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El encuentro

Juan Antonio Moya Sáez

Cuando aquella tarde Serafín Férez, apodado el Chato, efectuaba su habitual paseo vespertino, divisó una figura femenina vestida de blanco, que le era desconocida, sentada en el mirador desde el que se contempla el río. En la distancia le pareció observar que un halo luminoso la envolvía. Inmediatamente le vino a la cabeza la historia que había oído contar desde pequeño, según la cual una bella y misteriosa joven, de apariencia sobrenatural, se aparecía, de cuando en cuando, en aquel mismo lugar. Lo espeluznante de la historia consistía en que este hecho siempre iba acompañado de la desaparición de algún vecino del pueblo, supuestamente ahogado y arrastrado por la corriente del río. En ninguna ocasión la búsqueda de los cuerpos de las víctimas se vio recompensada con éxito, si bien las ropas que vestían eran halladas, en todos los casos y de un modo inexplicable, esparcidas en el mirador como si, en un repentino arrebato, hubieran decidido sumergirse, tal y como Dios los trajo al mundo, para siempre en aquellas frías y límpidas aguas. Hasta tal punto creía la gente del pueblo en esta historia, que cuando corría el rumor de que la aparecida había sido vista, muy pocos se atrevían a transgredir los límites de éste y si alguien se encontraba ausente, la familia no descansaba hasta tener la certeza de que nada malo le hubiese sucedido.

A sus setenta y nueve años, aquellos agradables paseos al atardecer por la orilla del río, hasta el mirador, constituían uno de los escasos placeres que aún le quedaban a Serafín. Tras el fallecimiento de Segunda, su compañera de toda la vida, ya no era el mismo. Muy dentro de él algo se había desgarrado para siempre, como si le hubieran arrancado la mitad de su ser, quedando su existencia reducida a un monótono y continuo pasar los días en espera de la llegada del momento inaplazable. Serafín ya no tenía miedo a la muerte, aunque de joven le aterrorizaba la idea de dejar de existir, provocándole terribles pesadillas y largas noches de insomnio. A estas alturas, lo que le obsesionaba era la incertidumbre de cuándo se produciría ésta.

Siempre tenía presente aquella mañana en que, como todos los días, se levantó temprano para ir al pequeño huerto de su propiedad, a echarle un vistazo a las hortalizas que plantaba en él todos los años. En la penumbra de la alcoba, vio que Segunda aún permanecía acostada, aunque normalmente madrugaba más que él. Lo achacó al cansancio del que últimamente ella tanto se quejaba. Se encontraba alegre y optimista y decidió darle una sorpresa. Sin hacer ruido, se dirigió a la cocina a preparar el desayuno. Cuando posó sus labios en la frente de Segunda para despertarla, no pudo evitar echarse hacía atrás, bruscamente, al sentir que su esposa estaba fría y rígida como el mármol.

La manera —tan deseada por algunos— en que murió Segunda, sin previo aviso, ni tiempo para despedirse, dejó una profunda huella en Serafín y fue considerada por éste como un despreciable ataque a traición, con los agravantes de alevosía y nocturnidad. Desde entonces se juró solemnemente que la muerte nunca le sorprendería a él de este modo, que la estaría esperando para verla venir de frente y demostrarle que no le temía. Le haría ver que con él no tenía que andar escondiéndose, que tenía agallas suficientes para afrontar aquel viaje con entereza.

Comenzó a rezarle a san Pascual Bailón, del que según se dice corresponde a estas plegarias avisando a sus devotos, momentos antes de que la muerte venga a buscarlos. Más adelante, y pareciéndole esto insuficiente, decidió permanecer despierto el mayor tiempo que le fuera posible. Pasaba las noches enteras sentado en un sillón, canturreando en voz baja para evitar dormirse. Si en algún momento el sueño lo vencía, cosa que sucedía con más frecuencia de la que él hubiera deseado, cuando despertaba, sobresaltado, corría a echarse agua fría en la cara para ahuyentarlo. Así, en pocos meses Serafín envejeció de una forma alarmante.

El primer impulso que sintió al ver la espectral figura, fue el de retroceder sobre sus pasos lo más rápidamente que le permitiesen sus viejas y cansadas piernas. Sin embargo, fue incapaz de hacerlo, aquella mujer ejercía sobre él una poderosa atracción que le impelía a seguir aproximándose, contra su voluntad, hacia ella. Al llegar al mirador, la joven se hallaba vuelta de espaldas, con la vista fija en el río, permaneciendo en esta posición unos instantes, pese a haber advertido su presencia. Efectivamente, una especie de aureola se extendía a su alrededor. Al volverse hacía él, Serafín comprobó que poseía una inusual belleza. Su rostro era indeterminado y, de no haber sido por su vestimenta, muy bien podría haber pasado por un muchacho. Tenía el cabello rubio como las espigas de la cebada madura; los grandes ojos, de mirada penetrante, del color de la miel. La nariz y la boca eran de una perfección absoluta, y la piel blanca y tersa como la de un niño. Esbozó una cautivadora sonrisa, y con voz suave lo saludó. "Buenas tardes, Serafín. Hace rato que te esperaba".

Serafín estaba paralizado, un sudor frío le corría por todo el cuerpo. "No temas, has sido tú el que ha estado invocándome constantemente. Yo no puedo negarme a venir al encuentro de quien, con tanto anhelo, espera mi llegada. Como verás, he acudido a la cita como tu querías, sin engaños ni supercherías, mostrándome abiertamente tal y como soy". Dicho esto, la joven se puso en pie y le tendió su blanca mano, de finos y largos dedos. "Vamos, se está haciendo tarde". De repente, Serafín rompió a llorar, sin poder contenerse. Por su mente se sucedían, vertiginosamente, multitud de imágenes correspondientes a escenas de diferentes etapas de su vida. Cuando cesó el llanto, comenzó a despojarse lentamente de su ropa, hasta quedar totalmente desnudo. Su expresión y sus movimientos, mientras realizaba aquello, eran propios de un sonámbulo, resultaba evidente que en esos momentos no era dueño de sus actos, como si obedeciera al dictado de alguna fuerza superior a él, que lo anulaba. Hecho esto, tomó aquella mano, a cuyo contacto sintió que le invadía una confortable sensación de tranquilidad y seguridad, que hizo desaparecer cualquier temor o recelo. Antes de partir miró por última vez aquellas tierras donde había transcurrido su anónima e intranscendente existencia.

Juntos se encaminaron hacia una senda que, pese a conocer el lugar como la palma de su mano, era la primera vez que Serafín veía. Conforme se internaban por ella, la vegetación que se extendía a ambos lados del camino, cuya exuberancia contrastaba con la existente en la zona, se iba haciendo más espesa. El denso entramado del ramaje de los grandes árboles y el tupido follaje de los arbustos, formaban un túnel que la luz atravesaba cada vez con mayor dificultad. El trayecto comenzaba a hacerse largo, y un gélido frío se iba adueñando poco a poco del cuerpo desnudo de Serafín. Al fin llegaron a un punto en que la luz dejó de penetrar a través de aquella bóveda vegetal y reinó la oscuridad absoluta. Entonces la joven, contra toda lógica, comenzó a avanzar más y más rápido, hasta alcanzar una velocidad endiablada, arrastrando tras de sí a Serafín. Éste, que intentaba zafarse de aquella mano que lo aferraba fuertemente, era presa de un gran vértigo que le provocaba enormes deseos de vomitar. A lo lejos vislumbró un minúsculo círculo luminoso, que parecía la salida de aquel interminable y claustrofóbico túnel. Después ya no sintió nada más.

Una vez que hubo oscurecido y en vista de la tardanza, el hijo mayor de Serafín, con quien éste vivía, comenzó a preocuparse y decidió salir a buscarlo por el pueblo. Después de una infructuosa búsqueda se encaminó, como último recurso, a la taberna, pues, aunque su padre no era hombre al que le gustara frecuentar estos sitios, le unía una buena amistad con la dueña, por lo que alguna que otra vez se dejaba caer por allí a charlar un rato con ella. Al preguntar por su padre, percibió que los parroquianos que se encontraban en el local intercambiaron miradas, de una forma un tanto extraña y sospechosa. Fina, la dueña, le informó que su padre hacía varios días que no pasaba a visitarla. Al salir, un borracho que a duras penas se sostenía en píe, apoyado en la barra del bar, le miró con los ojos fuera de sí y balbuceó: "La he visto. He visto a la aparecida. Estaba allí en el mirador. Estaba allí esta tarde". El hijo de Serafín no escuchó más. Sin perder tiempo regreso a su casa, cogió el ciclomotor y se dirigió, por el camino del río, hasta el mirador. Al llegar, desgraciadamente, sus sospechas, que se negaba a aceptar por parecerle absurdas y porque él no era persona supersticiosa, se confirmaron. Tiradas en el suelo del mirador se encontraban las prendas que vestía su padre aquella tarde, sin que hubiera el menor rastro de él. Resulta obvio añadir que el cuerpo de Serafín jamás fue encontrado, pasando a formar parte de la leyenda.


       

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