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Fuck you "Por favor, que se calle de un puta vez", pensó en tono de súplica el hombre que manejaba la coupe Fuego GTA modelo 87, gris metalizada, excelente de motor pero más o menos de chapa. Subió el volumen del stereo y los acordes estridentes de los Redonditos de Ricota llenaron el habitáculo del auto, confundiéndose y tapando en parte el constante monólogo de su segunda esposa. Prendió un cigarrillo, y desvió la vista de la ruta oscura para dirigirle a la mujer una mirada de hastío y desprecio. Ella, encolerizada, le manifestó a los gritos que estaba cansada de sus silencios, que estaba harta de su egoísmo y de su falta de interés; en resumen, de todo lo que tenía que ver con él. Y afortunadamente, no habló más. Se dedicó a mirar un punto fijo en el espacio con la boca torcida en una mueca desagradable y la cabeza inclinada hacia la ventanilla. El hombre, ya mucho más tranquilo, vio que la aguja del nivel de nafta estaba bastante baja, y se dijo que en la próxima estación de servicio que encontrara debería parar. Faltaban unos doscientos kilómetros para llegar a la ciudad de Catamarca, y cuando vio el cartel albiblanco de la YPF destacándose con sus brillos de neón, aminoró la marcha y se deslizó por el sendero de grava hasta los surtidores. Apagó el motor. Sin decir nada, se bajó del auto, abrió la tapa del combustible y cuando el playero le preguntó si llenaba el tanque, respondió afirmativamente con un leve cabeceo. Le gustó esa estación de servicio, tan al estilo antiguo. Sin esos insípidos bares y autoservicios de 24 horas, sin esa pulcritud desubicada. Se dirigió a los baños que, como corresponde, apestaban a pis de camionero y no tenían jabon, ni toallas, ni secadores automáticos. Orinó un largo rato y salió sin lavarse las manos. Hacía calor, pero no demasiado. Se reprochó su debilidad al aceptar la compañía de su mujer en aquel viaje, pero con suerte en cuatro o cinco horas más llegarían a La Rioja, donde estaría ocupada con algunos parientes. Sí, esa estación de servicio le transmitía algo. Tenía personalidad, eso era. La pequeña oficinita, con almanaques de quince años atrás, con papeles apilados desprolijamente sobre el escritorio (en realidad, una mesa vieja destinada a tal efecto), el viejo y oxidado ventilador de pie, girando lentamente, todo le dejaba una sensación familiar. Complacido por haber descargado su vejiga y por haber definido qué era lo que le atraía del lugar, se dirigió hacia el auto donde el tipo con el mameluco azul le cobró cuarenta pesos, sin preguntarle si quería revisar "agua y aceite". Se subió a la coupe, que arrancó violentamente. Cambió el CD por uno de Pink Floyd, saludó al playero que lo estaba mirando inexpresivamente, puso la primera y aceleró. Estaba disfrutando la música y el sabor seco de sus cigarrillos negros. "Welcome, my son, welcome, to the machine". Por algún motivo, le había mejorado el humor. La ruta negra se perdía entre los cerros, y pisó el acelerador. Cansado después de haber escuchado dos veces consecutivas el mismo disco, apagó el equipo. En un rato más entrarían a la ciudad de Catamarca. Se sorprendió bastante cuando quiso averiguar si a su mujer se le había pasado el enojo, y no vio más que el asiento del acompañante vacío. Clavó los frenos. Acomodó el auto a un costado de la ruta y apagó el motor. Recordó que ella lo había estado molestando con sus reclamos casi todo el viaje, y que un rato antes de llegar a la YPF se había callado. Como esa había sido la única parada, pensó que se la podía haber olvidado allí. No la había visto bajar, pero probablemente lo hubiera hecho mientras él estaba en el baño. Soltó una puteada. Ahora los reclamos iban a ser mucho peores y, para colmo, con razón. Bruscamente, la coupe salió arando y giró para volver sobre el camino andado, rumbo a la estación de servicio. Ya no disfrutaba la tranquilidad, ni el silencio, ni la música. Solamente se atormentaba pensando en lo que le esperaba, ya que las duras recriminaciones que seguramente le haría la mujer no se limitarían al incidente del olvido, sino que se remontarían en el tiempo y en el espacio hasta el noviazgo en Salta, el casamiento, la luna de miel en Bariloche, los años vividos en Buenos Aires y el último año pasado en Jujuy. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora, y después del quinto cigarrillo desde que hubiera emprendido la vuelta, avistó a lo lejos el ansiado cartel luminoso de YPF. Entró por el mismo sendero de antes. Inmediatamente la vio, como una mosca en la sopa, parada al lado de un barril oxidado de aceite, con sus finas medias negras y sus zapatos de taco alto, fumando uno de esos insípidos ultra-lights sin pensar en el riesgo que ello implicaba. Se acercó, y la puerta del acompañante quedo justo a la altura de la mujer, a un par de metros de distancia. La miró a los ojos, y advirtió la misma agria mirada de siempre, pero esta vez notó un brillo especial, como una aureola de fuego alrededor de sus pupilas. Ella se movió con rapidez hasta la puerta y accionó la manija para abrirla, pero ésta no se movió, dado que todavía estaba con el seguro puesto. El hombre estiró el brazo para abrir el seguro, pero a mitad de camino, la mano se detuvo. Por su mente desfilaron, en una fracción de segundo, miles de imágenes de discusiones, de reproches, de insatisfacciones. Como si tuviera vida propia e independiente del resto del cuerpo, la mano giró en el sentido de las agujas del reloj y se cerró en puño. El antebrazo se flexionó quedando paralelo a la ventanilla, donde se reflejaba la mirada de ira encendida de la mujer. Por último el dedo del corazón se irguió lentamente. Era un dedo fino y largo, "manos de pianista" le habían dicho varias veces. No pudo evitar sonreír mientras la mirada de la mujer pasaba de la ira al asombro, y sus ojos se abrían tanto que parecía que en cualquier momento iban a salírsele de las órbitas. Pisó el acelerador y observó cómo la mujer seguía parada a un par de metros del barril oxidado, como una ninfa del subdesarrollo, surgiendo de una nube de polvo rojiza. Se rió fuerte, y a partir de ese momento, comenzó a disfrutar del viaje.
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