba donde dormía. Los días siguientes nuestros diálogos cedieron; éstos estaban invadidos por escenas, capítulos, secciones, de silencios. Comprendí un poco su dolor. No fue necesario que me contara lo que había sucedido con Mercedes. En este momento me doy cuenta de esto. Hay cosas que el hombre, más por necesidad que por obligación (diría yo), decora la tumba donde en su final descansa, aunque nunca nos demos cuenta de esas decoraciones o secretos.

Setentidós horas más tarde (leí el tiempo en los rostros de los compañeros míos: el sol y la luna) volvió a hablarme de ella. "Ella fue la única que supo que escribía (bueno, aparte de usted)", habló melancólicamente. Después me propuso cambiar de tema, y tuve que complacerle. Sentía lo penoso que era hablar de Mercedes. Empezamos a conversar sobre sus escritos. Lo primero que escuché de sus labios fue que nada quedaba de sus escritos. "Los quemé la noche anterior que me entregué a los policías justicieros", calmado exclamó estas palabras.

Sí, mi compañero de celda era poeta, poeta solitario. Después que supe que había escrito poesía, cuentos y hasta novelas, opté por llamarlo poeta, cosa que lo llenaba de alegría. Aunque físicamente nunca me mostró del gozo que les cuento, su aura, al escuchar la palabra poeta, recorría cielos, rompía las cadenas que encarcelaban su cuerpo. Tanto lo molesté, día y noche, que lo convencí para que recordara una de sus poesías para que me la recitara. Mientras escuchaba al poeta, cuestionaba el porqué de esta vida; ¿cómo un individuo de tal magnitud había llegado hasta este sitio de ratas? ¿cómo? Entendí el porqué yo estaba condenado a la muerte (créanme que lo entiendo), pero cuando lo escuchaba, cuando lo veía, mi cerebro se llenaba de preguntas sin respuestas. Nunca me atreví a preguntarle el porqué de su suerte. Yo no era nadie para hacerlo. Una sola pregunta volvía y volverá, hasta que me lleven (faltan unas seis o ocho horas, ya imagino al padre ese, pidiéndome arrepentimiento), atacándome: este poeta seguro no ha hecho nada, nada (seguramente dijo algunas verdades), ¡qué país nos premiamos!; ¿cómo se justificaba el encarcelamiento de este artista, cómo?

Confieso que nunca supe la razón exacta por la cual el poeta estuvo preso siete años, para después ser fusilado, una mañana de mayo, bajo el grito justiciero de un capitán y su escuadrón idealista. Pero al convivir con el poeta estos últimos días, y al ser yo un verdadero asesino, debo confesar que el poeta nunca derramó sangre ajena, nunca. Su único delito fue el derramar gota a gota la suya, por una mendiga causa, nuestra patria. Me quedan unas horas de vida pero no estoy nervioso. Desde que mi amigo gritó fuertemente "¡Adiós!, mundo cruel", antes de escuchar sus ríos angelicales rebasar, el poeta (como siempre, pensando en los demás) trasladó toda su paz, toda su calma, toda su serenidad, a su compañero carcelero.

Siento una gran tristeza; me consume los ojos, el corazón, la mente y hasta el alma. La siento y no la siento por el poeta, tampoco por mí. Pienso en los niños, en las lluvias que no perdonan bohíos, en las sequías que no consideran la tierra, en las protestas estudiantiles que luchan desesperadamente, en las mujeres callejeras que desconocen caricias y mágicamente las palabras poéticas del poeta recobran su papel. Ya no están quemadas; renacen; siento que están en cada momento, en cada espacio, de esta limitada nación. Y no sé, tal vez nunca vean la luz de nuevo los niños; ojalá que puedan. En cada pedazo de tierra noble están los escritos del poeta sembrados (de esto estoy más que consciente, lo sé; como sé que ya faltan unos minutos para mi muerte).

Tan sólo le pedí un deseo al padre; uno y no tres. Le pedí que tomara este mendigo relato, el cual no sé si está bien escrito, y lo hiciera llegar a Mercedes. Pude averiguar, después de la muerte de mi amigo, que ella era la esposa del presidente de la nación. Supuse que ella sabría qué hacer con el escrito. Y si hoy están leyendo esta historia es porque ella fue en verdad su areito, su tierra, su mar; en fin, no soy poeta. También supongo que ya no podrá haber dudas de la inocencia de mi amigo el poeta. Como les dije al principio, fue el único hombre justiciero que conocí. Y hoy confieso —con la muerte en mi caballo, con la cruz en mi corazón, con la pluma en este papel— que lo que estoy sembrando aquí, ahora, en este momento, es mi semilla, la única semilla fructífera que le dejo a este mediocre país. Y ahora, bajo el feroz león y el bullicio de sus cachorros, no me arrepiento de nada, de nada. Sólo le pido perdón al poeta, mi amigo. Le pido que perdone a este país —turbado no necesariamente por la mano extranjera— y que me perdone también a mí, por nunca dar buena siembra. Y le daré honor a mi amigo, gritando sus palabras finales. Sí, gritaré "¡Adiós!, mundo cruel", cuando conozca el plomo habitual que despierta nuestra nación.


Un vaso de agua

—Aquí me tienen. Soy el último comunista en esta culminante ciudad de transeúntes. No importa. Se lo pueden decir a la policía, al FBI o hasta la CIA. Vengan por mis piernas, mis manos, mis huesos. Vengan. No existe ni una lágrima de miedo en este rebosante mar. No saben que sólo la tierra cubre, entierra. El cemento, los ladrillos, las varillas, son opciones inútiles, fútiles. Estos condimentos científicos no afectan a un hombre de agua, de tierra, de allá, de aquí.

El calor se pinta de humano en los edificios, las calles, los faroles, los automóviles, los transeúntes. El sudor estancado por el palpitante invierno corre libre, como río por los rincones de las calles, las avenidas. La mirada del sol ha empezado a oscurecer los cuerpos mecánicos que van y vienen. Parece que está en cada sombra. De sus garras, no existen escapes. Son las doce de la tarde.

—Soy un emigrante. No sólo de esta ciudad, de esta nación, de este cuerpo, sino también de esta vida. Camino todos los días por la misma calle, a la misma hora de siempre. Nada cambia. Frío, calor, la misma vaina. De vez en cuando notas un perfil extraordinario, una sonrisa tierna, una mirada acogedora; pero la mayoría de veces sólo notas la mirada insegura de los ojos, la prisa de las piernas, las manos torpes precavidas, el reñir y gemir de los taxis, el escándalo de los comerciantes y el semáforo rojo-verde. Aquí me encuentro, con el hambre en los bolsillos. Estoy en mi "lunch-break". Tengo que apurarme. De la media hora que nos "dan", únicamente me quedan veinte minutos. Llevo en mi cartera gastada, consumida, dos miserables dólares. ¡Y con esta hambre!

Es la hora del almuerzo. El único instante donde se puede respirar, sin mirar atrás, el aire artificial de esta ciudad. Los restaurantes, los "coffee-shops", las "pizzerías", los "McDonalds", los "Burger Kings", se deleitan de la inmensa clientela.

Todos buscan refugios. Parecen abejas; perdidos buscan un panal. Aparte de querer vencer el hambre, el sol anuncia, demanda, soledad en las calles. Nadie quiere confrontarle. A esa hora se paga hasta por la poca sombra que se manifiesta.

Sólo un ciudadano le hace frente al rabioso sol de las doce. Lleva un "jean" gastado, consumido; una camisa verde, manga corta, descolorida; unos zapatos débiles, casi muertos; y una mirada de dolor en los ojos.

—Tendré que comerme una pizza. No recuerdo la última vez que almorcé otra cosa. —Mirando, tras el cristal de un restaurante, una colmena deleitándose de una espléndida comida, piensa resignado:— Y pensar que también tendré que pedir un vaso de agua al vendedor —A lo lejos se divisa la "pizzería". Apresura el paso—. Sólo me quedan quince minutos.

No es viejo el transeúnte. Parece de unos veintitrés años. Lleva cara de mala noche, de muchas, docenas. En su caminar notas la humildad, la simpleza. En su mirada puedes sentir la muerte del sofocante sol. En su forma de respirar puedes entender que es un ser pensante, un joven de conocimientos. Tal vez sepa demasiado para su bien. Siempre mantiene la cabeza declinada. Quizás carga más de una cruz su rosario.

—Soy mensajero. He pasado frío, hambre, enfermedad y calor, estos últimos cinco años; diariamente. Nunca me dejan hacer otra cosa. Camino y camino unas ocho o nueve horas al día. Así puedo matar poco a poco el hambre que traigo desde que me cortaron el ombligo. De la escuela, ¡qué les puedo decir! El hambre no me deja. Leo lo que el bolsillo me deja comprar. En uno de esos libros fue que llegué a la conclusión de que no puedo ser capitalista. Y que me lleve Satanás por ser comunista. Díganle. No existe ni una lágrima de miedo en este rebosante mar.

Sí, él también tiene su historia, sus sueños.

—¡Rayos!, no me he echado ni un bocado cuando ya tengo que salir huyendo hacia la oficina repugnante.

[Cinco minutos para llegar.]

El transeúnte camina desesperado; masticando una pizza. ¿Se le habrá pasado la hora? Sí, seguramente.

Mientras cruza una calle tranquila, monótona, pierde el control del vaso de agua; y cuando los instintos le guían la mirada hacia el cemento, un automóvil rojo, chispeante, reluciente como el sol de las doce, dobla furiosamente, chocándolo.

En un abrir y cerrar de ojos se forma un gentío.

El sol —rabioso— está que chispa.

Es evidente. Está muerto. Su sangre derramada humaniza el cemento, los edificios, las caras mecánicas, que lo rodean.

[Los cinco minutos han cesado.]

La calle ahora está desierta; como si nada hubiese ocurrido; como si estuviese muerta.

Los rayos solares, sofocantes, asfixiantes, han plasmado los charcos sangrientos por toda la calle tranquila, monótona.

Todo parece haber vuelto a la normalidad.

El sol está impenetrable. De sus garras, no existen escapes. Son las doce y media de la tarde. Hoy nadie pudo evadir sus zarpas. Dudo que mañana pueda alguien lograrlo.

Todos han vuelto, rápidamente, a sus quehaceres.


       

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