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Libro de cabecera
Tejes y destejes mis órganos, mis sienes y mis sueños. Me reflejo en el espejo de tu espera. Me muero. Resucito en todas las muertes que ya he muerto entre tus muertes presentidas. Voy hacia ti por caminos que conducen a tus sendas, no me encuentro. Doy conmigo, perdido. Me deshilo, implorando ante la indiferencia de Teseo. Herido Minotauro, desangrado. Ando y desando por la noche cada día que me tejes y me inventas en mil argucias. Soy nada, navegando en el turbulento todo de tu entrega. Te invento, te dibujo y te recreo en todas las tonalidades de mis ansias. ¿Qué piensan tus adentros cuando te vas y me voy por esos ríos sordos de la madrugada? ¿Qué fraguan, en sus momentos, mientras vadeo las lelas corrientes de esa espera cecina y penitente de los días? Arde atrás Troya, amor. Las llamas queman mis huellas y no huyo, voy hacia ti porque sé que, sentada, quizá mirando la ventana que yo ansío, tu espera es una llama que arde más aun.
—Me gusta tu suavidad. Me pierdo en tus ojos cuando lo dices, mientras me animo a descorrer las cortinas y miro. Miro por la ventana que diseñas en mis adentros y puedo ver que la ciudad, desde esta altura, se deja ver tierna y tímida a la vez. Danza una ballerina en un balcón colonial mientras riela una flauta suave. Goico pinta una acuarela seca por El Paseo de los Frailes. Viene otra música de afuera, tal vez cante algún radio por los descampados o en los indescifrables silencios del monumento del bocón de Montesinos. El vino tiene otro sabor, sabe a tus labios y a todas las palabras que no dice tu lengua. Enciendo un cigarrillo y junto al humo siento tus manos dibujando los contornos de mi cara. Llueve afuera, llueve torrencial la noche sin licencia y hace tanto que ya no soy yo ni estoy en mí, en esta noche larga desde que te sé tan cerca, clavel de luz.
Púrpura, brillante, la pared se extiende y se distiende. Las espirales del sonido aparecen, desaparecen. Subes y bajas. Jadeas y sigues flotando en ese miasma cálido. Te miras y no te miras. Amarillo infinito cae a cántaros y el cielo púrpura se torna sobre ti sinuoso y atrayente. Te atrapa. Te suelta. Te aferras a él con toda la fuerza que te late en los sentidos. Vuelas, te remontas lejos y cerca de lo inasible. No hay mar ni sol, sólo constelaciones de vaivenes, aguas que se fusionan y se confunden en las aguas del deseo y la pared. La pared se ladea, viene hacia ti purpurando de azul en sus más calmos oleajes y ella, ella se aferra a ti para empezar de nuevo y una vez más miles y miles de vaivenes. La caja no tiene bordes, ángulos ni lados. Es del tamaño de la nada.
Para papá "Yo sé que por alguna causa que no conozco estás de viaje, Hay un hueco muy hondo en las horas de este último lunes de julio. Un vacío solemne y melodioso que no todos perciben, pero sienten. Un arpegio de luz que ya no cesa y un sable entra en reposo en la espesura de la aurora. Hay mucha luz, retroalimentándose, y un oficioso silencio en el dormido lecho donde jamás despertarán, quietas y frías, las idas aguas del arroyo Palero. Ya no más. Puede ser que los caireles, la salva de 21 cañonazos ni fatuos y maculados trapos fementidos (todos los fastos de la patria, en mayúsculas), ni se den por enterados. Total, a pocos nos importa poco ya cierta alharaca. Sé que en la otra patria, esa que no se exhibe ni se vende, están tocando gloria los prohombres, alzando una bandera limpia noble, sin cuarteles estancos, sin mentiras. Sucede que papá se cansó de tanto gris y tanto absurdo, que se marchó tranquilo y sin temores. Se marchó, como vino, dulce y fresco, con su más plácida sonrisa de domingo, a sembrar su ternura en otros valles. Yo lo sé, no me cabe la menor duda, le acompañan tantos buenos amigos y a tan buen paso, como siempre lo hizo. Firme y seguro, con la misma firme pedagogía con la que me enseñó a mirar y a cuidar los pasos recentinos de becerritos y polluelos, y a trotar sobre el caballo "melao", por estos mismos valles que ahora deja. Sucede que hoy, sin vida, papá entró a la vida por su puerta más ancha para enseñarnos con su ejemplo, la más noble lección de su existencia: embarcó esta mañana sin sonajas, sin grandes comitivas, dejándonos la paz que fue su norte. Y ahora está más cerca porque sé que me escucha cuando yo así lo quiera y cuando quiera; porque sé que me mira y me mima, con la más transparente y dulce de sus miradas. Y que, ahora, más que nunca, puedo hablarle sin velos, sobre todo y de todos los que él quiere, sin excusas. Y es que papá se ha ido, tan tranquilo y callado, como anduvo las tardes, a lomo de su mula mansa, repartiendo simiente y agua clara, estrechando distancias, deshaciendo fronteras a mano llena. Pero no es que se ha ido, está más cerca (apenas en el otro valle, más relajado y quizás cabalgando, otra vez, sobrio y sereno sobre su mula mansa y fiel). Él sólo se cansó de este cansancio sin remedio. Y, sólo por un rato, se ha ido a dormir para volver con más amor y bríos, para no dejarnos solos otras veces.
Sonaba un piano quizás allende el bar. La mar, supongo, arrastra en oleadas sueños y desvaríos. Azul, la melodía gris, perdida en las ondulaciones de la noche. La noche de Silvio, adentro. Cantaba el dedo su canción bajita, y dolida y oscura, la noche retorcía su melena afuera. ¿Qué se puede auscultar en la distancia? Duelen los recuerdos y las palabras salen lentas, como ahogadas por un vino metafísico que se traga el sopor del verano. Adonde el agua, confín de nubes, despacha sus presagios. Transposición de tonos. Sopapo de corcheas y semifusas. Suena una guitarra, creo que dijo, en lontananza, pulsando lenidades de sus ojos (los de ella) cuando las manos se encontraron y hubo un calor remoto que no remitía a la estación ni al clima, sedosidad de la ternura. Acaso una trompeta encrespaba, acelerando las pulsaciones de la noche. Los relojes, cifrando y descifrando la temporalidad de una sonrisa helada, el latido de un dedo. Sonaba un corno francés cuando dijo que sonaba un piano o una guitarra, cantaba Silvio, tal vez en el recuerdo y ella se miraba en sus ojos (los de él), mientras se arreglaba las medias. Sonaba una canción adentro, de eso no hay dudas, mientras afuera la gente se adueñaba de la noche y había que partir, abandonar el bar.
Ella vino quedito hacia mis brazos y se posó en mi pecho como una mariposa herida. Yo la acuné con celo, lleno de turbación y miedo. No quería despertar su sueño y que volara. No sé si la esperaba, pero me hacía tanta falta que, ahora que volvió —o ha venido— ando de tumbo en tumbo por los rincones del día.
Para mamá "No es que no vuelva porque me he olvidado.
Miro hacia afuera que es adentro y ella mira muy hondo, se le desbandan los colores por el cuello mientras entra mil veces y vuelve y saca los palitos chinos de chofán. Llovía la ciudad toda su oscura pena de viento, adentro. Afuera, ella encendía su quinto cigarrillo. Él la miraba con los ojos mojados de luz, con una sed de paz naufragándole en las ansias, intentando perderse y encontrarse muchas veces. Ella no decía nada nada. Apagaba el cigarrillo y se pasaba la mano por el pelo. Finaliza la canción y se apagan las luces. Hace calor en el cine y desde adentro lo miro que me mira con cierto disimulo. Sonrío y le brindo goma de mascar. Aura no vino. No quiso ver la película. Él se hace un poco el húngaro. Quiere cruzar el charco. Da un paso. En el bar, ella toma piña colada, fuma su quinto cigarrillo y el merengue, al fondo, rememora otros tiempos. Me pierdo en la bruma de mis pensamientos y sus ojos. Sus ojos me perforan la calma y la paciencia. Enciende uno tras otro cigarrillo. Fumo cada vez que él lo hace, siempre me enciende el cigarrillo. Cuánto fuma. Fuma mucho, o fumamos, estoy tan raro, tan nervioso que no se me ocurre otra cosa que fumar, fumar y fumar como loco. Hablábamos del ciclo de cine, en tanto, afuera del bar, la lluvia descosía todos los pliegues de la noche. Llovía sin fondo, mucha lluvia. Torrencial, la noche se nos agigantaba en las manos. La ciudad vibraba como un trasatlántico a punto de zarpar. Yo no decía nada, no encontraba qué ni cómo. Él, ni se diga. Se le deshacían las manos entre las manos. No sabía qué hacer con ellas y hablaba, hablaba tantas cosas que ya ni recuerdo. Tenía un aura tan potente y embrujante que me perdía en su velo. No sabía qué hacer ni qué decir y hablaba, hablaba, creo que sin sentido. Me mira hondo. Lo miro y veo sus ojos tiernos y siento que su mirada dulce me quema el cuello. Se le llenan de colores los ojos y las manos y me lanza una flor tan fragante y colorida que la noche se deshace. No sé si llueve afuera. La música de adentro ya no la pauta nadie. Nadie queda en el bar y la ciudad mojada nos regala la más húmeda sonrisa. Caminamos por los charcos de la noche como ranas, capoteando como niños, entrelazadas las manos, abrazados hasta que la noche dure y vuelva la noche y todas las noches crujientes, crocantitas, saladas y tibias.
Tengo en alguna libreta vieja textos viejos de estudiante; tengo un violincito en desuso, una acuarela sucia y sorda, fotos amarillas, alguna carta de amor que nunca envié; canciones olvidadas y alguna flor tiesa en un libro de Cortázar. Tengo añejos los recuerdos y las penas, tengo en mis manos la certeza, como el agua juguetona que ahora lame tus pezones, de que esta noche, antes de que cante el gallo, las veces que fuere, yo también recorreré los mismos caminos del agua una y otras veces, palmo a palmo.
El asunto es el siguiente: —Cantando como loca, alegre y despavorida, baja y desaparece por las cañerías el agua dulce que ha recorrido, frutal y danzarina, tu cuerpo, melón jugoso, isla serena, donde atracan, a toda vela y en llamas, mis deseos. Yo no sé por qué o por designios de quién nos encontramos en la vía. —Sé que de negro vendrás a llenar de luz las avenidas de mis carnes, sé que, una y mil veces más, bajel sin velas, encallaré a dormirme en las arenas de tu playa. Vine hacia ella con todo el desarraigo en mi camisa. —Cantando como loca, sé que de negro vendrás esta noche, alegre y despavorida, a llenar de luz las avenidas de mis ojos, sé que, una y mil veces más, baja y desaparece por las cañerías, el agua dulce que ha recorrido, frutal y danzarina, tu cuerpo, melón jugoso, isla serena donde atracan, a toda vela y en llamas, mis deseos. Nadie buscaba a nadie y sin embargo, en alguna veta de sus ojos vislumbré una ventana y la nombré. —Sé que de negro, tu cuerpo, melón jugoso, isla serena, frutal y danzarina, donde atracan, a toda vela y en llamas, mis deseos, vendrá esta noche a llenar de luz las avenidas de mis carnes, sé que, una y mil veces más, cantando como loca, alegre y despavorida, bajel sin velas, encallaré a dormirme en las arenas de tu playa. Era una noche loca, sin gobierno.
Para Quihauitl El asunto es el siguiente:—Supongamos que ocurriera así: —Insomne, la madrugada se posó en mi ventana, gris, parca y desolada. Iba de incógnito en mis adentros, solo sin rumbo y sin aliento, era y no era yo mismo entre mis fuerzas, capitán de la nao en desgobierno. Un dios azteca quizás o algún behique taíno o caribe lanzó un conjuro hacia uno y otro lado del espejo. —No hay dudas que le sienta el negro e irradia luz y desafía a las bestias y a los renacuajos si tan sólo amenaza con calzarse la chaqueta. Bebo el cafe a sorbitos y a sorbitos la vislumbro, me deslumbran sus ojos perdidos entre la miel y el trigo o el rafagazo plata que enlaza su cintura y me distrae. Sin duda voy hacia ella todo kiwi y zarzamora, me derrito en la acera, casi tiemblo. —Danzando en una nube se que vendrá esta tarde, poblada de sonajas, huaraches y resguardos. Tal vez en un principio resulte un simple asomo y parezca perdida llovizna o cabañuela. Tal vez no traiga truenos ni aspavientos sonoros, sólo vendrá danzando, dulce, melosa y pródiga a poblar con su savia mi torpe agricultura. Yo no esperaba un mail esa mañana, tal vez una llovizna. —Absorto en mis sorbitos del café que se enfría miro al canario en la chaqueta y me interno sin linterna en el fin de semana. Sé que el lunes vendrá. Ya no habrá otro apagón. Voy a matar a Borges en el espejo.
Son como niños, duermen, nos retozan adentro, te dice mientras martilla duro en la pared y cuelga el cuadro aquel de las hormigas que le regalaste para pascuas. La miras y no te cansas de mirar su cuello. El mismo brillo en tus ojos, la luz que irradia su piel te llena y reaviva. Pero está rara, piensas, desde hace algunos días, desde que llegaron a la casa, la notas lejana, lejana, casi ausente. Tienes que soltarlos, dejarlos que sean ellos y correteen sin trabas, le dices y te dices. Te miras las manos encallecidas y vas a decir algo... A veces se ponen tiesos, ácidos y turbios —te interrumpe. Suena el teléfono y raudo te acercas a contestar, aún alcanzas a escucharla, inventan ladridos, lamen... Niños al fin, le dices, no saben qué hacer, continúas diciendo cuando Paco, sorprendido en la otra punta, te pregunta que de qué diablos estás hablando y te quedas corto, un poco bobo y vuelves y, entonces, le dices que hablas con ella. No crees que puedan ir esta tarde al concierto. La mudanza, sabes, esto es un desastre, no aparece nada y, aunque tenías meses organizándolo todo, fichando y sellando cada paquete, ahora nadie sabe dónde está nada. Que lo llamarás más tarde, besos para Leslie, que no olvide los espaguetis con albahaca prometidos, tan pronto encontremos el cabo de este bollo iremos para que nos salde la deuda o el hambre, no importa, Paco, te dejo. Te metes en el cuarto donde Borges hace el amor con Juana la Loca y Antonio Gala y los Goytisolo hacen de las suyas con unos versos de Sarduy que andan por ahí, tirados por el suelo todos los libros, las revistas y los anaqueles sucios y vacíos, además de cientos y cientos de anacrónicos larga duración con Joan Baez, Elton John, Ginamaría, Cortez, Mizrab, Corea, mudos y sordos, es una especie de día después del juicio final o las elecciones y, realmente, no sabes qué hacer, la impotencia te ahoga y la llamas, le gritas y le preguntas, a sabiendas de que no tendrás respuestas, sobre los ebanistas, electricistas, fontaneros y, ya casi, la rabia está por hacerse presente y entra ella y te enterneces, lo olvidas todo y ves que los libros y los discos, en armoniosa conjunción, conforman un ambiente que invita a la paz y... no controlan sus emociones, las uñas, los juguetes, los estropean un poco, sólo un poco le dices, son niños y, mientras recoge y limpia tu adorado Huerta y lo coloca en el tramo de siempre, junto a la Transa Poética, los Poemínimos, la Poesía Completa, vuelve a la carga y te dice, casi al oído, dulces y niños que, sientes que te recorren hormigas o gusanitos juguetones por las arterias y la sangre caliente canta una canción tan loca y desaforada que las aurículas y los ventrículos de tu corazón van como una Harley por la nueva avenida, la nueva casa comienza a lucir sus más lúcidos colores y, la oyes, la sientes, y vives lo que ahora te está diciendo: de tanto en tanto, precisan ir al parque, hacer sus cosas. Y te la quedas mirando desde la superficie hasta lo más profundo de sus ojos y sabes que los nubarrones ya se han ido y no sabes si Paco o Leslie, o el concierto de esta tarde, si vale la pena o es una pena que ahora estés tratando de pensar en otra cosa que no sea desconectar el teléfono y ya.
Gira la tarde gris rodando sobre su eje acéfalo. Se dilata el rocío en las paredes del vaso. No es vino ya este vino y una gaviota trisca el cielo con sus alas de aguja. —Hoy en el reloj de mi ventana salió el sol... Él, pensativo y callado, se internó en la noche y no hay lindero en ningún rincón del tiempo y la distancia que pueda dar razón de él desde anoche. —Llueve y el agua cae sobre las hojas del árbol... La radio canta y canta y en los mentideros de la calle oigo todos los decires que se traga la tarde, bufa la música y sus sonidos. Ella empuja y afila el estilete de su pensamiento por los meandros de la tarde. Se palpa la cara, lenta, suavemente, sobre el párpado izquierdo. Bizquea. Sorbe un sorbito apenas del vino o el licor que apura calladamente, queda. Otea el horizonte y las gaviotas, aquella que dibuja riscos y picachos en el cercano cielo, lo busca a él y se pierde en las aceras del silencio y el tedio. —Llueve, y la gente se esconde en un portal... Él, orillando silencios, duerme en los extravíos de su ausencia (la de él). Ausente y taciturno, pierde la brújula, el astrolabio y los cruces de rieles, ido, perdido, ensimismado. —Nadie que me diga si vives aún... La tarde parda, plena de augurios, se mece, pedalea en el fangal de la nada que se enseñorea sobre ella. La tarde desfallece y se adormece en deshojadas ramas, la tarde gris que gira sobre ningún eje mientras ella piensa y apura, lenta, lentamente, su vino o licor de menta sin espíritu sin ganas, mientras la radio canta una canción dolida y dolorosa. —Yesterday all my troubles... Él se fue ayer y el tiempo hace olas que empujan los recuerdos por los canales de la noche que se crece y se enseñorea en sus pensamientos (los de ella) que se duele y se ahoga en el vino o las penas.
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